Al apagarse el último sonido se oyó un grito a la distancia y una luz atravesó la ventana de la habitación. Wolff se sintió presa del pánico. Con un juramento, volvió a levantar el cuerno hasta sus labios y oprimió los botones en un orden que, era de esperar, reproduciría el sésamoábrete, la clave musical para entrar en el otro mundo. El tercer intento pareció reproducir la serie emitida por el joven sentado en el hongo de piedra.
En ese momento, por la ventana rota asomó una linterna. Una voz profunda amenazó:
—¡A ver, usted! ¡Salga de allí! ¡Salga o disparo!
Simultáneamente, una luz verdosa apareció sobre la pared, se abrió paso y se fundió formando una abertura.
A través de ella brilló la luz de la luna. Los árboles y la roca eran sólo siluetas contra un resplandor verde-plateado; éste surgía de un gran globo, del que sólo se veían los bordes.
No se demoró. Habría vacilado de no estar sobre aviso, pero sabia bien que era necesario correr. El otro mundo le ofrecía incertidumbres y peligros, pero en éste le esperaban, definitiva e inevitablemente, la ignominia y la vergüenza. En tanto el guardián repetía sus órdenes, Wolff lo dejó atrás con todo su mundo. Se vio obligado a realizar un difícil movimiento para pasar por la reducida abertura. Una vez que se encontró del otro lado, se volvió para echar una mirada final al mundo que abandonaba; la entrada se había reducido al tamaño de un ojo de buey; en pocos segundos había desaparecido.
Capítulo II
EL JARDÍN DEL EDÉN
Wolff, sentado en el césped, descansó hasta que pudo respirar con más facilidad. Habría sido irónico que tanta conmoción resultara demasiado para su viejo corazón. «Ingresó fallecido», I.F. Quienes lo recibieran (fueran quien fuesen) tendrían que enterrarlo con el siguiente epitafio: El terráqueo desconocido.
Entonces se sintió mejor; hasta logró reír por lo bajo mientras se ponía de pie. Echó una mirada a su alrededor, con cierto confiado coraje. La temperatura era bastante templada; alrededor de los treinta grados, por lo que podía calcular. El aire estaba saturado de perfumes extraños y muy agradables. Los reclamos de los pájaros (ojalá fueran sólo eso) lo circundaban por doquier. Desde algún sitio, a lo lejos, llegaba un gruñido sordo, pero no se asustó. Tenía la certeza, sin fundamentos racionales, de que era el estruendo de la marea, apagado por la distancia. La luna era enorme, dos veces y media mayor que la terrestre.
El cielo había perdido el verde brillante que luciera durante el día; con excepción del esplendor lunar, era tan negro como el cielo nocturno del mundo que acababa de dejar. Grandes estrellas vagaban por él, en movimientos veloces y hacia cualquier dirección; al contemplarlas se sintió mareado por la confusión y el temor. Una de ellas se precipitó hacia él, tomándose más y más grande, más y más brillante, hasta caer a unos pocos metros de distancia. La luz de su esplendor anaranjado le permitió ver cuatro grandes alas elípticas, varias patas suspendidas y, por un segundo, el contorno de una cabeza provista de antenas. Se trataba de alguna especie de luciérnaga, cuyas alas desplegadas medían al menos unos tres metros.
Wolff contempló el vuelo y las pulsaciones de aquellas constelaciones vivientes, hasta acostumbrarse a ellas. Dudó un momento sobre la dirección por tomar, hasta que lo decidió el tronar de la marea. Fuese a donde fuese, la costa sería un buen punto de partida.
Avanzó lenta y cautelosamente, deteniéndose con frecuencia para escuchar e inspeccionar las sombras.
A corta distancia se oyó un gruñido profundo. Se acostó en el pasto, bajo la sombra de un espeso arbusto, y trató de respirar sin ruido. Hubo un sonido áspero y se oyó el crujir de una ramita. Wolff levantó apenas la cabeza, lo bastante como para mirar el claro de luna que tenía delante. Un cuerpo grande caminaba a pocos metros, arrastrando los pies; era un ser bípedo, erguido, pero velludo y oscuro.
Se detuvo súbitamente, y el corazón de Wolff falló por un instante. Aquel ser movió la cabeza hacia delante y hacia atrás, revelando un perfil goriloide. Sin embargo, no se trataba de un gorila; al menos, según el concepto terrestre. La piel no era totalmente negra; presentaba anchas bandas negras, alternada con otras blancas, más angostas, que le cruzaban en zigzag el cuerpo y las patas. Los brazos eran mucho más cortos que los de su congénere terráqueo; las patas eran, no sólo más largas, sino también más rectas. Además, la frente, aunque sobresalida sobre los ojos, era bastante alta.
Emitió un balbuceo; no era el grito ni el gemido de un animal, sino una serie de sílabas claramente moduladas. El gorila no estaba solo. La luna verdosa reveló una porción de piel desnuda a su lado. Una mujer caminaba junto a la bestia, que la tenía abrazada por los hombros.
Wolff no logró verle la cara, pero aquellas piernas largas y esbeltas, aquella agradable forma del brazo, las nalgas redondeadas y el cabello largo y negro le hicieron preguntarse si sería igualmente hermosa de frente.
Hablaba con el gorila, con una voz que era como el sonido de campanas de plata. El gorila le respondió, y los dos salieron del sector iluminado por la luna verde, para entrar a la negrura de la selva.
Wolff, demasiado asustado, demoró en levantarse.
Al fin se puso de pie y avanzó por entre los matorrales, que no eran tan espesos como los de una selva terráquea. En realidad, los arbustos estaban bien separados. De no ser por el exotismo de aquel ambiente, no habría clasificado a esa flora como selvática. Se parecía más a un parque, sobre todo en el césped, con aspecto de recién cortado.
Unos pocos pasos más adelante, lo sorprendió el resoplido de un animal que pasó corriendo frente a él. Alcanzó a divisar una cornamenta rojiza, un hocico blanco, grandes ojos pálidos y un cuerpo moteado. El animal desapareció con tanta rapidez como había aparecido, pero pocos segundos después Wolff oyó pasos a su espalda. Al volverse vio al mismo ciervo, parado a algunos metros de distancia. El animal, al saberse visto, se adelantó poco a poco y hundió el hocico húmedo en la mano que se le ofrecía. Después, con una especie de ronroneo, trató de frotar el flanco contra Wolff, pero no hizo sino empujarlo, puesto que pesaba unos doscientos kilos. Wolff se recostó contra él, le acarició las grandes orejas ahuecadas, le rascó el hocico y palmeó suavemente sus costillas; el ciervo le dio varios lametazos, con una lengua larga y húmeda, levemente áspera, como la de los leones. Él confiaba en que pronto se cansaría de demostrarle su afecto, y así fue. Se alejó con un salto tan súbito como el que lo había traído.
Aquello lo hizo sentirse menos amenazado. Ningún animal podía mostrarse tan manso con un desconocido, si estaba acostumbrado a huir de cazadores o de otros animales carnívoros.
El fragor de la marea se hizo más audible. Diez minutos después se encontró al borde de la playa. Allí se arrodilló bajo una fronda ancha y alta, para examinar la escena a la luz de la luna. La playa era de arena blanca y muy fina, como pudo comprobar al hundir su mano en ella. Se prolongaba hacia ambos lados hasta donde alcanzaba la vista, y formaba una banda d# doscientos metros entre el bosque y el mar. A cierta distancia se veían fogatas, junto a las cuales brincaban las siluetas de hombres y mujeres. Sus gritos y sus risas, aunque apagados por la distancia, le confirmaron que se trataba de seres humanos.
Volvió a mirar a su alrededor. A trescientos metros de distancia, casi en el agua, divisó a dos seres cuyo aspecto le cortó la respiración.
Fue la forma de su cuerpo y no lo que hacían, lo que le causó tanta sorpresa. Desde la cintura hacia arriba, los dos eran tan humanos como él, pero allí donde debían arrancar las piernas, el cuerpo se les convertía en cola de pez.