—...su salud, por supuesto; pero, sobre todo, un colegio de los más buenos —estaba diciendo una voz lejana, cuando de repente el caballero notó que la cabeza de rizos castaño rojizos que tenía a su izquierda se había inclinado silenciosamente para aproximarse a su
Se le han perdido las manecillas del reloj —dijo la niña.
No —contestó él, carraspeando un poco—. Es así. Se trata de una rareza.
Extendiendo el brazo izquierdo (sostenía el bocadillo con la mano derecha), la niña le cogió la muñeca y examinó la vacía esfera sin centro bajo la cual estaban colocadas las manecillas, de las que sólo asomaban las puntas, apenas un par de gotas negras entre cifras plateadas. Una hoja marchita tembló primero en el pelo de la niña, luego junto a su cuello y cerca de la delicada protuberancia de una vértebra, y durante el posterior insomnio el caballero estuvo apartando de un golpecito el fantasma de esa hoja, cogiéndolo y apartándolo, con dos dedos, con tres, y luego con los cinco.
Al día siguiente, y durante los días posteriores, se sentó en el mismo sitio, haciendo una imitación bastante amateur pero hasta soportable del personaje del solitario: a la hora de siempre, en el lugar de siempre. Todo aquello, la llegada de la niña, su respiración, sus piernas, su cabello, lo que hacía, tanto si se rascaba el mentón y dejaba en él unas marcas blancas, como si lanzaba hacia lo alto una pelotita negra o si le rozaba con el codo desnudo en el momento de sentarse en el banco (mientras él fingía permanecer concentrado en una agradable conversación), le provocaba la insufrible sensación de estar manteniendo con ella una comunión sanguínea, epidérmica, multivascular, como si la monstruosa bisectriz que aspiraba todos los jugos de las profundidades de su ser se extendiese hacia ella, con la palpitación de una línea de puntos, como si esta niña estuviera creciéndole a él, como si, con cada uno de sus despreocupados movimientos, ella tironease y diera fuertes sacudidas a las raíces vitales implantadas en las tripas de su propio ser, de modo que, cuando la niña cambiaba bruscamente de posición o salía corriendo, él notaba un desgarramiento, un bárbaro desgaje, una momentánea pérdida de equilibrio: de repente te encuentras como si estuvieran arrastrándote de espaldas por el suelo, golpeándote la nuca, llevado así a un lugar en donde te van a colgar de tus propias tripas. Y entretanto él iba escuchando, sonriendo, asintiendo tranquilamente con la cabeza, tirando de la pernera del pantalón para liberar la rodilla, haciendo dibujitos en la gravilla con la contera de su bastón, y diciendo «¿En serio?» o «Sí, ya se sabe, son cosas que pasan...», pero enterándose de lo que le decía su vecina solamente cuando la niña no estaba cerca. Gracias a esta parlanchina mujer supo que entre ella y la madre de la niña, una viuda de cuarenta y dos años, existía una amistad que comenzó cinco años atrás (el honor de su propio esposo había sido salvado por el que fuera marido de la viuda); que la pasada primavera, tras una larga enfermedad, la viuda había sido sometida a una importante operación intestinal; que, debido a que había perdido hacía mucho tiempo a todos sus parientes, se había
—Por cierto, ¿verdad que ha mencionado usted que esa dama tiene intención de vender no sé qué muebles?
Esta pregunta (con su continuación) la había preparado el caballero durante la noche, articulándola sotto voce en el silencio ritmado por el tic tac; tras haber logrado convencerse a sí mismo de que sonaba natural, se la repitió al día siguiente a su nueva amiga. Ella contestó afirmativamente y le dijo sin rodeos que no sería inoportuno que la viuda ganase un poco de dinero; su tratamiento médico era, y seguiría siéndolo, muy caro, sus recursos muy limitados, y, aunque se empeñaba en pagar la manutención de su hija, lo hacía de forma tan esporádica —y nosotros tampoco somos ricos— que, en una palabra, parecía como si la deuda de honor, desde el punto de vista de la viuda, ya estuviera saldada.
—De hecho —prosiguió él sin perder ni un segundo—, a mí me convendría adquirir algunos muebles. ¿Cree usted que sería correcto, que no parecería inadecuado que...?
Se había olvidado del resto de la frase pero improvisó con notable agudeza, pues comenzaba a sentirse a gusto practicando el estilo artificial del todavía incompletamente comprensible y complejo sueño en el que ya estaba tan confusa pero tan firmemente atrapado que, por ejemplo, ya no sabía qué era esto, ni de quién: su pierna o el tentáculo de un pulpo.
Ella pareció encantadísima, y se ofreció a llevarle allí en aquel mismo momento, si le iba bien a éclass="underline" el apartamento de la viuda, en donde también se alojaban ella y su marido, no estaba lejos, justo al otro lado del puente del ferrocarril eléctrico.
Partieron. La niña caminaba delante, haciendo balancear enérgicamente una bolsa de lona por el extremo de una cuerda, y todo en ella era ya, para los ojos de él, aterradora e insaciablemente familiar: la curva de su estrecha espalda, la elasticidad de los dos pequeños músculos redondos situados más abajo, la forma exacta en que los cuadros de su vestido (el otro, el marrón) se estrechaban cuando ella alzaba