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Wolff estuvo de acuerdo. También era posible que el Señor quisiera bajar de su palacio por medio de las mismas sogas con las que había bajado a los gworl. Sin embargo, no parecía posible; el Señor no quería correr el riesgo de que lo dejaran colgado, y no podía estar seguro de que los gworl volverían a subirlo.

La altura de Doozvillnavava causaba vértigos. Según había dicho Kickaha, era al menos dos veces más alta que el monolito de Abharhploonta, sobre el cual se extendía Drachelandia. Llegaba a los dieciocho mil metros, y los animales que vivían en las salientes y en las cuevas de su cara eran tan hambrientos y temibles como los de otros monolitos. Doozvillnavava era retorcida, lisa, barrida y erizada; su anda superficie presentaba una enorme depresión que recordaba una boca inmensa y oscura; aquel gigante parecía listo para devorar a quien se atreviera contra él.

Criseya se estremeció al contemplar los vertiginosos precipicios de increíbles altura. Pero nada dijo; hacía tiempo que sabía callar sus temores. Tal vez se debía a que ya no se preocupaba por sí misma, según pensaba Wolff, sino por la vida que llevaba en su vientre, pues estaba segura de estar encinta.

La rodeó con los brazos y la besó, diciendo:

— Me gustaria partir ahora mismo, pero debemos hacer los preparativos para varios días. No podemos defendernos de los monstruos si no hemos descansado ni comido lo suficiente.

Tres días después iniciaron el ascenso, vestidos con toscas prendas de piel de venado y provistos de lazos, armas, herramientas para escalar y bolsas con agua y comida. Wolff llevaba el cuerno en un saco de cuero suave, sujeto a su espalda.

A los noventa y un días estaban aproximadamente en la mitad. Cada paso había sido una lucha contra la pulida superficie vertical, las agrietadas rocas y traicioneras o los animales de presa. Entre éstos figuraban la serpiente multípeda que Woll había visto ya en Thayaphayawoed, los lobos de grandes garras adaptadas a la marcha entre las rocas, el antropoide montañés, los pájaros-hacha del tamaño de avestruces, y el salta-abajo, un animal pequeño, pero mortal.

Llevaban ciento ochenta y seis días de ascenso cuando finalmente llegaron a la cima de Doozvillnavava. Ninguno de los dos podía considerarse el mismo, ni física ni mentalmente. Wolff había perdido peso, pero tenía más resistencia y más fortaleza física; las heridas causadas por los salta-abajo, los antropoides montañeses y los pájaros-hacha le cubrían el rostro y el cuerpo. Su odio contra el Señor había aumentado, pues Criseya había perdido el feto antes de llegar a los tres mil metros de altura. Era de esperar que eso ocurriera, pero Wolff no podía olvidar que ese escalamiento no habría sido necesario sin la intervención del Señor.

Criseya se había fortalecido física y espiritualmente, gracias a las experiencias previas al ascenso de Doozvillnavava. Sin embargo, las situaciones vividas al subir el monolito habían sido mucho peores que todo lo anterior. Pero no se dio por vencida, y eso confirmó la creencia de Wolff: estaba hecha de una fibra básicamente fuerte. Los efectos de aquellos milenios de molicie vividos en el Jardín habían desaparecido. La Criseya que conquistara el monolito se parecía mucho a la que habían substraído a la vida salvaje y exigente de los antiguos egeos; pero era mucho más sabia.

Wolff hizo una pausa de varios días para descansar, cazar, reparar los arcos y fabricar flechas nuevas. También se mantuvo alerta para descubrir la posible presencia de las águilas. No había tenido contacto con ninguna desde que hablaron con Ftie en aquella ciudad en ruinas, junto al río Guzirit. Como no apareciera ninguna, decidió, a disgusto, entrar en la selva. Tal como Drachelandia, todo el borde del monolito estaba cubierto por u ncinturón selvático de dos mil quinientos kilómetros de ancho. Dentro de él se encontraba la tierra de Atlantis, que cubría, exceptuando el monolito ubicado en el centro, una superficie igual a la de Francia y Alemania juntas.

Wolff trató de divisar la columna sobre la cual se levantaba el palacio del Señor, pues Kickaha le había dicho que podía verse desde el borde, aunque era mucho más angosto que cualquiera de los otros. Sólo pudo ver un continente vasto y oscuro, hecho de nubes, mellado y barrido por los relámpagos. Idaquizzoorhuz estaba oculto. Tampoco era visible desde la copa de los árboles ni desde la cima de las colinas altas. Una semana después, las nubes de tormenta seguían ocultando el pilar de piedra. Esto le preocupó, pues llevaba tres años y medio en ese planeta' sin haber jamás visto una tormenta igual.

Pasaron quince días. Al decimosexto, mientras recorrían un angosto sendero cerrado por el follaje, descubrieron un cadáver decapitado; un metro más allá, entre los arbustos, yacía la cabeza de un khamshem, con su turbante.

— También Abíru puede seguir a los gworl — dijo Wolff —. Tal vez ellos se llevaron sus joyas al huir del castillo de von Elgers. O quizá piensa que ellos tienen el cuerno; eso es lo más probable.

Tres kilómetros más allá dieron con otro khamshem; aquél tenía el vientre abierto y los intestinos fuera. Wolff trató de interrogarlo, pero el hombre estaba en agonía, y optó por cortar sus sufrimientos; no dejó de observar que Criseya no apartó siquiera la vista cuando lo hacía. Después envainó el cuchillo y tomó la cimitarra del khamshem en la mano derecha, pensando que pronto la necesitaría.

Media hora después escucharon gritos y alaridos hacia el final del sendero, y se ocultaron entre el follaje, al costado del camino. Abiru y dos khamshem venían corriendo por él; la muerte los perseguía bajo la forma de tres robustos negroides de cara pintada y larga barba teñida de escarlata. Uno de ellos arrojó su espada, que fue a clavarse en la espalda de un khamshem; éste cayó hacia adelante, silenciosamente, y resbaló en la tierra suave y húmeda, como un velero lanzado hacia la eternidad, con la espada como mástil. Abiru y el otro khamshem se volvieron para presentar batalla.

Wolff se vio forzado a admirar a Abiru, quien luchó con habilidad y coraje. Su compañero cayó muy pronto, con una espada clavada en el plexo solar, pero él continuó blandiendo la cimitarra, hasta que dos de los salvajes cayeron y el tercero emprendió la retirada. Una vez que el negroide hubo desaparecido, Wolff se acercó silenciosamente a Abiru, por detrás. Un golpe asestado con el canto de la mano bastó para que la cimitarra cayera del brazo paralizado.

Abiru quedó mudo por la sorpresa y el miedo. Cuando Criseya salió de entre los matorrales, los ojos del khamshem se dilataron aún más. Wolff le preguntó qué ocurría. Con algún esfuerzo, Abiru recuperó el habla y respondió.

Tal como Wolff lo supusiera, el khamshem había perseguido a los gworl con ayuda de sus hombres y de algunos sholkin. A varias millas de allí había logrado alcanzarlos. Es decir, fueron ellos quienes lo atraparon. La emboscada fue bastante fructífera, pues mataron o hirieron a la tercera parte de los khamshem sin pérdida para ellos, que permanecieron a resguardo entre los árboles, arrojando sus puñales desde allí.

Los khamshem echaron a correr, confiando en poder presentar batalla en un lugar más ventajoso, si lograban encontrarlo. Pero cazadores y cazados dieron con una horda de salvajes negros.

— Y pronto habrá muchos más detrás de vos — dijo Wolff —. ¿Qué pasó con Kickaha y funem Laksfalk?

— Sobre Kickaha, nada sé. No estaba con los gworl. En cambio, el caballero Yiddish estaba con ellos.

Por un momento, Wolff pensó en matar a Abiru. Pero le disgustaba hacerlo a sangre fría, y, además, deseaba haccrle otras preguntas. Tenía la impresión de que aquel hombre era mucho más de lo que aparentaba ser. Por lo tanto, le indicó que caminara con un ademán de la cimitarra, y echó a andar camino abajo. Abiru protestó que los matarían, pero Wolff le ordenó callar. Pocos minutos después pudieron oír los gritos de quienes luchaban. Tras cruzar un arroyo poco profundo se encontraron al pie de una colina escarpada y alta.