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Pero era difícil que Gliaghrill mantuviera su palabra. Sin embargo, aunque el gworl soltara a sus cautivos, no podrian nadar hasta allí sin que la herida de Kickaha atrajera a los saurios, y morirían los tres. Criseya no tendría la menor oportunidad. Y no podían dejar a Kickaha mientras él y fumen Laksfalk entraban al castíllo; estaría en peligro en cuanto saliera el sol. Podría esconderse en los bosques, pero cualquier partida de caza podría encontrarlo allí. Especialmente después de la extraña desaparición de los tres caballeros, en la noche anterior.

Decidió, por lo tanto, seguir por aquel corredor. Era una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla. Haría cuanto pudiera antes del alba. Si fallaba, regresaría con el cuerno.

¡El cuerno! De nada valía llevarlo consigo. Si lo dejaba escondido y lo capturaban, el saber dónde estaba podría servirle de algo.

Volvió hasta el último escalón, se sumergió hasta una profundidad de tres metros y dejó el cuerno en el barro.

Ya de nuevo en el corredor, lo siguió hasta encontrarse ante un nuevo tramo de escaleras, que subían en espiral. Fue contando los escalones para apreciar la altura. Cada vez que creía haber subido un piso tanteaba las paredes angostas en busca de puertas o de algún dispositivo para abrirlas, pero no los había. Así subió al menos siete pisos.

Al llegar al séptimo vio un imperceptible rayo de luz que se filtraba por un agujero de la pared. Se inclinó a mirar. En el otro extremo de una habitación estaba el barón von Elgers, sentado a una mesa, con una botella de vino delante. A su frente estaba Abiru.

El rostro del barón estaba enrojecido, y no sólo por los efectos del vino.

—¡Eso es todo lo que deseaba decir, khamshem! — clamó —. ¡Si no recuperas el cuerno que se llevaron los gworl, te cortaré la cabeza! ¡A menos que te lleve antes a la mazmorra! Allí tengo varios artefactos de hierro muy curiosos, que te interesará conocer.

Abiru se levantó, tan pálido bajo su oscuro pigmento como rojo estaba el barón.

Creedme, señor; si el cuerno ha sido robado por los gworl, será recobrado. No pueden haberse alejado mucho (si es que lo tienen), y se los puede rastrear con facilidad. No pueden fingirse seres humanos, como sabéis, y además son estúpidos.

El barón, soltó un rugido, se levantó y dio un puñetazo sobre la mesa.

—¿Estúpidos? Han sido lo bastante despiertos como para huir de mi mazmorra, y yo habría jurado que eso no era posible. Han encontrado mis habitaciones y se han llevado el cuerno. ¿Te parece que eso es ser estúpidos?

— Al menos — observó Abiru —, no se han llevado la muchacha. Todavía puedo sacar ventaja de esto. Me darán por ella un precio fabuloso.

—¡No te darán nada por ella! ¡Es mía!

— Es propiedad mía — replicó Abiru, con los ojos llameantes —. La gané corriendo graves riesgos, y la traje hasta aquí con grandes gastos. Tengo derechos sobre ella. ¿Qué sois, un hombre de honor o un bandido?

Von Elgers lo derribó de un solo golpe. Abiru, frotándose la mejilla, se puso en pie de inmediato. Miró al barón de frente, y preguntó, con voz tensa:

—¿Qué hay de mis joyas?

—¡Están en mi castillo! — gritó el barón —. ¡Y lo que está en mi castillo es mío!

Salió del campo visual de Wolff. Por lo visto, había abierto una puerta. Llamó a los guardias y les ordenó llevarse a Abiru.

—¡Tienes suerte de que no te mate! — aulló —. ¡Te perdono la vida, perro miserable! Deberías arrodillarte para agradecérmelo. Ahora, vete de este castillo de inmediato. Si no te vas hacia otro feudo a toda prisa, te haré colgar del árbol más próximo.

Abiru no respondió. Se oyó el ruido de la puerta al cerrarse. El barón anduvo a grandes pasos por un rato, y de pronto se dirigió hacia la pared tras la cual estaba oculto Wolff. Éste se apartó del agujero y retrocedió cuanto pudo por los escalones, confiando en haber escogido la dirección correcta. Si el barón bajaba por la escalera, obligaría a Wolff a volver al agua, y quizás al foso. Pero no parecía probable que tomara esa direccion.

Por un segundo, la luz desapareció; cuando el barón introdujo el dedo en el agujero, parte de la pared giró hacia fuera. La antorcha que von Elgers llevaba iluminó el pozo. Wolff se acurrucó bajo la sombra arrojada por una curva de la escalera. Al fin, la luz se hizo más débil; el barón subía los peldaños. Wolff lo siguió.

Varias veces lo perdió de vista, pues se veía obligado a ocultarse para que el barón no lo descubriera al mirar hacia abajo. En una de esas oportunidades, la luz desapareció, sin que él hubiese visto por dónde se había retirado.

Lo siguió rápidamente, pero se detuvo ante el agujero. Introdujo el dedo en él e hizo presión hacia arriba. Una pequeña parte cedió, se oyó un chasquido, y una puerta se abrió ante él. La parte interior formaba parte de la pared de las habitaciones ocupadas por el barón. Wolff entró al cuarto, eligió una daga de veinte centímetros entre las que colgaban de la pared, y volvió a las escaleras. Después de cerrar la puerta, continuó subiendo.

Esta vez no hubo agujero cuya luz le sirviera de guía. Ni siquiera estaba seguro de haberse detenido en el mismo sitio en que lo hiciera el barón, salvo el rápido cálculo de distancias entre uno y otro. No le quedaba sino palpar el muro en busca del dispositivo utilizado por él. Apoyó la oreja contra la pared, tratando de escuchar voces, pero nada se oía.

Sus dedos recorrieron ladrillos y revoque carcomido por la humedad, hasta encontrar madera. Eso era todo: piedra, y un marco de madera con un panel ancho y alto. Nada indicaba el «ábrete-sésamo» que se debía utilizar.

Subió algunos peldaños más, y continuó hurgando. Los ladrillos estaban desprovistos de botones y manivelas. Regresó a la puerta y tanteó la pared contraria. Nada.

Se sintió presa del pánico. Estaba seguro de que von Elgers había entrado a la habitación de Criseya, y no precisamente para hablar. Bajó algunos escalones y palpó el muro. Nada, nada.

Volvió a probar la zona que rodeaba la puerta, sin éxito. Empujó uno de los lados, pero no cedió. Por un momento pensó en emprenderla a golpes contra la madera, a fin de atraer la atención de von Elgers. Si el barón salía —a investigar, estaría momentáneamente indefenso contra un ataque desde lo alto.

Pero rechazó la idea. El hombre era demasiado prudente como para caer en semejante trampa. Aunque era improbable que buscase ayuda, puesto que no le convenía revelar la ubicación de la salida secreta, podría abandonar la habitación de Criseya por la puerta común. Si el guardia se preguntaba por dónde había salido, siempre podía suponer que estaba allí cuando cambiaron la guardia. Y en cualquier caso, von Elgers podía muy bien silenciar a cualquier centinela que entrara en sospechas. Wolff empujó el otro lado de la puerta, y ésta se abrío. No estaba cerrada, y sólo requería una presión en el lado correcto.

Soltó un gruñido por no haber pensado antes en algo tan obvio, y pasó por la abertura. Del otro lado reinaba la oscuridad; se halló en un pequeño cuarto, que parecía un guardarropa construido con ladrillos y mezcla, excepto por uno de los lados. Allí, una varilla de metal sobresalía de la pared. Antes de manipularía, Wolff apoyó la oreja contra la pared. Escuchó voces apagadas, pero no logró reconocerlas.

Tiró de la varilla, y la puerta se abrió. Wolff salió por ella, con la daga en la mano. Se encontró entonces en una gran cámara, construida en bloques de piedra. Había un lecho enorme, con cuatro pilares tallados de madera negra que sostenían un dosel de seda brillante. Detrasestaba la angosta ventana en forma de cruz por la cual había hablado con Criseya.