El suelo era tan rocoso que crecía en él poca vegetación. La colina estaba sembrada de muertos y heridos: gworl, khamshem, sholkin y salvajes. Cerca de la cima, tres personas rechazaban a los negros, apoyando la espalda contra una pared en forma de V, bajo una especie de techo formado por dos enormes rocas. El grupo estaba formado por un gworl, un khamshem y el barón Yiddish. En el momento en que Wolff y Criseya empezaban a subir, el khamshem cayó, atravesado por varias de aquellas puntas de lanza, del tamaño de palas. Wolff indicó a la muchacha que retrocediera. Por toda respuesta, ella puso una flecha en su arco y disparó. Uno de los salvajes cayó hacia atrás, con el asta asomándole por la espalda.
Wolff sonrió, aunque ceñudo, y tomó su propio arco. La pareja escogió como víctimas sólo a aquellos que formaban la retaguardia, confiando en que les sería posible matar a unos cuantos antes de que los demás se dieran cuenta. Así cayeron doce salvajes, hasta que uno de ellos, por mera casualidad, echó una mirada hacia atrás en el momento en que uno de sus compañeros caía. Soltó un grito y llamó la atención de los demás, que inmediatamente blandieron sus espadas y se lanzaron colina abajo para atacar a la pareja, mientras la mayoría se encargaba del gworl y de Yiddish. Antes de que hubieran cubierto la mitad del camino habían caído otros cuatro.
Cuando cayeron otros tres, los seis restantes perdieron las ganas de entablar batalla cuerpo a cuerpo. Se detuvieron y arrojaron sus espadas, desde tanta distancia que los arqueros las esquivaron sin dificultad. Wolff y Criseya actuaban con la destreza y la frialdad que dan la práctica y la experiencia. Mataron a otros cuatro, y los dos sobrevivientes corrieron a unirse al grupo principal, gritando. Ninguno de los dos logró llegar, aunque uno solo estaba herido en una pierna.
Pero el gworl había caído también, y sólo quedaba en pie funem Laksfalk contra cuarenta enemigos. Su única ventaja consistía en que las paredes de roca y los cadáveres diseminados sólo daban paso a dos a la vez. El caballero cantaba en voz alta un himno de guerra judío, sin dejar de blandir su cimitarra ensangrentada.
Wolff y Criseya se cubrieron tras un par de rocas y renovaron el ataque a la retaguardia. Cayeron otros cinco salvajes antes de que sus aljabas quedaran vacías. Entonces Wolff indicó:
— Recupera algunas de entre los cadáveres y vuelve a utilizarlas. Yo voy en su ayuda.
Levantó una espada y corrió hacia arriba, en ángulo, confiando en que sus enemigos estarían demasiado ocupados como para descubrirlo. Al llegar, se encontró con que dos salvajes esperaban, agazapados sobre los cantos rodados, el momento en el que Yiddish se aventuraba fuera del techo para saltar sobre él.
Wolff blandió rápido su espada y golpeó a uno en las nalgas. El hombre cayó con un grito, aplastando probablemente a algunos de los compañeros que luchaban abajo. El otro se dio vuelta y recibió el cuchillo de Wolff en el vientre.
Wolff levantó una piedra, la ubicó sobre una de las rocas grandes y trepó a ella. Una vez allí, volvió a levantar la piedra por sobre su cabeza y, adelantándose, la arrojó sobre la turba. Los atacantes levantaron la vista a tiempo para verla caer sobre ellos. Aplastó al menos a tres y cayó rodando por la colina. Ante eso, los sobrevivientes huyeron, presas del pánico. Tal vez pensaron que Wolff no estaba solo; o quizá estaban enervados, como salvajes indisciplinados que eran, por las muchas pérdidas sufridas. Al descubrir que toda la retaguardia había caído también, el pánico se hizo mayor.
Para que no regresaran, Wolff decidió avivar ese miedo. Saltó hacia abajo, volvió a levantar la piedra y la envió rodando colina abajo, hacia los fugitivos. El canto rodado saltó y rebotó como un lobo detrás de una liebre, y cobró una nueva víctima antes de llegar al fondo.
Criseya, desde su resguardo, lanzó otras dos flechas hacia los salvajes.
Wolff se volvió hacia el barón, que yacía en el suelo; estaba lívido, y la sangre manaba en abundancia de una herida sufrida en el pecho.
—¡Vos! — dijo, débilmente —. El hombre de otros mundos. ¿Me habéis visto luchar?
— Os vi — respondió Wolff, inclinándose para examinar la herida —. Habéis luchado como uno de los guerreros de Josué, amigo mío. Luchasteis como nunca he visto luchar. Debéis haber matado al menos veinte.
Funem Laksfalk logró sonreír un poco.
— Fueron veinticinco. Los conté.
Y en seguida agregó, ensanchando su sonrisa:
— Ambos estamos exagerando un poco la verdad, como diría nuestro amigo Kickaha. No mucho, de cualquier modo. Fue una gran pelea. Sólo lamento haber tenido que luchar sin amigos, sin armadura, y en un sitio tan solitario que nadie sabrá cuánto honor agregó funem Laksfalk al apellido de su estirpe. Aunque sólo fuera ante un puñado de salvajes desnudos y aullantes.
— Se sabrá — dijo Wolff —. Algún día he de contarlo.
No intentó pronunciar falsas palabras de consuelo. Tanto el Yiddish como él sabían que la muerte estaba llegando, olfateando ansiosa el final del sendero.
—¿Sabéis qué ha sido de Kickaha? — preguntó.
—¡Ah, ese embustero! Una noche se deshizo de sus cadenas. Trató de cortar también las mías, pero no pudo. Se marchó con la promesa de volver para liberarme. Y lo hará, pero ha de llegar muy tarde.
Wolff miró hacia el pie de la colina. Criseya iba subiendo hacia él, con varias flechas que había recobrado de entre los cadáveres. Los negros se habían reagrupado en el valle y hablaban animadamente entre ellos. Otros se les unieron desde la selva. Con los nuevos, el número se elevaba a cuarenta. Éstos respondían a las órdenes de un hombre adornado con plumas, que llevaba una horrible máscara de madera; saltaba constantemente, y parecía arengar a los suyos.
El Yiddish preguntó qué ocurría, y Wolff se lo dijo. Para escuchar su respuesta fue necesario acercarle el oído a la boca.
— Mi sueño más preciado, barón Wolff, era luchar algún día a vuestro lado. Ah, qué noble pareja de caballeros habríamos formado, con nuestras armaduras, blandiendo nuestras… S'iz kalt.
Los labios enmudecieron y quedaron lívidos. Wolff se levantó para volver a mirar hacia abajo. Los salvajes empezaban a subir, abriéndose en abanico para cerrar cualquier huida. Optó por amontonar los cadáveres, a fin de formar un parapeto. Su única esperanza era no dejar paso sino para uno o dos hombres a la vez. Quizá se descorazonaran si perdían unos cuantos hombres. No parecía probable; aquellos salvajes daban muestras de una notable persistencia, a pesar de las cuantiosas pérdidas sufridas. Además, siempre les quedaba el recurso de retroceder y esperar a que Wolff y Criseya salieran del refugio, impulsados por la sed y el hambre.
Los salvajes se detuvieron a mitad de camino, y aguardaron que quienes habían rodeado la montaña establecieran sus posiciones. Por último, ante un grito del hombre de la máscara, treparon a toda prisa. Los dos defensores no se movieron hasta que las espadas, arrojadas desde lejos, comenzaron a golpear los costados rocosos y a clavarse en la barricada de cadáveres. Wolff disparó dos flechas; Criseya, tres. Ninguna falló.
Wolff soltó su última flecha. El proyectil fue a golpear contra la máscara del jefe, quien cayó rodando por la montaña. Un momento después lo vieron arrojar la máscara e incorporarse, con el rostro ensangrentado, para dirigir la segunda carga.
Un alarido misterioso brotó de la selva. Los salvajes se detuvieron en seco y se volvieron a mirar el verdor que rodeaba la colina. Una vez más, el grito ululante se elevó de entre los árboles.
De pronto, un hombre de cabellos cobrizos, vestido sólo con un taparrabos de leopardo, salió de la selva a la carrera. Llevaba una espada en una mano y un largo cuchillo en la otra y un lazo enrollado al hombro; del otro pendían un arco y una aljaba. Detrás de él apareció un grupo de antropoides de brazos largos y pecho ancho, robustos, salientes los colmillos.