Caminaban solamente durante las horas de la noche, y en ese período veían muy pocos cuervos. Parecía no haber mayor necesidad de ellos en esa zona, pues estaba bajo la vigilancia directa del Señor. Además, ¿quién podía atreverse a incursionar allí, después de tales muestras de cólera?
Al llegar a las grandes ruinas de la torre erigida por Rhadamanthus, se refugiaron entre los restos. Había allí una buena cantidad de metal, necesario para llevar a cabo los planes de Wolff. Los únicos problemas consistían en conseguir suficiente cantidad de comida y en disimular el ruido de martillos y sierras y el resplandor de sus pequeñas fraguas. Solucionaron el primer punto al descubrir un depósito de cereales y carne seca. La mayor parte de la mercadería había sido destruida por el fuego y el agua, pero quedaba bastante como para alimentar al grupo durante varias semanas. En cuanto al segundo problema, resolvieron trabajar en las cámaras subterráneas. Tardaron varios días en despejar los túneles, pero eso no afligió a Wolff: de cualquier modo, Armonide demoraría algún tiempo en llevar el mensaje a Podarga; eso, si lograba llegar con él, pues podían ocurrirle muchos percances en el camino, especialmente el ser atacada por los cuervos.
—¿Qué pasará si ella no llega a Podarga? — preguntó Criseya.
— Tendremos que estudiar otro plan — replicó Wolff, acariciando el cuerno y presionando los siete botones —. Kickaha conoce la entrada por la cuál abandonó el palacio. Podríamos utilizarla, pero sería tonto. El Señor actual no será tan estúpido como para no tener allí una fuerte guardia.
Pasaron tres semanas. Las reservas de comida comenzaron a escasear sensiblemente, y fue necesario enviar a un grupo de cazadores para conseguir más. Esto era peligroso aun durante la noche, pues no había forma de saber si había algún cuervo por los alrededores. Más aún, Wolff pensaba que el Señor podía tener también artefactos para ver de noche con tanta claridad como durante el día.
Al concluir la cuarta semana, Wolff dejó de contar con la ayuda de Podarga. o Armonide no había llegado a destino, o Podarga se había negado a colaborar.
Esa misma noche, mientras contemplaba la luna, sentado bajo un inmenso palio de acero curvado, Wolff oyó un susurro de alas. Miró hacía la oscuridad. De pronto, la luna iluminó algo negro y ambarino: Podarga estaba ante él. La seguían muchas formas aladas, y los rayos de luna se reflejaban sobre los picos amarillos y ojos brillantes rojizos.
Wolff las condujo a través de los túneles, hasta una gran cámara. Junto a las pequeñas hogueras volvió a contemplar la trágica belleza de la arpía. Pero ahora se la veía casi feliz ante la perspectiva de poder vengarse. La bandada había llevado alimentos, y, mientras comían, Wolff le explicó sus planes. Mientras discutían los detalles, uno de los monos, que estaba de guardia, trajo a un hombre que había sorprendido acechando entre las ruinas. Era Abiru, el khamshem.
— Para ti, esto es mala suerte; para mí, algo muy triste — dijo Wolff —. No puedo dejarte atado aquí. Si escapas y te comunicas con un cuervo, el Señor estará sobre aviso. Debo matarte, a menos de que logres disuadirme.
Abiru miró a su alrededor, y no vio sino la muerte.
— Está bien — dijo —. No quería hablar, y no lo haré delante de todos, si puedo evitarlo. Créeme, debo hablar contigo a solas, tanto por tu vida como por la mía.
— No hay nada que no puedas decir frente a todos nosotros — replicó Wolff —. Habla.
Pero Kickaha, acercando los labios al oído de Wolff, susurró:
— Será mejor que hagas lo que él propone.
Wolff quedó atónito. Volvieron a asaltarlo las viejas dudas con respecto a la identidad de Kickaha. Ambas solicitudes eran tan extrañas, tan inesperadas, que por un momento se sintió desconcertado. Parecía flotar muy lejos de todos ellos.
— Si nadie se opone, lo escucharé a solas — dijo.
Podarga frunció el ceño y abrió la boca, pero Kickaha la interrumpió:
— Gran Señora, éste es el momento de confiar. Debes creer en nosotros y tenernos confianza. ¿O prefieres perder tu única oportunidad de venganza y de recuperar tu cuerpo humano? Es necesario que nos sigas en todo. Si interfieres, todo se habrá perdido.
— No sé a qué viene todo esto — respondió Podarga —, y presiento que se me está traicionando. Pero haré como tú dices, Kickaha, porque te conozco y sé que eres un amargo enemigo del Señor. Pero no pongáis demasiado a prueba mi paciencia.
Entonces, Kickaha confió a Wolff algo aún más extraño:
— Ahora reconozco a Abiru. Me engañaron la barba y el color dé la piel. Además, hacía veinte años que no escuchaba su voz.
El corazón de Wolff latió más de prisa, con una aprensión indefinida. Tomó su cimitarra y condujo a Abiru, que tenía las manos atadas a la espalda, hasta un cuarto pequeño. Y allí escuchó lo que el khamshem debía decirle.
Capítulo 16
EL ASALTO
Una hora más tarde se reunió con los otros. Parecía aturdido.
— Abiru vendrá con nuestro grupo. Puede sernos de mucha utilidad. Necesitamos muchas manos y cerebros.
—¿Quieres explicarme eso? — dijo Podarga, con los ojos entornados, recobrando su expresión de locura.
— No, no quiero y no puedo — replicó él —. Pero estoy más seguro que nunca de que ésta es nuestra gran oportunidad. Bien, Podarga, ¿cómo están tus águilas? Si el viaje las ha cansado, será mejor esperar hasta mañana a la noche, así podrán descansar.
Podarga respondió que estaban dispuestas para la tarea que tenían por delante; no deseaba soportar más demoras.
Wolff dio entonces sus órdenes; Kickaha las transmitió a los monos, quienes sólo respondían a su mando, y estos llevaron fuera las grandes barras en cruz y las sogas. Los demás los siguieron.
A la brillante luz de la luna, levantaron aquellos travesaños delgados, pero resistentes. Tanto los humanos como los cincuenta monos se ubicaron después en las plataformas de red que colgaban de los travesaños y se aseguraron con correas. En las cuatro puntas de cada cruz había fuertes sogas, y otra en el centro. Cada una de las águilas agarró una de esas sogas. Wolff dio la señal.
Aunque no habían tenido oportunidad de entrenarse, las aves saltaron simultáneamente hacia el cielo, batieron las alas y empezaron a elevarse. Se había dado a las cuerdas una longitud de quince metros, para que las águilas pudieran ganar altura antes de levantar el peso de la cruz y del hombre sujeto a ella.
Wolff sintió un súbito tirón, y extendió sus piernas para ayudar al impulso. La cruz se inclinó hacia un lado, lanzándolo contra uno de los travesaños. Podarga, que volaba al frente, dio una orden. Las águilas soltaron o recogieron las sogas, y en pocos segundos restablecieron el equilibrio.
Aquel plan no habría sido practicable en la Tierra, donde un águila de tal tamaño no habría podido alzar el vuelo sin lanzarse desde un precipicio. Aun así, su vuelo habría sido muy lento, tal vez demasiado lento como para evitar la caída. Sin embargo, el Señor había dado a las águilas unos músculos cuyo vigor igualaba su tamaño.
Se elevaron más y más. Los costados pálidos del monolito, a un kilómetro y medio de allí, centelleaban bajo la luz de la luna. Wolff, aferrado a las correas de su red, miró hacia los otros. Criseya y Kickaha le respondieron agitando la mano. Abiru permanecía inmóvil.
Las ruinas de la torre de Rhadamanthus fueron haciéndose más y más pequeñas, sin que apareciera ningún cuervo para descubrirlos. Las águilas que no cargaban las cruces volaban en un amplio radio para evitar cualquier sorpresa. Aquel ejército llenaba el espacio. El rumor de sus alas era poderoso, y Wolff temió que se oyera a muchas millas de distancia.