No pudo contener su curiosidad. Tras ocultar el cuerno entre la hojarasca, se arrastró por el borde de la selva; cuando estuvo frente a la pareja se detuvo a observarla. Si pertenecían a la especie de las sirenas, no eran, por cierto, semí—peces. Las aletas caudales estaban colocadas en un plano horizontal, a diferencia de la de los peces. Y la cola no parecía estar cubierta por escamas.
Todo el cuerpo híbrido estaba cubierto por suave piel dorada.
Tosió, y ellos levantaron la vista. El macho gritó, la hembra soltó un alarido. De inmediato se irguieron sobre la punta de la cola y avanzaron hacia las olas, con movimientos tan veloces que Wolff no pudo distinguirlos sino como un borrón. La luna iluminó una cabeza oscura que asomaba un instante entre las olas, y una aleta erguida por sobre las aguas.
La marea rodaba, estrellándose contra las arenas blancas. La luna era enorme y verde. Una brisa marina le acarició el rostro sudoroso y siguió rumbo a la selva. Algunos gritos misteriosos se entretejieron a sus espaldas, en la oscuridad, mientras el ruido de la juerga humana subía desde la playa.
Permaneció largo rato enredado en sus pensamientos. Había notado algo familiar en el habla de las sirenas, y también en los balbuceos del cebrila (acababa de acuñar el término adecuado para denominar al gorila) y su compañera. Aunque no identificara una sola palabra, los sonidos y la entonación le recordaban vagamente algo. ¿Qué? Por cierto, nunca hasta entonces había oído aquel idioma. Tal vez era parecido a alguno de los lenguajes terrestres, y él lo habría escuchado en una grabación o en una película.
Una mano se cerró sobre su hombro; lo levantó en el aire y lo hizo girar. Se encontró frente al hocico gótico de un cebrila, que lo miraba con ojos cavernosos y le soltaba su aliento a alcohol. La bestia dijo algo; la mujer salió de entre los arbustos y se le aproximó lentamente. En cualquier otra oportunidad, Wolff habría quedado sin aliento ante su cuerpo magnifico y su hermoso rostro. Por desgracia, era otra cosa la que ahora dificultaba su respiración. El gigantesco simio podía arrojarlo al océano con la misma facilidad y rapidez empleada por las sirenas al zambullirse. Y su enorme mano podía cerrarse sobre él, estrujándole la carne, quebrándole los huesos.
La mujer dijo algunas palabras; el cebrila respondió. Y entonces Wolff logró comprender algunos vocablos. Aquel idioma se aproximaba al griego pre-homérico, al micénico.
Pudo haberles hablado inmediatamente, para asegurarles que era inofensivo y que no llevaba malas intenciones, pero no lo hizo. Por otra parte, estaba demasiado atónito para pensar con claridad; además, conocía muy poco el griego de ese periodo, aunque se pareciera al eólico jónico del bardo ciego.
Al fin logró balbucear unas pocas frases inapropiadas; de cualquier modo, no le importaba tanto el sentido de lo que decía como hacerles comprender que no iba a hacerles daño. El cebrila gruñó al oírlo; dirigió algunas palabras a la muchacha y dejó a Wolff sobre la arena. Éste suspiró con alivio, aunque el dolor del hombro le arrancó una mueca. La mano enorme de aquel monstruo era realmente poderosa; si no se tenía en cuenta su tamaño y la abundancia del vello su forma era casi humana.
La mujer le tiró de la camisa, con expresión de leve disgusto. Wolff descubriría más tarde que le causaba repulsión, puesto que nunca hasta entonces había visto a un gordo. Más aún, las ropas la intrigaban. Siguió tirándole de la camisa, y él optó por quitársela antes de que lo hiciera el cebrila a pedido de ella. La mujer miró la prenda con curiosidad, la olió, dijo «¡Ugh!», e hizo nuevos gestos.
Habría preferido no comprender, pues no tenía el menor interés en obedecerle, pero decidió que era mejor hacerlo. No había razones para desencantaría, o, peor aún, disgustar al cebrila.
Se quitó las ropas y aguardó nuevas órdenes. La mujer rió con ganas; el cebrila, entre ladridos, se golpeó un muslo con su mano enorme; las palmadas sonaron como hachazos en un tronco. Él y la mujer se abrazaron, riendo histéricamente, y se alejaron rumbo a la costa, tambaleándose a causa de las carcajadas.
Furioso, humillado, lleno de vergüenza, pero también contento de haber salido del trance sin sufrir daño, Wolff se puso otra vez los calzoncillos. Recogió su ropa interior, las medias y los zapatos y se volvió hacia la selva. Tras sacar el cuerno de su escondite, permaneció sentado allí por largo rato, preguntándose qué haría. Al fin se quedó dormido.
Despertó por la mañana, con los músculos doloridos, con hambre y sediento.
La playa estaba llena de vida. Además de las sirenas (machos y hembras) que había visto la noche anterior, había varias focas de gran tamaño, cuya piel era de un brillante color anaranjado; avanzaban y retrocedían pesadamente por la arena, persiguiendo las pelotas de ámbar que les arrojaban las sirenas. Un hombre con cuernos de carnero, piernas velludas y corta cola de cabra perseguía a una mujer muy parecida a la compañera del cebrila; pero ésta tenía cabello rubio. La mujer corrió hasta que él logró alcanzarla y la llevó alzada, riendo, hasta la arena. Lo que allí ocurrió demostraba que esos seres eran tan inocentes, tan desprovistos de la noción de pecado y de inhibiciones como debieron serlo Adán y Eva.
Aquello era más que interesante, pero se le despertaron urgencias mucho más inmediatas al ver que una sirenita comía en la playa. Tenía una gran fruta amarilla y ovalada en una mano, y en la otra una hemisfera similar a un coco. La compañera del enastado, agachada junto a una hoguera, a pocos metros de distancia, asaba un pescado en la punta de una varilla. El olor le hizo agua la boca, y su estómago retumbó.
En primer término necesitaba beber. Puesto que la única agua a la vista era la del océano, cruzó la playa hacía el oleaje.
Su aparición causó la impresión que él esperaba: sorpresa, retiro, cierta aprensión. Para mirarlo, todos interrumpieron sus actividades, por muy absorbentes que fueran. Cuando se aproximó a algunos de ellos, lo saludaron con los ojos dilatados y la boca abierta, y se apartaron un poco. Algunos de los machos permanecieron donde estaban, como si esperaran que él dijera «¡buuu!» para escapar. Él, por su parte, no tenía interés en desafiarlos; el más pequeño era lo bastante musculoso como para sobrepasar la fuerza de su cuerpo viejo y fatigado.
Se metió basta la cintura en el oleaje y probó el agua. Había visto que los otros la bebían, y esperaba que fuera pasable. La encontró pura y fresca; tenía un regusto que nunca había sentido hasta entonces. Tras beber hasta el hartazgo, tuvo la sensación de haber recibido una transfusión de sangre joven. Emergió del océano y volvió a cruzar la playa hacia la jungla. Los otros habían vuelto a sus entretenimientos y a la comida; lo contemplaron de frente, más audaces, pero nadie le dijo nada. Les respondió con una sonrisa, pero eso pareció sorprenderlos. Ya en la selva, buscó las frutas y los cocos que había visto comer a la sirena. La fruta amarilla sabia a pastel de duraznos, y la pulpa del seudococo recordaba el gusto de un bife muy tierno, mezclado con trozos de nuez.
Después se sintió satisfecho, con una sola excepción: extrañaba su pipa. Pero en aquel paraíso no parecía existir el tabaco.
En los días siguientes recorrió la selva y se entretuvo en la playa o en el mar. Para entonces, la gente de la playa se había acostumbrado a su presencia, y hasta comenzaba a reír cuando él hacia sus apariciones matutinas. Un día, varios de aquellos seres saltaron sobre él para quitarle las ropas, riendo estruendosamente. Corrió detrás de una mujer que se llevaba sus calzoncillos, pero ella se internó en la selva; cuando reapareció, traía las manos vacías. A esa altura, Wolff podía hablar lo bastante como para hacerse comprender con frases trabajosas. Durante sus años de estudio y de enseñanza había adquirido un vocabulario griego muy amplio; sólo le fue necesario aprender la entonación y ciertas palabras que no figuraban en su Autehnreith.