Ante aquella aparición, los salvajes soltaron un grito y, trataron de bajar por el otro lado de la colina. Se vieron frente a un nuevo grupo de antropoides, y las dos columnas se cerraron sobre ellos como velludas mandíbulas.
La lucha fue breve. Algunos monos cayeron con el vientre atravesado por las espadas, pero casi todos los negros soltaron las armas y trataron de escapar; otros se acurrucaron, paralizados y temblando. Sólo doce lograron escapar.
Wolff, aliviado, sonrió, dirigiéndose al hombre de la piel de leopardo.
—¿Cómo te llamas en este nivel? — le preguntó. Kickaha respondió, con otra sonrisa:
— Trata de adivinarlo. Tienes una oportunidad. Su sonrisa se borró al ver al barón.
Maldición! Me llevó demasiado tiempo reunir a los monos y encontraros. Era una buena persona, este Yiddish; me gustaba su forma de ser. ¡Maldición! De cualquier modo, le prometí que, en caso de que muriera, llevaría sus restos al castillo ancestral, y mantendré mi promesa. Pero no en este momento. Tenemos ciertos asuntos que atender.
Y llamó a algunos de los antropoides para presentárselos.
— Como verás — dijo a Wolff —, se parecen más a tu amigo Ipsewas que a los verdaderos monos. Las piernas son más largas y los brazos más cortos. Al igual que Ipsewas, y a diferencia de los grandes monos que describía mi autor favorito de la infancia, tienen cerebros humanos. Odian al Señor por lo que les ha hecho. No sólo quieren venganza, sino también una oportunidad de recuperar sus cuerpos de hombre.
Recién entonces, Wolff recordó a Abiru, pero no pudieron encontrarlo. Por lo visto se había marchado cuando Wolff fue en ayuda de Laksfalk.
Esa noche, en torno al fuego donde se asaba un venado, Wolff y Criseya supieron del cataclismo que asolaba Atíantis. Todo había comenzado con el nuevo templo que el Rhadamanthus de Atíantis queria construir. El propósito visible de la torre era testimoniar la gloria del Señor. Debía alcanzar mayor aktura que ningún otro edificio del planeta, y el Rhadamanthus reclutó a todos sus siervos para erigir el templo. Agregó piso sobre piso hasta que pareció querer alcanzar el cielo.
Los hombres se preguntaban cuándo terminaría aquel trabajo. Todos eran esclavos, con un solo propósito por delante: construir. Pero nadie se atrevía a hablar abier tamente, pues los soldados del Rhadamanthus mataban a quien presentaba objeciones o a los que no trabajaban. Pronto comprendieron que el Rhadamanthus abrigaba otras ideas en su mente transtornada: pretendía construir un medio para asaltar los mismos cielos, el palacio del Señor.
—¿Un edificio de nueve mil metros? — preguntó Wolff.
— Sí. Naturalmente, no era posible con la tecnología de que disponían en Atlantis. Pero el Rhadamanthus estaba loco, y seguía adelante. Tal vez lo alentaba el hecho de que el Señor no hubiese aparecido durante tantos años, y daba por ciertos los rumores de que había desaparecido. Naturalmente, los cuervos le habrán dicho otra cosa, pero debe haber considerado que mentían para protegerse.
El meteoro que ahora destruía a Atlantis era una prueba de que el Señor tomaba venganza contra la audacia del Rhadamantus. Aquel Señor habría descubierto finalmente cómo operar los mecanismos secretos del palacio.
— El Señor que desapareció debió tomar sus precauciones, para que ningún ocupante manipulara sus poderes; pero éste ha aprendido al fin a desatar las tormentas.
Y así, huracanes gigantescos barrían la zona, seguidos por tornados y lluvias constantes. El Señor tenía intenciones de barrer toda la vida de ese nivel.
Antes de llegar al borde de la jungla se toparon con la marea de refugiados. Estos contaban historias de casas y grandes edificios desaparecidos, de personas arrebatadas por el viento, de inundaciones que iban dejando la tierra desprovista de árboles, de toda vida, que ya estaban barriendo hasta las colinas.
El grupo de Kickaha ya debía encorvarse para avanzar contra el viento. Las nubes se cerraron en torno a ellos; la lluvia los castigó, mientras los relámpagos estallaban por los cuatro lados.
Aun así, había períodos en los que cesaban la lluvia y los rayos. Las fuerzas liberadas por Arwoor se agotaban, y era necesario reponerlas. En esos momentos de relativa calma, el grupo avanzaba lentamente. Debían cruzar ríos crecidos, que arrastraban las ruinas de una civilización: casas, árboles, muebles, carruajes, cadáveres de hombres, mujeres y niños, de perros, caballos, pájaros y animales silvestres. Los bosques presentaban las raíces descubiertas y grandes quemazones causadas por los rayos. Cada valle estaba inundado; cada depresión había sido cubierta. Y un hedor insoportable lo invadía todo.
Al fin, las nubes empezaron a abrirse. El sol volvió a salir, pero iluminó una tierra sumida en el silencio y en la muerte. Sólo se oía el bramar de las aguas y el grito de algún pájaro que había logrado sobrevivir. A veces, el aullido de algún hombre enloquecido les erizaba la piel. Pero esto ocurría pocas veces.
Las últimas nubes se alejaron, y el monolito blanco de Idaquizzoorhruz brilló ante ellos, a quinientos kilometros de distancia, en la llanura carente de horizontes. La ciudad de Atlantis (o lo que quedara de ella), estaba a trescientos kilómetros. Demoraron veinte días en llegar a los suburbios, debido a las inundaciones y a los escombros.
—¿Crees que el Señor puede vernos? — preguntó Wolff.
— Supongo que sí, con alguna especie de telescopio. Pero me alegra que lo hayas preguntado, porque será mejor que empecemos a viajar de noche. Aún así, aquéllos nos verán.
Y señaló un cuervo que pasaba volando.
Al pasar por las ruinas de la ciudad capital descubrieron el zoológico de Rhadamanthus. Aún quedaban varias fuertes jaulas en pie, y en una de ellas había un águila. El sucio piso estaba cubierto de huesos, plumas y picos. Las águilas enjauladas habían escapado a la muerte por inanición comiéndose unas a otras. Quedaba una sola sobreviviente, flaca, debilitada y miserable en la percha más alta.
Wolff abrió la jaula, y Kickaha se aproximó para hablar con el águila, que se llamaba Armonide. Al principio, la enorme ave sólo pensó en atacarlos, a pesar de lo débil que estaba. Wolff le arrojó varios pedazos de carne, y ambos continuaron con la narración. Armo nide los trató de mentirosos; dijo que perseguían, seguramente, algún fin humano, es decir, malvado. Wolff le hizo ver que ellos no tenían por qué liberarla y terminó con su historia; recién entonces el ave comenzó a creerle. Al oír que Wolff tenía un plan para vengarse del Señor, la opacidad de sus ojos dio paso a un brillo agudo. La idea de atacar al Señor, y quizá de lograr el éxito, era mejor que el alimento mismo. Permaneció junto a los hombres durante tres días, que empleó en comer, en fortalecerse y en memorizar exactamente lo que diría a Podarga.
— Aún has de presenciar la muerte del Señor — le dijo Wolff —, y tendrás un hermoso y juvenil cuerpo de doncella. Pero sólo si Podarga obra como le pedimos.
Armonide se lanzó en picada desde un precipicio, batió las alas desplegadas y empezó a ascender. Por último, las plumas verdes de su cuerpo se confundieron con el verde del cielo, la cabeza roja se convirtió en un punto negro, y desapareció.
Wolff y su grupo permanecieron ocultos entre los árboles caídos hasta la noche. Para ese entonces, por algún proceso sutil y misterioso, Wolff había pasado a ser el jefe nominal. Antes era Kickaha quien llevaba las riendas, con la aprobación de todos. Pero algo hizo que el poder de las decisiones pasara a manos de Wolff, sin que nadie supiera por qué, pues Kickaha seguía siendo tan arriesgado y vigoroso como siempre. Esa transmisión de mando no se debió a ningún esfuerzo excepcional de Wolff. Fue como si Kickaha hubiese estado esperando a que su amigo aprendiese cuanto él podía enseñarle para entregarle la batuta.