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—¿Por qué hiciste eso? — preguntó a la hermosa ninfa de ojos negros.

— Quería saber qué ocultabas bajo esos sucios harapos. Desnudo eres feo, pero con ellos lo eres aún más.

—¿Obsceno? — sugirió él, pero la ninfa no comprendió esa palabra.

Wolff, encogiéndose de hombros, recordó aquello de «Cuando en Roma…». Aunque eso se parecía más al Jardín del Edén. La temperatura era agradable de día y de noche; variaba apenas unos cuatro grados. No había dificultades en obtener gran variedad de alimentos, no hacia falta trabajar, no existían los alquileres, ni la política, ni tensión alguna, con excepción de la urgencia sexual, fácilmente satisfecha; no había animosidad entre las razas ni entre las naciones. Y todo era gratuito. ¿O no? El principio básico del universo terráqueo decía que nadie puede obtener algo por nada. ¿Sería igual allí? Alguien debía hacerse cargo de las cuentas.

Por las noches dormía sobre un montón de pasto, dentro del hueco de un gran árbol. Éste era sólo uno entre muchos miles de huecos semejantes, ya que cierto tipo de árboles ofrecía ese alojamiento natural. Sin embargo, Wolff no se demoraba en la cama por las mañanas. Durante varios días se levantó antes del alba, para ver llegar al sol. En realidad, «llegar» resulta un término más correcto que «salir»; el sol, por cierto, no salía. Del otro lado del mar había una enorme elevación montañosa, tan alta que no se podía distinguir la cima. El sol surgía por un lado de la montaña, a cierta altura por sobre el horizonte. Seguía su marcha en línea recta, cruzando el cielo verde, y desaparecía otra vez al tocar el otro lado de la montaña.

Una hora después aparecía la luna; también ella surgía desde atrás de la montaña, recorría el cielo, siempre a la misma altura, y volvía a ocultarse detrás de la elevación. Todas las noches llovía intensamente durante una hora. En esos momentos, Wolff solía despertarse, pues el aire se volvía más fresco; se hundía entonces entre la hojarasca, estremecido, y trataba de retomar el sueño.

Con cada noche se le hizo más difícil volver a dormirse. Pensaba en su propio mundo, en sus amigos, en su trabajo; pensaba en las diversiones que había disfrutado allí…, y en su mujer. ¿Qué estaría haciendo Brenda? Lamentándose por él, sin duda. Por amarga, antipática y quejosa que se hubiese mostrado con frecuencia, lo amaba, y su desaparición seria una sorpresa y una perdida. Sin embargo, no le faltarían recursos; siempre había insistido en tomar más seguros de los que él podía costear, y ése había sido tema para frecuentes disputas. Pero Wolff no tardó en recordar que pasaría mucho tiempo antes de que pudiera cobrar los seguros, ya que no había pruebas de que él hubiese muerto. Ella podría vivir de la pensión social hasta que se lo declarara legalmente muerto. Eso representaría una drástica disminución en el modo de vivir, pero le alcanzaría para mantenerse.

Por cierto, Wolff no tenía intenciones de regresar. Estaba recobrando su juventud. Aunque comía en abundancia, iba perdiendo peso, y sus músculos ganaban fuerza y resistencia. Sentía las piernas elásticas, y un espíritu alegre que había perdido en algún momento, apenas pasados los veinte años. En la séptima mañana descubrió, al frotarse el cráneo, que estaba cubierto de cortos cabellos. En la décima despertó con dolor de encías; se frotó la carne hinchada, preguntándose si estaría por caer enfermo. Había olvidado ya que podían existir las enfermedades, pues se sentía hasta entonces extraordinariamente bien, y nunca había visto enfermos entre la gente de la playa, como él los llamaba.

Las encías siguieron molestándole durante una semana; acabó por beber el licor que se producía, por fermentación natural, en el interior de la nuez de ponche. Esta fruta crecía en grandes racimos, en lo alto de un árbol esbelto, de ramas cortas y frágiles color de malva, con hojas amarillas semejantes a las del tabaco. Cuando se cortaba la cáscara correosa con una piedra afilada, la fruta exhalaba un olor a ponche de frutas. En cuanto al sabor, era como ginebra con agua tónica, con una medida de licor amargo de cerezas; era fuerte como el tequila, y logró calmarle el dolor de encías, además del malhumor que éste le había provocado.

Nueve días después de que apareciera esa molestia, asomaron diez diminutos dientes blancos y duros. Además, las obturaciones de oro que tenía en las muelas fueron expulsadas por un crecimiento de marfil natural. Y una espesa cabellera cubrió su cráneo, antes desnudo.

Eso no fue todo. La grasa se había consumido con el ejercicio de la natación, la carrera y el escalamiento. Las venas prominentes de la vejez se hundieron en una carne suave y firme. Podía correr largos tramos sin perder el aliento ni forzar el corazón. Todo esto le causaba un deleite no exento de sorpresa; ¿por qué y cómo había ocurrido?

Cuando interrogó a algunos miembros entre el gentío de la playa con respecto a su juventud universal, sólo obtuvo una respuesta: «Es la voluntad del Señor».

Al principio creyó que se referían al Creador, y eso le resultó extraño. Por lo que podía ver, no tenían religión alguna. Al menos, no llevaban a cabo reuniones, rituales ni sacramentos.

—¿Quién es el Señor? — preguntó, pensando que tal vez había traducido mal la palabra wanaks, y que ésta tenía un significado ligeramente distinto del que le otorgaba Homero.

Ipsewas, el cebrila, que era el más inteligente de cuantos había conocido allí, le respondió:

— Vive en la punta del mundo, más allá de Okeanos.

Y al decir así, señaló, por sobre el mar, la elevación que se alzaba al otro lado.

— El Señor vive en un palacio hermoso e inviolable, en la cima del mundo. Es él quien creó este mundo y quien nos hizo a nosotros. Solía bajar con frecuencia a entretenerse con nosotros. Hacemos lo que el Señor nos dice, y jugamos con él, pero siempre tenemos miedo. Si se enoja, si algo le disgusta, puede matarnos. O algo peor.

Wolff asintió, con una sonrisa. Por lo visto, Ipsewas y los otros no tenían, con respecto a los orígenes y al funcionamiento de su mundo, una idea más racional que su propio pueblo. Pero la multitud de la playa llevaba cierta ventaja sobre los terráqueos: la uniformidad de opinión. Cuantos interrogó le dieron la misma opinión que el cebrila.

— Es la voluntad del Señor. Él hizo el mundo y nos hizo a nosotros.

—¿Cómo lo sabéis? — preguntó Wolff.

No esperaba de la posible respuesta nada mejor de lo que había obtenido en la Tierra al efectuar la misma pregunta, pero se llevó una sorpresa.

— Oh — replicó una sirena, Paiawa —, el Señor nos lo dijo. Además, también me lo dijo mi madre, y ella debía saber. El Señor hizo su cuerpo; ella lo recuerda, aunque pasó hace mucho, mucho tiempo.

—¿De veras? — comentó Wolff, preguntándose si la jovencita no estaría tomándole el pelo, y pensando que sería delicioso pagarle en la misma moneda —. ¿Y dónde está tu madre? Me gustaría hablar con ella.

Paiawa movió la mano hacia el oeste.

— Por allá — dijo.

«Por allá» podía estar a miles de kilómetros de distancia, puesto que él no tenía la menor idea de la extensión de la playa.

— Hace mucho que no la veo — agregó Paiawa.

—¿Cuánto?

Paiawa arrugó su frente adorable y ahuecó los labios. Wolff sintió la tentación de besarla. ¡Y qué cuerpo! Con el retorno a la juventud, se le estaba acentuando la conciencia del sexo.

Paiawa le sonrió, diciendo:

— Sientes interés por mi, ¿verdad?

Wolff se ruborizó, y se habría alejado de ella, de no esperar una respuesta a su pregunta.

—¿Cuántos años llevas sin ver a tu madre?

Paiawa no pudo responderle. La palabra «año» no figuraba en su vocabulario.