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— Dice el viejo refrán — murmuró Wolff — que no se puede confiar en los Señores.

—¿Qué dijiste? — preguntó Podarga — Y vuelvo a preguntar: ¿quién es Vannax?

Wolff notó con alivio que ella desconocía aquel nombre. Respondió entonces que Abiru había tomado algunas veces ese seudónimo. Por no contestar a otras preguntas, y consciente de que cada segundo era de vital importancia, entró al laboratorio.

Era una habitación lo bastante amplia y alta como para albergar a diez aviones. Con todo, había en ella tantos gabinetes y consolas, tantos aparatos de distinta especie, que parecía atestada. Cien metros más allá, Vannax inclinado sobre una consola, trabajaba con botones y manivelas.

Los tres avanzaron en silencio hacia él. Pronto estuvieron lo bastante cerca como para ver que las dos medialunas estaban sujetas a la consola. En una pantalla, por sobre la cabeza de Vannax, se veía la fantasmal imagen de una tercera medialuna, cruzada por ondas luminosas.

De pronto, apareció otra junto a la de la pantalla. Vannax soltó un ¡ah! de satisfacción y siguió manipulando los diales hasta lograr que se confundieran en una sola.

Wolff comprendió que la máquina emitía una onda de frecuencia, y que Vannax la hacía coincidir con la onda de la medialuna ubicada en el cuarto de control. Enseguida operaría con las dos medialunas sujetas a la consola, sometiéndolas a un tratamiento que cambiara su resonancia, para hacerlas coincidir con la del cuarto de control. Wolff se preguntó dónde habría obtenido aquellos dos dispositivos; enseguida comprendió que una de ellas debió acompañarlo en el paso entre la Tierra y la llanura amerindia. De algún modo se había ingeniado para recobrarla antes de su fuga. Debió esconderla entre las ruinas antes de que los simios lo capturaran.

Vannax levantó la vista y descubrió a sus tres enemigos. Echó una mirada a la pantalla y soltó las dos medialunas que estaban sujetas a la consola. Mientras Wolff y sus compañeros se lanzaban hacia él, colocó una de las medialunas en el piso, y agregó la otra. Con una carcajada y un ademán obsceno, exhibió la daga que tenía en la mano y dio un paso dentro del círculo.

Wolff lanzó un grito de desesperación, pues estaban demasiado lejos como para detenerlo. Enseguida se detuvo, llevándose una mano a los ojos, pero no alcanzó a evitarles aquel relámpago cegador. Oyó los gritos de Kickaha y de Podarga, también ciegos. Oyó el alarido de Vannax y percibió el olor de la carne quemada.

Avanzó a ciegas, hasta que sus pies tropezaron con el cuerpo caliente.

—¿Qué diablos ha pasado? — preguntó Kickaha — ¡Dios, espero que no quedemos ciegos para siempre!

Wolff explicó:

— Vannax creyó que podría deslizarse en el cuarto de control por la entrada de Arwoor. Pero éste había dispuesto una trampa. Pudo haberse contentado con destrozar el ajustador, pero le pareció más divertido matar a quien hiciera el intento.

Y se dispuso a esperar. Cada segundo que pasaba era valiosísimo, y debían tener paciencia con su ceguera. No podían hacer nada más que dejar que el tiempo hiciera su trabajo, pues no podían hacer otra cosa. Al fin, después de un lapso que pareció muy largo, comenzaron a recobrar la vista.

Vannax yacía de espaldas, carbonizado, irreconocible. Las dos medialunas seguían en el piso, intactas. Un momento después, Wolff las separó con una palanca que tomó de la consola.

— Era un traidor — dijo a Kickaha, en un susurro —. Pero nos hizo un gran servicio. Yo quería emplear la misma treta, pero iba a usar el cuerno para avivar la medialuna que tú escondiste, después de cambiar su resonancia.

Los dos fingieron inspeccionar las consolas en busca de nuevas trampas, a fin de alejarse de Podarga para hablar sin que ella los oyera.

— Me veré obligado a hacer lo que no quería — dijo Wolff —. Si queremos lograr que Arwoor salga del cuarto de control o apresarlo antes de que use sus medialunas para escapar, tendremos que usar el cuerno.

— No comprendo.

— Cuando se construyó el palacio, hice poner una sustancia térmica en la cobertura plástica del cuarto de control. Sólo puede ser activada mediante una cierta combinación de notas del cuerno, con el agregado de otro pequeño truco. Pero no quiero activarlo, porque se perdería también el cuarto de control, y el palacio carecería de defensas contra los otros Señores.

— Será mejor que lo hagas — dijo Kickaha —. Pero además, ¿cómo podrás impedir que Arwoor huya por medio de las medialunas?

Wolff, sonriendo, señaló la consola:

— Arwoor habría hecho mejor destruyendo aquello, en vez de hacer funcionar su imaginación de sádico. Como todas las armas, eso tiene dos filos.

Activó los controles. En la pantalla volvió a aparecer la imagen de la medialuna, cruzada por líneas luminosas. Wolff se dirigió a otra consola, donde abrió una puertecita; detrás había un panel de control, pero sin indicaciones. Oprimió dos teclas y un botón, y la pantalla quedó en blanco.

— He cambiado la resonancia de la medialuna — dijo —. Cuando intente utilizarla con cualquiera de las otras se llevará una terrible sorpresa. Pero no como la de Vannax. Descubrirá tan sólo que no tiene por dónde escapar.

— Vosotros, los Señores, sois un grupo de gente dura, ingeniosa y traicionera. Pero me gusta vuestro estilo, de cualquier modo.

Kickaha se marchó. Un momento después lo oyeron gritar en el corredor. Podarga hizo ademán de ir en su busca, pero se volvió para echar sobre Wolff una mirada suspicaz. Éste echó a correr, y la arpía, satisfecha, tomó la delantera.

Ante eso, Wolff se detuvo y extrajo el cuerno. Introdujo un dedo en la única abertura que presentaba la tela de araña del interior y la sacó de un tirón. Después de invertirla, volvió a colocarla en el cuerno, con la parte frontal hacia dentro. Finalmente volvió a colocar el cuerno en su funda y corrió tras Podarga.

La encontró junto a Kickaha; éste explicó que había creído ver un gworl, pero se trataba de un águila. Wolff dijo entonces que era mejor reunirse con los otros, sin explicar la verdad: el cuerno debía estar a cierta distancia del cuarto de control. Cuando llegaron nuevamente a la sala, Wolff abrió la funda. Kickaha se ubicó detrás de Podarga, listo para desmayarla de un golpe en caso de que causara problemas. Poco podrían hacer con las águilas, en cambio, aparte de lanzar los simios contra ellas.

Al ver el cuerno, Podarga lanzó una pequeña exclamación, pero no dio señales de hostilidad. Wolff se llevó el cuerno a los labios, tratando de recordar la combinación debida. Desde su charla con Vannax había recobrado gran parte de sus recuerdos; pero aún quedaban muchas cosas en tinieblas.

En el momento en que sus labios rozaron el cuerno, una voz se elevó en un rugido. Parecía provenir del techo, de las paredes y el piso, de todos lados. Habló en el idioma de los Señores, cosa que Wolff agradeció interiormente, puesto que Podarga no podría comprender.

—¡Jadawin! ¡No te reconocí hasta verte con el cuerno! Me resultabas conocido; debí descubrirte mucho antes. ¡Pero ha pasado tanto tiempo! ¿Cuánto?

— Siglos, o milenios, según la medida que utilicemos. Y ahora volvemos a enfrentarnos, mi viejo enemigo. Sin embargo, esta vez no tienes salida. Morirás, como Vannax.

—¿De qué modo? — rugió la voz de Arwoor.

— Tu fortaleza parece inexpugnable, pero derretiré sus paredes. Si te quedas allí, morirás quemado; si sales, morirás en otra forma. No creo que escojas quedarte.

De pronto lo asaltó una sensación de injusticia. Si Podarga mataba a Arwoor, no se habría vengado del hombre que la había reducido a su estado actual. Importaba poco que Arwoor fuera capaz de cosas semejantes o peores.