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Por otra parte, tampoco podía culpárselo a él, Wolff. Ya no era el mismo Señor Jadawin que había construido ese universo, el que se mostrara tan sucio con sus propias criaturas, el que raptara a tantos terráqueos. El ataque de amnesia había sido total, hasta el punto de borrar a Jadawin, dejando una página en blanco. De esa página había surgido un hombre nuevo, Wolff, incapaz de actuar como Jadawin o como los otros Señores.

Todavía era Wolff, con una sola diferencia: ahora sabía lo que había sido y el recuerdo lo llenaba de asco y arrepentimiento; se sentía ansioso por reparar en lo posible todas sus culpas. ¿Y era ésa la forma de empezar? ¿Permitiendo que Arwoor muriera por un crimen que no había cometido?

—¡Jadawin! — bramó Arwoor — ¡Tal vez creas que has ganado esta partida, pero he vuelto a burlarte! Todavía me queda una carta para echar sobre la mesa, y su valor es mucho mayor que el de tu cuerno.

—¿Cuál es? — preguntó Wolff, con el horrible presentimiento de que Arwoor no mentía.

— He instalado aquí una de las bombas que traje conmigo, cuando me expulsaron de Chifanir. Está bajo este palacio. Cuando yo lo desee, estallará, y hará volar toda la parte superior del monolito. Yo he de morir también, por cierto, pero me llevaré la vida de mi viejo enemigo. Y también morirán tu mujer y tus amigos. ¡Piensa en ellos!

Wolff, atormentado, pensó en ellos.

—¿Cuáles son tus condiciones? — preguntó —. Sé que no quieres morir. Eres tan miserable que deberías preferirlo, pero llevas diez mil años aferrado a tu vida inútil.

—¡Basta de insultos! ¿Aceptas o no? Tengo el dedo a un centímetro del botón.

Y Arwoor continuó, con una risita sofocada:

— Aunque estuviera bromeando (y no es así), no puedes correr el riesgo.

Wolff se volvió hacia sus compañeros, que habían escuchado sin comprender, aunque conscientes de que estaba ocurriendo algo drástico. Les explicó lo que pudo, omitiendo su propia conexión con los Señores.

Podarga, con el rostro transformado en la imagen misma de la frustración y la locura, ordenó:

— Pregúntale cuáles son sus condiciones. Pero cuando esto termine, tendrás que explicarme muchas cosas, oh Wolff.

Arwoor replicó:

— Debes darme el cuerno de plata, la obra genial y preciosa del maestro, Ilmarvvolkin. Lo utilizaré para abrir la entrada de la piscina, y pasaré a Atlantis. Eso es todo lo que quiero, con excepción de vuestra promesa de que nadie me seguirá mientras la entrada no se haya cerrado.

Wolff lo pensó durante unos segundos. Después dijo:

— Muy bien. Puedes salir. Juro por mi honor como Wolff, y por la Mano de Detiuw que te daré el cuerno y que no enviaré a nadie en tu persecución mientras la entrada no se haya cerrado.

— Ya salgo — respondió Arwoor, riendo.

Wolff esperó a que la puerta del salón se abriera. En ese momento, Arwoor no podía oírlo.

— Arwoor cree tenernos en sus manos — dijo a Podarga —, y bien puede sentirse confiado. Saldrá a través de la entrada, y aparecerá a sesenta kilómetros de aquí, cerca de Ikwekwa, un suburbio de la ciudad de Atlantis. Pero aún estaría a tu merced, si no tuviera otro punto de resonancia a quince kilómetros de allí. Ese punto se abrirá al sonido del cuerno, y le dará entrada a otro universo. Te indicaré dónde está una vez que Arwoor haya pasado a través de la piscina.

Arwoor avanzaba, confiado. Era un hombre alto, buen mozo, de anchas espaldas, pelo rubio y ojos azules. Tomó el cuerno que le tendía Wolff, se inclinó irónicamente y salió del salón. Podarga lo miró con una furia incontenible, y Wolff temió que se lanzara sobre él. Pero le había dicho que había de mantener sus dos promesas: la que le hiciera a ella y la que acababa de hacer a Arwoor.

El Señor pasó junto a las filas enemigas, silenciosas y amenazantes, como si no fueran más que un montón de estatuas de piedra. Wolff, sin esperar a que entrara en la piscina, se dirigió de inmediato al cuarto de control. Un rápido examen le demostró que Arwoor había dejado instalado un pequeño artefacto para hacer estallar la bomba. Sin duda habría calculado un período más que suficiente para ponerse a salvo. De cualquier modo, Wolff sudó profusamente hasta que hubo retirado el artefacto. En ese momento entró Kickaha, que había estado observando a Arwoor.

— Se marchó, sí — dijo —. Pero no fue tan fácil como él creía. La salida estaba inundada por el agua que él mismo soltó para ahogarnos. Tuvo que echarse al agua y nadar hacia ella. Todavía estaba nadando cuando la entrada se cerró.

Wolff llevó a Podarga hasta un enorme cuarto de mapas y le indicó la ciudad junto a la cual estaba la entrada. Enseguida le proyectó una imagen de la puerta, en primer plano. Podarga estudió durante un minuto el mapa y la pantalla. Después dio una orden a sus águilas y se marchó, seguida por ellas. Llevaba en los ojos un brillo de muerte que asustó a los propios simios.

Arwoor estaba a sesenta kilómetros del monolito, pero debía andar quince más. Y Podarga, en compañía de sus mascotas, se lanzaba ya desde un punto, a nueve mil metros de altura. Dado el ángulo que llevaban y la altura del monolito, podrían alcanzar gran velocidad. La carrera seria reñida.

Wolff tuvo tiempo de pensar mucho en tanto esperaba frente a la pantalla. A su debido tiempo explicaría a Criseya quién era él, y cómo había llegado a convertirse en Wolff.

Había ido a otro universo para visitar a uno de sus pocos amigos entre los Señores. Los Vaernirn se sentían solitarios, a pesar de sus grandes poderes, y deseaban alternar de vez en cuando con sus pares. Al regresar a su universo, cayó en una trampa tendida por Vannax, un Señor desposeído. Jadawin huyó hacia el universo terráqueo, pero logró llevar al sorprendido Vannax consigo. Tras una lucha salvaje en la ladera de una colina, Vannax logró escapar con una de las medialunas. Qué pasó con la otra, Wolff no lo sabía. Pero su enemigo no se la había llevado, de eso estaba seguro.

Entonces sobrevino la amnesia, y Jadawin perdió todos sus recuerdos. Mentalmente se convirtió en un bebé, en una tabula rasa. Luego lo encontraron los Wolff, y comenzó su educación en la Tierra.

Wolff no sabía el porqué de la amnesia. Tal vez la causara algún golpe en la cabeza durante la lucha con Vannax, o el terror de verse extraviado e indefenso en un planeta extraño. Los Señores llevaban tanto tiempo dependiendo de la ciencia heredada que, una vez desprovistos de ella, eran menos que un hombre.

La pérdida de su memoria pudo deberse también a la prolongada lucha con su conciencia. Años antes de encontrarse, de grado o por fuerza, en aquel mundo extraño, había comenzado a sentirse insatisfecho consigo, disgustado con su forma de obrar, entristecido por su soledad. Nadie era más poderoso que un Señor, pero nadie padecía más la soledad o la sensación de que cada minuto podía ser el último. Otros Señores conspiraban contra él, y era imposible bajar la guardia.

Cualquiera fuera la causa, se había convertido en Wolff. Pero, tal como lo señalaba Kickaha, había cierta afinidad entre él, el cuerno y los puntos de resonancia. No había sido por mera casualidad que estuviera en el sótano de aquella casa de Arizona en el momento en que Kickaha hizo sonar el cuerno. Kickaha sospechó desde el primer instante que Wolff era un Señor desposeído y privado de la memoria.

Ahora, Wolff comprendía por qué pudo aprender todos los idiomas de ese mundo con tan extraordinaria rapidez. Sólo necesitaba recordarlos. Y la atracción poderosa e inmediata de Criseya tenía una explicación similar: ella había sido su favorita entre todas las mujeres de sus dominios, hasta inspirarle la idea de llevarla a su palacio para hacerla su Señora.