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Los dos gworl habían llegado ya a la orilla opuesta. Entonces quedó al descubierto la debilidad de aquellas odiosas criaturas: recorrían la costa agitando furiosamente los cuchillos, y gruñían a todo volumen en su idioma natural; los fugitivos pudieron oírles desde su escondrijo. Finalmente, uno de ellos metió en el agua su pie ancho y plano. Lo sacó casi de inmediato, sacudiéndolo como sacude un gato la pata mojada, y dijo algo a su compañero. Éste se volvió y después empezó a gritarle.

El primero gritó a su vez, pero entró en el agua y avanzó a desgana. Wolff, que los estaba contemplando, comprendió que el otro se quedaría en la orilla hasta que el compañero hubiese cruzado sin problemas. Wolff esperó hasta que la criatura estuvo en la mitad del arroyo; entonces levantó la cornucopia en una mano, la piedra en la otra, y corrió hacia él. A sus espaldas, la muchacha lanzó un grito. Wolff soltó una maldición: ¡había advertido al gworl de su proximidad!

El monstruo se detuvo, con el agua a la cintura, y blandió su cuchillo hacia Wolff. Éste procuró calmarse; no tenía interés en quedar sin aliento. Se acercó hacia la orilla, mientras el gworl proseguía su marcha. El que había quedado en la otra ribera parecía petrificado por la aparición de Wolff, pero pronto se lanzó al agua en ayuda de su compañero. Eso entraba en los cálculos del hombre; sólo cabía esperar que pudiera deshacerse del primero antes de que el otro llegara a la mitad del arroyo.

El gworl que estaba cerca de él movió su cuchillo; Wolff alzó la cornucopia, y el puñal se clavó en su costra delgada y dura, con una fuerza tal que estuvo a punto de arrancársela. El gworl empezó a sacar otro cuchillo de su cinturón. Wolff no se detuvo a sacar el primero de la cornucopia: siguió corriendo. En el momento en que su contrincante levantaba el arma para apuñalarlo, él dejó caer la piedra, levantó la gran campana y golpeó con ella al gworl.

Un crujido apagado surgió de la vaina. La cornucopia se ladeó, junto con el monstruo, y ambos comenzaron a flotar corriente abajo. Wolff corrió por el agua para recoger la piedra, y sujetó al gworl por un pie. Al mirar rápidamente hacia donde estaba el otro, lo vio levantar un cuchillo para arrojárselo. Wolff sujetó la empuñadura del que estaba clavado en la vaina, tiró de ella y se arrojó bajo la gran campana. Tuvo entonces que soltar el pie velludo del gworl, pero logró escapar al cuchillo. Pasó por sobre el borde de la vaina y se enterró hasta el puño en el barro de la orilla.

Al mismo tiempo, el gworl que estaba dentro de la cornucopia salió de ella escupiendo. Wolff le asestó una puñalada en el costado, pero el cuchillo resbaló en uno de los bultos cartilaginosos. Con un alarido, el gworl se volvió hacia él. Wolff, irguiéndose, le golpeó en el vientre con toda su fuerza. El cuchillo se hundió hasta la empuñadura. El gworl intentó aferrarlo y cayó al agua, mientras Wolff retrocedía. La cornucopia se alejó flotando y dejó a Wolff sin protección: había perdido el cuchillo, y sólo le quedaba la piedra en la mano. El otro gworl avanzaba hacia él, sosteniendo el puñal contra el pecho. Por lo visto, no pensaba arriesgar un segundo tiro, sino acercarse a su víctima.

Wolff se contuvo hasta que el monstruo estuvo a unos tres metros escasos; hasta entonces se mantuvo agachado, de modo que el agua le llegara al pecho y ocultara la piedra que tenía en la mano derecha. En ese momento pudo ver con claridad la cara del gworl. Tenía la frente muy baja, un doble puente óseo sobre, los ojos, cejas hirsutas; los ojos, de color amarillo limón, estaban muy juntos; la nariz era achatada y tenía una sola fusa; la mandíbula prognata curvada, saliente, sin barbilla, daba a la boca, apretada y bestial, un aspecto de rana; los dientes eran agudos y separados como los de los animales carnívoros. Cabeza, cara y cuerpo estaban cubiertos por un pelaje largo, espeso y oscuro. El cuello era muy grueso; los hombros, caídos. La piel, húmeda, olía a fruta podrida cubierta de hongos.

Tanta fealdad aterrorizó a Wolff, pero no logró hacerlo ceder. Si echaba a correr, acabaría con un puñal clavado en la espalda.

El gworl, siseando y gruñendo en su rudo lenguaje, llegó a poco más de un metro y medio. En ese momento, Wolff se irguió, levantando la piedra. Su contrincante, al adivinarle las intenciones, levantó el cuchillo para lanzárselo. La piedra, en línea recta, golpeó contra una de las protuberancias de su frente. La criatura retrocedió, tambaleando; soltó el cuchillo y cayó de espaldas en el agua. Wolff, avanzando hacia él, buscó la piedra en el fondo y emergió a tiempo para enfrentarse con su enemigo. Éste, aunque parecía mareado, con la mirada perdida, no estaba fuera de combate. Y tenía otro puñal en la mano.

Wolff levantó la piedra y la bajó sobre el cráneo del monstruo. Se oyó un fuerte crujido, y el gworl volvió a caer hacia atrás, desapareciendo en el agua. Apareció varios metros más allá, flotando sobre el vientre.

En ese momento Wolff sintió la lógica reacción. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía a punto de partírselo; temblaba por entero, y se sentía descompuesto. Pero recordó el cuchillo clavado en el cieno, y lo recogió.

La muchacha estaba aún tras el árbol, demasiado aterrorizada para pronunciar palabra. Wolff, tras recoger el cuerno, la tomó por el brazo y la sacudió con fuerza.

—¡Reacciona! ¡Piensa en la suerte que has tenido! ¡Podrías ser tú quien hubiese muerto!

Ella lanzó un prolongado quejido y se echó a llorar. Wolff esperó hasta que pareció más aliviada.

— Ni siquiera sé cómo te llamas — dijo entonces.

Ella tenía los ojos enrojecidos y parecía avejentada. Aun así no había mujer terráquea que pudiera compararse con ella. Su belleza diluyó el terror de la lucha.

— Me llamo Criseya — dijo, con cierto orgullo mezclado en su timidez —. Sólo a mí se me permite ese nombre. El Señor prohibió que otras lo tomaran.

— Otra vez el Señor — gruñó Wolff —. Siempre el Señor. ¿Quién diablos es el Señor?

—¿No lo sabes? — preguntó ella, como si no pudiera creerle.

— No, no lo sé.

Hubo una pausa; después, él pronunció su nombre como si lo degustara:

— Criseya, ¿eh? No es desconocido en la Tierra, aunque temo que en la Universidad donde yo enseñaba hay un montón de analfabetos que nunca lo han escuchado. Saben que Homero compuso La Ilíada, y eso es todo. Criseya, la hija de Criseo, sacerdote de Apolo. Fue capturada por los griegos durante el sitio de Troya y otorgada a Agamenón. Pero éste se vio forzado a devolverla a su padre, debido a las pestes enviadas por Apolo.

Criseya guardó silencio por tanto tiempo que Wolff acabó por impacientarse. Debían salir de allí cuanto antes, pero no sabía hacia dónde dirigirse.

En ese momento la muchacha arrugó el ceño.

— Eso fue hace mucho tiempo — dijo —. Apenas lo recuerdo. Todo aquello es muy impreciso.

—¿De qué hablas?

— De mi. De mi padre. De Agamenón. De la guerra.

— Bueno, ¿qué hay con eso?

Estaba pensando en cómo llegar a la base de la montaña; allí podría darse una idea de lo que costaría escalaría.

— Yo soy Criseya — respondió ella —. La que tú decías. Pareces venir recién desde la Tierra. Oh, dime, ¿es cierto eso?

Él suspiró. Aquellas gentes no mentían, pero nada les impedía tomar por ciertas sus propias leyendas. Había oído cosas demasiado increíbles como para saber que no sólo estaban mal informados, sino que gustaban de reconstruir el pasado a su gusto. Lo hacían, por supuesto, con toda inocencia.

— No quisiera destrozar tu mundo de ensueños — le dijo —, pero esta Criseya, si acaso existió, murió hace al menos tres mil años. Además, era un ser humano; no tenía el cabello listado como los tigres, ni pupilas felinas en los ojos.