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Durante un instante, en el hiato de un síncope, también vio cómo lo entendía ella: una monstruosidad, una espantosa enfermedad, a no ser que ella ya estuviese enterada, o que fueran todas esas cosas a la vez. La niña miraba y chillaba, pero el hechicero no oía aún sus chillidos; estaba ensordecido por su propio horror, de rodillas, cogiendo la colcha, tirando del cordón, tratando de frenar aquello, de ocultarlo, restallando en su espasmo oblicuo, tan insensato como un martilleo musical, descargando insensatamente cera derretida, demasiado tarde para frenarlo o esconderlo. Cómo rodó ella fuera de la cama, cómo se puso ahora a gritar, cómo salió despedida la lámpara con su capucha roja, qué fragor llegó desde el otro lado de la ventana, un fragor que hizo añicos la noche, que la destruyó, que lo demolió todo, todo...

—Calla, no es nada malo, sólo es como un juego, a veces ocurre, pero calla, calla —imploró él, viejo y sudoroso, cubriéndose con un impermeable que había entrevisto de pasada, temblando, poniéndoselo, no acertando el agujero de la manga. Como una de esas niñas de los dramas de la pantalla, ella se escudó tras su afilado codo, se soltó de sus manos sin dejar de chillar insensatamente, y alguien estaba aporreando la pared, exigiendo un silencio imposible. La niña trató de salir de la habitación, no logró abrir la puerta, él no pudo coger nada ni nadie, ella se mostraba cada vez más ligera, tan escurridiza como una inclusera de moradas nalgas, con una cara distorsionada de recién nacida que intentase saltar precipitadamente de la cuna para volver al útero de una madre tempestuosamente resucitada.

—¡A que te hago callar! —gritaba él (dirigiéndose a un espasmo, al punto final de la última gota, a la nada)— . De acuerdo, me iré, te...

Abrió la puerta, cruzó corriendo el umbral, la cerró ensordecedoramente a su espalda, y, escuchando aún los gritos, la llave agarrada en la mano, descalzo y con una mancha fría en el impermeable, se quedó paralizado, comenzó a hundirse gradualmente.

Pero de una habitación cercana habían salido ya un par de mujeres envueltas en sus batas; una de ellas — fornida, como un negro de pelo cano, con pantalones azules de pijama, una mujer que hablaba con la jadeante y espasmódica cadencia de un continente lejano, y que dejaba traslucir su pertenencia a alguna sociedad protectora de animales o a algún club femenino— se había puesto a dar órdenes (¡ahora-mismo, entlassen, et-tout-de-suite!) y,con un certero golpe de su garra en la mano de él, hizo caer la llave al suelo. Durante varios segundos elásticos él y ella trabaron un combate de caderazos, pero en cualquier caso todo había terminado; emergieron cabezas por todos lados, repicó una campana en algún lugar, una voz melodiosa pareció dar por terminado, tras una puerta, el relato de un cuento infantil (el señor Dientes Blancos en la cama, los robustísimos hermanos con sus pequeños rifles rojos), la vieja conquistó la llave, él le propinó un rápido cachete, y, con el cuerpo vibrándole de pies a cabeza, comenzó a bajar corriendo los pegajosos peldaños. Un tipo moreno con barba de chivo, con unos calzoncillos por todo vestido, subía por la escalera; una prostituta canija le seguía los pasos. Se cruzó con ellos sin detenerse. Más abajo apareció un espectro con zapatos de color marrón, y luego el viejo de las piernas estevadas, seguido por el ávido gendarme. Les dejó atrás. Olvidando a su espalda una multitud de brazos sincronizados que se extendían por encima de la barandilla en un ademán de chapoteante invitación, saltó de un brinco a la calle, porque todo había terminado, y era imperativo librarse, por medio de cualquier estratagema, de cualquier espasmo, del ya-innecesario, ya-visto y estúpido mundo, en cuya última página estaba plantada una solitaria farola con un gato oculto en las sombras de su base. Cuando ya comenzaba a interpretar la desnudez de sus pies descalzos como una zambullida en otro elemento, se precipitó hacia el cenizal de la acera, perseguido por los retumbantes pasos de su rezagado corazón. Su desesperada necesidad de un torrente, un precipicio, unas vías de ferrocarril —lo que fuera, pero al instante—, le hizo apelar por última vez a la topografía de su pasado. Y cuando, ante él, un rechinante gemido salió de detrás de la joroba de una esquina, y creció gradualmente hasta alcanzar su plenitud al superar la cuesta, dilató la noche y comenzó a iluminar el descenso con dos óvalos de luz amarillenta, a punto de precipitarse hacia abajo, justo entonces, como si se tratara de una danza, como si el ondear de esa danza le hubiera llevado hasta el centro del escenario, bajo esta creciente, rechinante, megatronadora mole, su pareja de baile en una cracoviana aplastante, este estruendoso monstruo de hierro, este cine instantáneo de desmembramiento: eso es, arrástrame bajo tus ruedas, lacera mi fragilidad; viajo arrollado, contra mi aplastada cara; eh, no me hagas dar tantas vueltas, no me despedaces; me haces trizas, ya basta... Gimnasia en zigzag del relámpago, espectrograma de la fracción de segundo de un rayo; y la película de la vida estalló por fin.

Postfacio de Dmitri Nabokov

SOBRE UN LIBRO TITULADO "EL HECHICERO"

Elegí el título de estas breves notas, que quizá puedan interesar al lector y a lo mejor contestar unas cuantas preguntas, pensando, medio en broma, que ese leve eco del postfacio que mi padre añadió a Lolitapodría divertir a su sombra, dondequiera que esté.

Tanto en la traducción como en el comentario he intentado con todas mis fuerzas seguir las reglas de Nabokov: precisión, fidelidad artística, nada de paja, nada de atribuciones falsas. Cualquier conjetura que fuese más allá de lo que me he atrevido a hacer supondría una violación de esas reglas.

La propia traducción refleja mi propósito de ser fiel a VN tanto en sentido general como en el específico y el textual. Mis muchos años de traductor para y con mi padre sirvieron para infundirme estos requisitos que tan sagrados eran para él. Los únicos casos en los que él consideraba tolerable desviarse de esas normas eran los de las expresiones intraducibies y los de las revisiones del texto realizadas por el propio autor en la versión traducida. Es posible que VN, de haber estado vivo, hubiese ejercido su licencia de autor para cambiar algunos detalles de El hechicero;creo, sin embargo, que hubiera preferido dejar intacto este modelo de concisión y de significación en múltiples niveles. Los raros casos en los que me he tomado la libertad de introducir reajustes de poca importancia ocurren solamente allí donde el estilo del original —como en los juegos telescópicos de palabras sobre Caperucita roja (pág. 65; pág. 95) o en las imágenes aceleradas del final— hubiera hecho que una traducción completamente literal careciese de sentido en inglés. En otros lugares, de vez en cuando, el inglés puede parecer sencillamente poco ortodoxo. Pero así era también, en tales casos, el ruso.