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Él se alejó velozmente, encogiéndose de hombros, y desapareció bajo el follaje ricamente colorido, junto a la playa. La sirena lo llamó, al principio con coquetería, disgustada después, al comprender que él no volvería; entonces hizo algunos comentarios despectivos sobre él, comparado con los otros varones. Él no trató de discutir; su dignidad no se lo permitía, y por otra parte, ella tenía razón. Aunque recuperaba rápidamente la juventud y la fuerza, aún no podía compararse a los especímenes casi perfectos que lo rodeaban.

Abandonó esos pensamientos para dedicarse a la historia de Paiawa. Si pudiera localizar a la madre, o a algún contemporáneo en edad, podría descubrir otras cosas acerca del Señor. Aunque lo dicho por Paiawa habría sido increíble en la Tierra, no lo ponía en duda. Esa gente no mentía; ni siquiera conocía la ficción. Tal sinceridad tenía sus ventajas, pero también significaba que gozaban de una imaginación muy limitada y de poco ingenio. Reían con frecuencia, pero siempre por cosas obvias e infantiles. No pasaban de las payasadas y de las bromas pesadas.

Wolff notó que le costaba concentrarse en un solo tema, y soltó una maldición. La dispersión de sus ideas se acentuaba día a día. ¿En qué estaba pensando cuando saltó a la infelicidad que le causaba su inadaptación a la sociedad local? Oh, si, en la madre de Paiawa. Alguno de los más viejos podría informarlo… si lograba localizar a alguno. ¿Cómo identificarlos, si todos los adultos parecían de la misma edad? Había sólo unos pocos en la primera juventud, apenas tres entre los muchos cientos que había visto hasta entonces. Más aún, lo mismo ocurría entre los muchos animales y pájaros del lugar, algunos bastante extraños.

Si bien los nacimientos eran escasos, la balanza se igualaba por la falta de muertes. Sólo había visto tres animales muertos, dos por accidente y el tercero al luchar con otro por una hembra. También en ese caso se trató de un accidente, pues el macho derrotado, un antílope de color limón con cuatro cuernos curvados en forma de ocho, se había roto el cuello al saltar un tronco en la huida.

La carne del animal muerto no tuvo oportunidad de pudrirse. Varias criaturas omnipresentes devoraron el cadáver en menos de una hora; parecían pequeños zorros bípedos de hocico blanco, orejas de galgo y patas de mono. Esos zorros recorrían la jungla recogiendo toda la basura: frutas, nueces, moras, cadáveres. Preferían lo podrido, y desdeñaban la fruta fresca por la magullada. Pero no eran notas desafinadas en esa sinfonía de belleza y de vida. Aún en el jardín del Edén eran necesarios los recolectores de residuos.

A veces, la mirada de Wolff se perdía por sobre aquel Okeanos azul, encrespado en blanco, y se fijaba en la cordillera, llamada Thayaphayawoed. Tal vez el Señor vivía realmente allí. Quizá valiera la pena cruzar el mar para escalar aquellos picos abruptos, si existía la posibilidad de recelar en parte el misterio del universo. Pero cuanto más trataba de calcular la altura de Thayaphayawoed, menos probable le parecía el proyecto. Los abismos negros se lanzaban hacia arriba, más y más, hasta que fallaba la vista y la mente parecía vacilar. Era imposible que nadie viviera en la cima, pues el aire no sería respirable.

Capitulo 3

CRISEYA

Un día, Robert Wolff sacó el cuerno de plata de su escondrijo en el hueco de un árbol y se encaminó, a través de la selva, hacia la roca desde donde el hombre que se presentara como Kickaha le había arrojado el cuerno. Tanto Kickaha como aquellas criaturas deformes habían desaparecido de la vista, como si nunca hubiesen existido; nadie parecía haberlos visto ni saber de ellos. Wolff decidió regresar a su mundo natal para darle otra oportunidad. Si sus ventajas le parecían mayores que las de aquel planeta edénico, permanecería allí. O quizá viajaría de uno a otro, para obtener lo mejor de cada uno. Cuando se cansara de uno, pasaría unas vacaciones en el otro.

Por el camino aceptó la invitación de Elikopis, que le ofreció una copa y un rato de charla. Elikopis, cuyo nombre significaba «la de los ojos brillantes», era una hermosa dríada de magníficas curvas. Era lo más parecido a un ser humano normal que conociera en ese planeta. Tenía el cabello color púrpura intenso, pero aparte de ese detalle, una vez vestida con las ropas apropiadas, no habría despertado en la Tierra más atención que cualquier otra mujer de extraordinaria belleza.

Además, era uno de los pocos que podían llevar una conversación interesante; los demás no hacían sino charlar sin ton ni son, reír sonoramente sin motivos y pasar por alto las palabras de aquellos con quienes hablaban. Wolff se había sentido disgustado y deprimido al notar que, tanto los de la playa como los del bosque, se limitaban al monólogo, por muy gregarios que fueran o por muy enfrascados que parecieran en la conversación.

Elikopis era diferente, tal vez porque no formaba parte de ningún grupo, aunque tal vez fuera a la inversa. Los nativos de aquel mundo a la orilla del mar, sin poseer siquiera la tecnología de los aborígenes australianos (puesto que ni siquiera eso necesitaban) habían desarrollado relaciones sociales extremadamente complejas. Cada grupo tenía zonas definidas en la playa o en el bosque, y distintos grados de prestigio personal. Cada individuo podía recitar en detalle, y con gran placer, su ubicación horizontal vertical en relación con los demás miembros del grupo, que solían ser unos treinta. Podían enumerar, con respecto a cada uno, las disputas, las reconciliaciones, los defectos y las virtudes, la destreza o la incapacidad atléticas, la habilidad en sus juegos infantiles, y evaluar también la potencia sexual.

Elikopis tenía un sentido del humor tan brillante como sus ojos, pero también cierta sensibilidad. Aquel día le mostró algo inusitado: un espejo de vidrio con marco dorado, tachonado de diamantes. Wolff no había visto en ese mundo más que unos pocos productos manufacturados.

—¿Cómo conseguiste eso? — preguntó.

— Oh, el Señor me lo dio — replicó Elikopis —. Una vez, hace mucho tiempo, fui una de sus favoritas. Cada vez que bajaba de la cumbre del mundo para visitar esta zona pasaba mucho tiempo conmigo. Las mujeres que más amó fuimos Criseya y yo. ¿Creerás que los otros todavía nos odian por eso? Esa es la razón por la cual estoy tan sola; aunque estar con los otros no es mucho mejor.

—¿Y cómo era el Señor?

Ella respondió, riendo:

— Desde el cuello hacia abajo, era alto y bien formado, como tú.

Lo abrazó y empezó a besarlo en la mejilla; sus labios buscaron lentamente la oreja.

—¿Y su rostro? — preguntó Wolff.

— No sé. Podía tocarlo, pero no verlo. Me cegaba su resplandor. Cuando se me acercaba, yo tenía que cerrar los ojos.

Elikopis le cerró la boca con sus besos, y él olvidó sus preguntas. Pero más tarde, mientras ella yacía a su lado sobre el pasto suave, semidormida, Wolff tomó el espejo y se miró en él. El corazón se le dilató de alegría. Había recuperado el aspecto que tuviera a los veinticinco años, cosa que, aun presintiéndola, no había podido verificar basta entonces.

«Y si regreso a la Tierra», pensó, «¿envejeceré con tanta rapidez como he rejuvenecido aquí?»

Se levantó, pensativo. Al cabo se dijo: «¿A qué estoy jugando? No regresaré.»

— Si te marchas — dijo Elikopis, soñolienta —, busca a Criseya. Algo le ha ocurrido: huye cada vez que alguien se le aproxima; huye hasta de mí, su única amiga. Ha pasado por algo horrible, de lo que no quiere hablar. La amarás. No es como los otros; es como yo.

— Está bien — respondió Wolff, distraído —, lo haré. Caminó hasta verse solo. Aunque ya no pensaba utilizar la entrada por la que había venido, tenía interés en probar el cuerno. Tal vez hubiese otras entradas. Quizá se abría una puerta dondequiera que sonaba el cuerno.