Se detuvo bajo una cornucopia de las numerosas que abundaban en la zona. Tenía sesenta metros de altura y nueve de diámetro; su corteza era suave, casi aceitosa, y de color azul celeste; las ramas tenían el grosor de un muslo y una longitud de veinte metros aproximadamente. Carecían de follaje, pero en cada punta brotaba una flor dura, de dos metros y medio de longitud, cuya forma era exactamente la de una cornucopia. Esas flores soltaban de tanto en tanto pequeños chorros de una materia similar al chocolate, que sabía a miel, aunque con un ligero regusto a tabaco; la mezcla era extraña, pero Wolff la encontraba agradable; todas las criaturas de la selva solían comerla.
Allí, bajo la cornucopia, hizo sonar el cuerno. No apareció ninguna puerta. Volvió a hacer el intento a unos cien metros de distancia, pero tampoco tuvo éxito. Por lo tanto, dedujo que el cuerno funcionaba sólo en ciertas zonas, y tal vez exclusivamente en el sitio marcado por la roca en forma de hongo.
De pronto divisó la cabeza de aquella joven que surgiera detrás del árbol la primera vez que se abrió la puerta. Tenía la misma cara en forma de corazón, los mismos ojos enormes; labios gruesos y rojos, cabellera listada en negro y castaño rojizo.
Le hizo una señal de saludo, pero la muchacha huyó. Su cuerpo era hermoso, y tenía las piernas más largas, en proporción con el cuerpo, que cualquier otra mujer que él hubiera visto. Además, era más esbelta que las mujeres de ese mundo, todas de curvas amplias y pechos demasiado generosos.
Wolff corrió tras ella. La muchacha le echó una mirada por sobre el hombro y continuó corriendo, con un grito de desesperación. Wolff estuvo a punto de detenerse, pues nunca había causado semejante reacción en los demás nativos. Aunque en un comienzo se apartaran, nunca llegaron a aquel pánico absoluto.
La muchacha corrió hasta agotar sus fuerzas. Entonces, sollozando y sin aliento, se recostó contra una piedra cubierta de musgo, cerca de una pequeña cascada. A su alrededor, el suelo estaba cubierto de pequeñas flores amarillas en forma de signos de interrogación. Un pájaro con ojos de búho, plumas en espiral y largas patas echadas hacia delante, se posó en la punta de la roca y les hizo un guiño, lanzando un suave ui ui uí… Wolff se aproximó despacio, sonriendo.
— No tengas miedo. No te haré daño. Sólo quiero hablar contigo.
La muchacha señaló el cuerno con un dedo tembloroso.
—¿Dónde lo conseguiste? — preguntó, con voz vacilante.
— Me lo dio un hombre que dijo llamarse Kickaha. Tú lo viste. ¿Lo conoces?
Los ojos de la muchacha, enormes y de color verde oscuro, eran los más bellos que Wolff viera hasta entonces, a pesar de las pupilas gatunas, o tal vez a causa de ellas.
La dríada negó con la cabeza.
— No, no lo conozco. Lo vi por primera vez el día en que aquellos…
Tragó saliva y palideció, como si estuviera a punto de vomita, aquellos seres lo cercaron en la roca. Y vi que lo apresaban y se lo llevaban.
— Entonces, ¿no acabaron con él? — dijo Wolff, consciente de que las palabras «matar», «asesinar» o «morir» eran tabú.
— No. Tal vez querían hacer algo peor que… acabar con él.
—¿Por qué huías de mí? Yo no soy uno de ellos.
— No… no puedo hablar de eso.
Wolff meditó un instante sobre esa negativa a hablar de las cosas desagradables. En la vida de esas gentes había muy pocos hechos repulsivos o peligrosos, pero ni siquiera podían afrontar esos pocos. Estaban condicionados para aceptar solamente lo fácil, lo bello.
— No interesa que quieras hablar o no — le dijo —. Debes hacerlo. Es muy importante.
— No puedo — insistió ella, volviendo la cara.
—¿Hacia dónde fueron?
—¿Quiénes?
— Esos monstruos. Y Kickaha.
— Oí que los llamaba gworl — respondió ella —. Nunca había oído antes esa palabra. Ellos…, los gworl…, deben venir de otra parte.
Y agregó, señalando hacia el mar:
— Tal vez vienen de la montaña, de allá arriba.
Súbitamente, se volvió y se acercó a él. Levantó sus ojos enormes hacia los suyos, y aun en esas circunstancias él no pudo dejar de apreciar la perfección de sus facciones, la tersura de su piel.
— ¡Salgamos de aquí! — exclamó ella —. ¡Vayámonos lejos! Esos seres están todavía por esta zona. Algunos se fueron llevando a Kickaha, pero otros se quedaron. Hace pocos días vi a dos de ellos, escondidos en el hueco de un árbol. Tienen en los ojos un brillo animal, y un olor espantoso, como el de la fruta podrida cubierta de hongos.
Y agregó, poniendo la mano sobre el cuerno:
— Creo que es esto lo que buscan.
—¡Y yo hice sonar el cuerno! — recordó Wolff —. Si están cerca, deben haberlo oído.
Miró a su alrededor, entre los árboles. Algo brillaba bajo un arbusto, a unos cien metros de distancia.
Mantuvo la mirada fija en la mata, y finalmente la vio temblar; hubo otra vez un reflejo de sol. Tomó a la muchacha por la mano y dijo:
— Vamos. Pero camina como si no hubiésemos visto nada. No pierdas el aplomo.
Ella, tirándole de la mano, preguntó:
—¿Qué pasa?
— No te pongas histérica. Creo que vi algo bajo un arbusto. Tal vez no sea nada, pero pueden ser los gworl. ¡No mires hacia allí! ¡Les pondrás sobre aviso!
Era demasiado tarde. Ella ya había vuelto la cabeza. Sofocando un grito, se arrimó hacia él.
—¡Son ellos, son ellos!
Wolff siguió la dirección de su ademán; dos siluetas oscuras y deformes se arrastraban bajo el arbusto. Cada uno llevaba en la mano una hoja de acero ancha y larga. Agitaron los cuchillos y gritaron algo, en una voz áspera y ruda. No llevaban ropas sobre el cuerpo, oscuro y cubierto de vello, pero sí un cinturón ancho del que pendían varias vainas con cuchillos.
— No pierdas la calma — dijo Wolff —. No creo que puedan correr muy rápido con esas piernas cortas y torcidas. ¿Sabes de algún lugar a donde no puedan seguirnos?
— El otro lado del mar — dijo ella, con voz temblorosa —. No creo que puedan encontrarnos si nos adelantamos bastante. Podríamos navegar en un histoikhthys.
Se refería a uno de los grandes moluscos que abundaban en el mar. Los de esa especie estaban cubiertos por conchas no más gruesas que un papel, pero de extraordinaria resistencia, similares en su forma al casco de un velero de carrera. En el dorso surgía una vara de cartílago, fuerte y flexible, y un triángulo de tejido carnoso, transparente en su delgadez, a modo de vela. El molusco controlaba el ángulo de esa vela mediante movimientos musculares; la fuerza del viento y los chorros de agua que el animal expulsaba le permitían moverse con rapidez, aun en un día de calma. Las sirenas y la gente de la playa solían pasear en ellos, manejándolos por medio de presiones en ciertos centros nerviosos que estaban al descubierto.
—¿Crees que los gworl usarán un bote? — preguntó Wolff —. En ese caso, no tendrán mucha suerte, a menos que construyan uno. Nunca he visto esa clase de artefactos por aquí.
De trecho en trecho miraba hacia atrás. Los gworl venían a marcha rápida y parecían rodar a cada paso, como un marinero borracho. Wolff y la muchacha llegaron a un arroyo de unos veinte metros de ancho; en la parte más profunda, el agua les llegaba a la cintura. Era fresca y clara; se veía el ir y venir de los peces plateados bajo su superficie. Cuando llegaron a la otra orilla, se ocultaron tras una gran cornucopia. La joven le urgió a continuar, pero él dijo:
Cuando lleguen a la mitad del arroyo se encontrarán en dificultades.
—¿Qué quieres decir?
El no respondió. Después de guardar el cuerno detrás del árbol, miró en su torno hasta encontrar una piedra. Era del tamaño de un pomelo grande, redonda y lo bastante áspera como para asirla con firmeza. Levantó también una de las cornucopias caídas. Aunque de gran tamaño, era hueca, y no pesaba más de diez kilos.