Giró sobre sí mismo varias veces, hasta estrellarse contra el suelo, cuatro pisos más abajo. Por un momento permaneció inmóvil, como si se hubiese roto, pero enseguida empezó a levantarse. Wolff llamó a algunas águilas que estaban posadas sobre un arbotante; éstas se lanzaron en picada y tomaron al tálos por los brazos. Trataron de elevarse, pero el robot era demasiado pesado. De cualquier modo, lograron llevarlo suspendido a pocos centímetros del suelo. Pasaron volando por entre los arbotantes y las columnas de curiosas tallas. Iban hacia el borde del monolito, desde donde arrojarían al tálos. Ni siquiera una armadura como aquélla podría resistir una caída de nueve mil metros.
Dondequiera que estuviese escondido el Señor, debió ver el fin de aquel tálos. Un panel retrocedió en cierta pared, y veinte taloses salieron de ella, cada uno con un hacha en la mano. Wolff volvió a hablar con los simios, y éstos volvieron a arrojar sus hachas, derribando a varios de los robots. Los antropoides se lanzaron hacia ellos y se reunieron en pequeños grupos para levantarlos. Aunque la fuerza mecánica de cada androide era mayor que la de los simios, tomados individualmente, éstos podían someterlos si actuaban en parejas. Uno de ellos luchaba con el tálos mientras el otro le retorcía la cabeza; se oía un crujido metálico, y el mecanismo del cuello se rompía; la cabeza rodaba por el suelo, dejando escapar un líquido espeso. Otros taloses pasaron de mano en mano hasta la ventana, por donde fueron arrojados para que las águilas se encargaran de llevarlos hasta el precipicio.
Aun así, siete simios cayeron bajo las hachas o estrangulados a su vez. Los cerebros proteicos aprendían rápidamente, e imitaban los actos de sus enemigos, siempre que lograran ventaja de ello.
Un trecho más adelante, dos hojas de metal se deslizaron ante ellos, cortándoles todo avance y toda retirada posibles. Wolff había olvidado esa trampa, y sólo la recordó un segundo antes de que bajaran las láminas. Aunque descendían con mucha rapidez, tuvo tiempo de derribar un pedestal de mármol que sostenía una estatua. Uno de los extremos de la columna quedó bajo la lámina, evitando que se cerrara por completo. Sin embargo, la energía que impulsaba a aquella hoja era tan poderosa que el metal comenzó a perforar el mármol. Todo el grupo debió pasar a rastras por aquel espacio, cada vez más pequeño. Al mismo tiempo, toda aquella área quedó inundada por el agua; si no hubiera logrado demorar el cierre de la hoja por medio de la columna, todos habrían perecido ahogados.
Con el agua a los tobillos, prosiguieron por el salón y subieron un tramo de escaleras. Al llegar junto a una ventana, Wolff los detuvo y arrojó un hacha a través de ella. No hubo relámpago alguno; Wolff se asomó y llamó a Podarga y a sus águilas. Estas habían quedado bloqueadas por las hojas metálicas, y buscaban otro paso por el exterior.
— Estamos próximos al corazón del palacio; en ese cuarto debe estar el Señor — dijo Wolff —. Desde este punto en adelante, cada corredor esconde entre sus paredes varios proyectos de rayos láser. Esos rayos pueden formar una red a través de la cual es imposible pasar con vida.
Tras una pausa, agrego.
— El Señor podría quedarse allí eternamente. El combustible para esos proyectores es infinito, y tiene alimentos y bebida para resistir cualquier encerrona. Sin embargo, un viejo axioma militar sostiene que toda defensa, no importa lo formidable que sea, puede ser anulada si se encuentra el ataque correspondiente.
E inquirió, volviéndose hacia Kickaha:
— Cuando pasaste por la entrada al nivel de Atlantis, dejaste la medialuna tras de ti. ¿Recuerdas dónde fue?
—¡Sí! — respondió su compañero, con una sonrisa — La escondí tras una estatua, en un cuarto cercano a la piscina. Pero ¿y si la encontraron los gworl?
— Tendremos que pensar otra cosa. Veamos si es posible encontrarla.
—¿Qué es lo que se te ha ocurrido? — preguntó Kickaha, en voz baja.
Wolff explicó que Arwoor debía contar con una vía de escape desde el cuarto de control. Creía recordar que había en el suelo un círculo de medialunas y otras varias sueltas. Cada una de ellas, al ponerse en contacto con la medialuna inmóvil, podía abrir un portón hacia el universo con el cual la suelta estuviera en consonancia. Ninguna de ellas daba acceso a los otros niveles de ese mismo planeta; sólo el cuerno proporcionaba esos pasos.
— Claro — dijo Kickaha —. Pero ¿para qué nos servirá la medialuna, si la encontramos? Es necesario ponerla en contacto con otra, y ¿dónde está la otra? De cualquier modo, quien la use sólo podrá pasar a la Tierra.
Wolff señaló la bolsa de cuero que llevaba colgada a la espalda por una correa.
— Yo tengo el cuerno — dijo.
Empezaron a bajar por un corredor. Podarga los siguió a grandes pasos.
—¿Qué estáis planeando? — preguntó, furiosa.
Wolff respondió que buscaban el medio de llegar al cuarto de control, y le indicó permanecer en la retaguardia para solucionar cualquier emergencia. Ella se negó: puesto que estaban cerca del Señor, quería tenerlos a la vista. Por otra parte, si lograban llegar a él, tendrían que llevarla consigo. Y recordó a Wolff su promesa de que el Señor le pertenecía, para hacer con él según su voluntad. Él se encogió de hombros y continuó avanzando.
Lograron ubicar el cuarto donde estaba la estatua tras la cual Kickaha había ocultado la medialuna, pero estaba completamente devastado por la batalla entre los simios y los gworl. Los cadáveres yacían esparcidos por el suelo. Wolff se detuvo, sorprendido. No había visto un solo gworl desde que entraran al palacio, y había dado por sentado que no quedaba ninguno desde la batalla— contra los salvajes. Por lo visto, el Señor no los había enviado a todos tras Kickaha.
—¡La medialuna ha desaparecido! — gritó Kickaha.
— O la encontraron hace mucho tiempo — dijo Wolff —, o la encontraron ahora, al caer la estatua. Creo que sé quién se apoderó de ella. ¿Dónde está Abiru?
Nadie lo había visto desde el comienzo de la invasión. La arpía, encargada de custodiarlo, lo había perdido de vista.
Wolff corrió hacia los laboratorios, seguido por Kickaha y por Podarga, que llevaba las alas a medio desplegar. Llegó sin aliento tras la carrera de novecientos metros, y se detuvo en la puerta, jadeando.
— Quizá Vannax haya pasado ya al cuarto de control — dijo —. Pero si está todavía aquí, componiendo la medialuna, será mejor que entremos en silencio para tratar de sorprenderlo.
—¿Vannax? — inquirió Podarga.
Wolff lanzó una maldición para sus adentros. Tanto él como Kickaha deseaban mantener en secreto la identidad de Abiru hasta más adelante. Podarga odiaba tanto a la raza de los señores que lo habría matado de inmediato. Y Wolff quería vivo a Vannax, pues, a menos que los traicionara, podía serles de utilidad para invadir el palacio. Le había prometido que lo dejaría pasar a cualquier otro mundo para probar suerte allí, siempre que los ayudara contra Arwoor. Y Vannax le había explicado en qué forma logró regresar a aquel planeta.
Cuando Kickaha-Finnegan llegó allí por accidente, llevando consigo una de las medialunas, Vannax siguió buscando otra. Finalmente encontró una en Peoria, precisamente en el estado de Illinois. Jamás se sabría cómo había llegado hasta allí, ni qué Señor la había perdido en la Tierra. Sin duda, existirían otras medialunas perdidas en otros rincones del planeta. Sin embargo, la medialuna allí encontrada lo llevó a través de una entrada abierta hacia las tierras amerindias. Vannax escaló Thayaphayawoed hasta llegar a Khamshem, donde tuvo la suerte de capturar a Criseya, y a los gworl para apoderarse del cuerno. Desde allí había avanzado hacia el palacio, con la esperanza de entrar en él.