—Mi cariñito, mi pobrecita niña —dijo él, hablando en cierta suerte de confusa neblina de compasión, ternura y deseo mientras observaba la somnolencia, el aturdimiento, el lento borrarse de su sonrisa, y palpándola a través del oscuro vestido, notando, a través de la delgada lana, el elástico de la liga de la huérfana sobre su piel desnuda, pensando ahora en lo indefensa, abandonada que se encontraba, deleitándose en el animado peso de sus piernas cuando, resbalando hacia los lados, se separaron para después, con una levísima agitación corporal, volver a cruzarse en un nivel ligera mente más elevado. La niña alzó con lentitud su somnoliento brazo, calentito en el interior de la manga, hasta pasárselo por los hombros y envolverle así en la fragancia de castaño de su suave cabello, pero el brazo cayó enseguida, y con la suela de la sandalia la niña empujó la bolsa que estaba junto a la butaca... Al otro lado de la ventana, un sordo retumbar comenzó a acercarse para luego alejarse. Luego, en mitad del silencio, se hizo audible el zumbido de un mosquito, que por alguna razón le trajo a la memoria el efímero recuerdo de cosas infinitamente remotas, cierto día de su infancia en el que se acostó muy tarde, una lámpara que se desvanecía, el cabello de su hermana, que tenía casi la misma edad que él y había muerto hacía mucho, muchísimo tiempo.
—Mi cariñito —repitió, y, apartando un rizo con el hocico, abrazándola mimoso, desordenadamente, saboreó, casi sin ejercer presión, su cálido y sedoso cuello en una zona próxima al frío metal de la cadenita; luego, sosteniéndola por las sienes y haciendo así que sus ojos se rasgasen y entornasen, comenzó a besar sus entreabiertos labios, sus dientes... La niña se secó lentamente la boca con los nudillos cerrados, dejó caer la cabeza sobre el hombro de él, y entre sus párpados no asomaba más que un estrecho lustre de color crepuscular, porque estaba prácticamente dormida.
Sonó una llamada a la puerta. Él se llevó un violento sobresalto (retirando aprisa la mano del cinturón de la niña antes de haber sido capaz
Despierta, bájate —le dijo, dándole una sacudida apresurada. Ella abrió de par en par sus ojos vacíos y se dejó caer por encima del montículo de su rodilla.
Pase —dijo él.
El viejo echó una ojeada furtiva al interior de la habitación y anunció que esperaban al señor abajo, que había venido a verle alguien de la policía.
—¿Policía? —preguntó él con una mueca de
«¿Por qué ha venido la policía? —pensó mientras bajaba por la mal iluminada escalera—. ¿Qué pueden querer?»
¿Qué pasa? —preguntó secamente cuando llegó al vestíbulo y vio a un gendarme que ya mostraba señales de impaciencia, un gigante moreno de mentón pronunciado y ojos de cretino.
Lo que pasa —se apresuraron a contestarle— es que tendrá que acompañarme usted a la comisaría. No está lejos.
—Tanto si está cerca como si está lejos —dijo, tras una breve pausa, el viajero—, ya son más de las doce y yo estaba a punto de acostarme. Es más, permítame decirle que ponerse a hacer deducciones, sobre todo con tanta precipitación como en este caso, equivale a clamar en el desierto, al menos para un oído como el mío, que no sabe nada de las ideas antecedentes, o, por decirlo de forma más sencilla, que lo lógico puede terminar siendo interpretado como zoológico. Además, este trotamundos, que acaba
El a estas alturas aturdido imbécil echó la ojeada, volvió en sí, y comenzó a meterse con el infortunado viejo. Resultó que no sólo había confundido éste dos apellidos similares, sino que era incluso incapaz de explicar cuándo y con qué destino había partido el buscado vagabundo.
—Bien, bien —dijo el viajero en tono pacífico, tras haber dado rienda suelta contra su precipitado enemigo a la irritación causada por el incidente, y convencido de su propia invulnerabilidad (gracias al Destino, la niña no había viajado en el asiento de atrás; gracias al Destino, no habían ido a buscar setas bajo el sol de junio; y, por otro lado, aliviado de que las persianas hubiesen estado completamente cerradas).
Tras haber subido a la carrera hasta el rellano, recordó que no había tomado nota del número de su habitación, se detuvo vacilante, escupió la colilla... Ahora, sin embargo, la impaciencia de sus emociones le impidió volver a bajar para pedir la información, que, además, no era necesaria, pues recordó la disposición de las puertas en el pasillo. Encontró la puerta que buscaba, se relamió los labios, agarró la manija, e iba a...
La puerta estaba cerrada; sintió un horrible pinchazo en el fondo del estómago. Si ella se había encerrado por dentro era para impedirle la entrada, era porque sospechaba de él... No hubiese tenido que darle aquellos besos... Seguro que la había asustado, o que la niña había notado algo... O quizá la razón fuese más tonta y más sencilla: seguramente ella había imaginado con su ingenuidad que él se había ido a dormir a otra habitación, ni siquiera se le había pasado por sus pequeñas mientes que iba a dormir en la misma habitación que un desconocido..., sí, todavía un desconocido. De modo que el caballero llamó a la puerta, apenas consciente todavía de la intensidad de su alarma e irritación.
Oyó una brusca carcajada femenina, las repulsivas exclamaciones de los muelles de una cama, y luego el palmoteo de unos pies descalzos.
—¿Quién es? —preguntó una iracunda voz masculina—... ¿Conque se ha equivocado de habitación, eh? Pues la próxima vez no se equivoque. Hay alguien aquí que está trabajando de firme, alguien que está intentando dar lecciones a una joven que aún tiene mucho que aprender, y tiene que venir usted a interrumpirle...
Se oyó otro estallido de carcajadas, algo más alejadas que esta voz.
Una vulgar equivocación, nada más. Siguió avanzando por el pasillo, y de repente comprendió que se había confundido de piso. Volvió sobre sus pasos, dobló una esquina, dirigió una mirada perpleja a un contador que colgaba de la pared, a un lavabo sobre el que goteaba un grifo, a los zapatos marrón que alguien había dejado junto a una puerta, dobló otra esquina... ¡La escalera había desaparecido! La que encontró por fin resultó ser otra: descendió sus peldaños, pero sólo para perderse en unos trasteros débilmente iluminados, con varios baúles, y, en las esquinas, un armarito aquí, un aspirador allí, un taburete roto y el esqueleto de una cama, que se interponía a su paso con aires de fatalidad. Soltó un juramento, sacado de quicio, exasperado por estos obstáculos... Llegó por fin a una puerta y la abrió con un empujón, se dio de cabeza contra un dintel bajo, y, agachándose un poco, salió a un rincón en penumbra del vestíbulo principal, en donde, mientras se rascaba las cerdas de la mejilla, el viejo estaba estudiando su libro negro al tiempo que el gendarme roncaba en un banco, a su lado, exactamente igual que si aquello fuese el cuerpo de guardia. Obtener la información necesaria fue cuestión de un minuto, ligeramente prolongado por las disculpas del viejo.