Se encontraron frente al edificio con un hombre sin afeitar y provisto de un maletín, un hombre tan descarado y tan gris como su esposa, de modo que entraron los cuatro a la vez, ruidosamente. El caballero esperaba encontrarse con una mujer enferma, emaciada, sentada en una butaca, pero salió a recibirle una dama alta, pálida y de anchas caderas, con una verruga sin pelo junto a una de las aletas de su bulbosa nariz: una de esas caras acerca de cuyos ojos o labios no consigues, cuando intentas describirlas, decir nada porque cualquier mención de esos rasgos —incluso ésta— sería una contradicción involuntaria de su absoluta inexistencia.
En cuanto averiguó que el desconocido era un comprador en potencia le condujo sin perder un instante hacia el comedor, explicándole, mientras caminaba con paso lento y cojeando ligeramente, que no necesitaba un piso de cuatro habitaciones, que en invierno pensaba mudarse a otro de dos, y que le encantaría desembarazarse de aquella mesa extensible, de las sillas sobrantes, del sofá de la salita (que había servido de cama para sus visitas), de una gran étagére,y de un pequeño baúl. Él dijo que le gustaría ver esto último, que resultó estar en la habitación que ocupaba la niña, a la que encontraron tendida en la cama, mirando al techo, acunando al unísono las rodillas, dobladas y entrelazadas por ambos brazos.
—¡Baja de la cama! ¿Se puede saber qué significa esto?
Ocultando apresuradamente la suave piel de su trasero y la diminuta cuña de sus tensas braguitas, la niña rodó al suelo (Ah, ¡cuántas libertades le toleraría yo!, pensó él).
Dijo que compraría el baúl —era un precio ridículo a cambio de haber conseguido el acceso a la casa— y posiblemente alguna otra cosa, pero tenía que decidir cuál o cuáles. Si a ella no le parecía mal, pasaría de nuevo a echar una ojeada dentro de un par de días y haría que se lo llevaran todo de una vez, y ésta, por cierto, era su tarjeta.
Cuando le acompañó a la puerta, ella mencionó, sin sonreír (era evidente que no sonreía casi nunca) pero de forma cordial, que su amiga y su hija ya le habían hablado de él, y que el esposo de su amiga estaba incluso un poco celoso.
Faltaría más —dijo este último, asomándose al vestíbulo—. Me encantaría regalarle mi media naranja al primero que se muestre dispuesto a cargar con ella.
Pues vigila —dijo su esposa, saliendo de la misma habitación que él—. ¡Cualquier día podrías arrepentirte de tus palabras!
De acuerdo, será bienvenido el día que usted quiera —dijo la viuda—. Estoy siempre en casa, y quizá le interese la lámpara, o la colección de pipas: son magníficas, y me apena tener que separarme de todo eso, pero así es la vida.
«¿Y ahora qué?», pensó el caballero mientras regresaba a su casa. Hasta este momento había tocado de oído, casi irreflexivamente, siguiendo los dictados de una intuición ciega, como el jugador de ajedrez que penetra y acomete al contrario en cuanto la posición de éste parece vacilante o acorralada. Pero, ¿y ahora qué? Pasado mañana se llevan a mi pequeña, lo cual descarta toda clase de beneficio directo a partir de mi conocimiento de la madre... Pero regresará, y quizá hasta podría quedarse a vivir definitivamente aquí, y para entonces seré un invitado muy bien recibido... Pero si a esa mujer le queda menos de un año de vida (según los indicios que me han dado), todo se irá al traste... Debo decir que no me parece especialmente decrépita, pero, si se viese obligada a guardar cama, se desmoronarían tanto el escenario como las circunstancias de una amistad potencialmente jovial, y luego, cuando muriese, todo se habría terminado: ¿cómo podría encontrar entonces a su hija, con qué pretexto? No obstante, su instinto le decía que así era como debía proceder: no pensar demasiado, mantener el acoso contra el rincón más débil del tablero.
En consecuencia, a la mañana siguiente se encaminó al parque cargado con una atractiva caja de marrons glacésy violetas de azúcar como regalo de despedida para la niña. Su razón le decía que esto era un tópico de lo más tonto, que había elegido un mal momento para reclamar su atención, aunque quien lo hiciera fuese un excéntrico desinhibido, sobre todo teniendo en cuenta que hasta ahora —acertadamente— apenas si le había hecho caso (hacía tiempo que era un maestro en el arte de disimular relámpagos), se había abstenido de parecerse a uno de esos clásicos viejos pútridos que siempre llevan encima unos caramelos para engatusar a las chiquillas, de modo que a pesar de todo se fue para allí con su regalo, siguiendo un secreto impulso más exacto que la razón.
Pasó una hora entera en el banco, pero no llegaron. Debían de haber partido un día antes de lo previsto. Y a pesar de que un encuentro más con ella no habría en modo alguno aliviado la opresión que había estado acumulándose en su pecho durante la última semana, sufrió la misma mortificación abrasadora que un amante traicionado.
Sin dejar de seguir ignorando la voz de la razón, que le decía que estaba equivocándose otra vez, corrió a casa de la viuda y compró la lámpara. Cuando se fijó en la respiración extrañamente jadeante del caballero la mujer le invitó a sentarse y le ofreció un cigarrillo. Mientras buscaba su encendedor, el caballero tropezó con la caja rectangular y, como el personaje de un libro, dijo:
—Quizás le parezca extraño, ya que hace muy poco tiempo que nos conocemos, pero permítame de todos modos ofrecerle esta fruslería, unos dulces, creo que son bastante buenos. Me sentiría muy honrado si los aceptara.
Ella sonrió por primera vez —en apariencia se sentía más adulada que sorprendida—, y le explicó que le estaban vedadas todas las cosas dulces que ofrecía la vida y que se los daría a su hija.
Oh, creía que ya se habían...
No, mañana por la mañana —continuó la viuda, jugueteando, no sin pesar, con la cinta dorada—. Mi amiga, que la malcría horriblemente, se la ha llevado hoy a una exposición de artesanía.
Suspiró y, remilgadamente, como si fuese un objeto muy frágil, dejó el obsequio en una mesita cercana, mientras su exquisito y encantador invitado le preguntaba qué cosas podía tomar y cuáles no, y escuchaba luego la epopeya de su enfermedad, comentaba las variantes, e interpretaba con notable agudeza las más recientes distorsiones del texto.
A partir de la tercera visita (se dejó caer por allí para comunicarle que el camión de mudanzas no podría pasar antes del viernes) tomó el té con ella y le informó a su vez acerca de sí mismo y de su elegante y límpida profesión. Resultó que tenían un conocido en común, el hermano de un abogado que había muerto el mismo año que el esposo de ella. De forma objetiva y sin remordimientos insinceros la viuda habló de su marido, acerca de quien él ya conocía algunas cosas: fue un bon vivant yun experto en asuntos notariales; se llevaba bien con su esposa, pero había hecho los mayores esfuerzos por permanecer en casa lo menos posible.
El jueves compró el sofá y las dos sillas, y el sábado pasó a recogerla, según lo acordado, para llevarla a dar un tranquilo paseo por el parque. Sin embargo, ella se encontraba muy mal, estaba en la cama con una bolsa de agua caliente, y le habló, a través de la puerta cerrada, con una entonación salmódica. El le pidió a la tenebrosa vieja que aparecía periódicamente por la casa para cocinar y cuidarla que le informase en tal número de teléfono acerca de cómo había pasado la noche la paciente.