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La niña llegó dos días antes de la boda, con las mejillas encendidas, un abrigo azul desabrochado con los extremos del cinturón colgándole a la espalda, calcetines negros casi hasta la rodilla, y una boina sobre sus húmedos rizos.

Sí, sí, valía la pena, repetía él mentalmente mientras le cogía la fría y enrojecida mano y escuchaba con una mueca que trataba de aparentar una sonrisa los gañidos de su inevitable acompañante:

—¡Soy yo la que te ha encontrado un prometido, yo fui quien te lo trajo, lo tienes gracias a mí!

Y, a la manera del artillero que hace girar el cañón, intentó conseguir que la inamovible novia se pusiera a dar vueltas con ella.

Valía la pena, sí, por muy prolongado que fuera el tiempo durante el cual tendría que arrastrar aquella pesada y enorme carga por el cenagal del matrimonio; valía la pena aunque ella acabase viviendo más que nadie; valía la pena aunque sólo fuera porque así conseguiría que su propia presencia acabara siendo natural, porque así adquiriría los derechos propios del padrastro.

No obstante, todavía no sabía cual sería el mejor modo de sacarles partido a esos derechos, en parte por falta de práctica, y también porque ya anticipaba la increíblemente mayor libertad posterior, pero sobre todo porque nunca conseguía estar solo con la niña. Era cierto que, con la autorización de la madre, se la llevó a un café cercano y permaneció sentado, con las manos apoyadas en el bastón, viéndola adelantarse en su asiento para penetrar con los dientes hacia el núcleo de albaricoque de un pastelillo con un dibujo a modo de celosía, y proyectando hacia adelante el labio inferior para cazar al vuelo los pegajosos restos de hojaldre. Intentó hacerla reír, y charlar con ella como lo hubiera hecho con una niña cualquiera, pero sus progresos se veían constantemente obstaculizados por una idea obstructora: si el local hubiese estado más vacío y provisto de rincones más íntimos, la hubiera acariciado un poco, sin buscar ningún pretexto especial y sin miedo a las miradas de los desconocidos (más perceptivas que la confiada inocencia de la niña). Cuando regresaba caminando a casa con ella, y también cuando se rezagó un poco al subir la escalera, se sentía atormentado no sólo por la sensación de haber perdido una oportunidad sino también porque pensaba que, hasta que hubiese hecho ciertas cosas específicas al menos una vez, no podría gozar de las promesas que el destino le transmitía a través de la inocente charlatanería de la niña, de los sutiles matices de su infantil sentido común y de sus silencios (esos momentos en los cuales sus dientes, desde debajo del labio oidor, oprimían suavemente el labio pensativo), de la gradual aparición de los hoyuelos cuando escuchaba aquellos viejos chistes que a ella le parecían nuevos, y de las intuitivamente percibidas ondulaciones que se producían en las corrientes subterráneas del objeto de su atención (sin cuya existencia jamás habría podido la niña tener aquellos ojos). De modo que, ¿y si, en el futuro, su propia libertad de acción, su libertad para hacer y repetir ciertas cosas especiales, lograra que todo fuese límpido y armonioso? Mientras tanto, ahora, hoy, una errata de imprenta del deseo distorsionaba el sentido del amor. Esa mancha oscura representaba un tipo de obstáculo que había que aplastar, borrar, lo antes posible —con cualquier clase de felicidad falsificada—, para que la niña pudiese al fin captar la broma, y así podría él encontrar una recompensa: la de poder reírse a gusto con ella, la de poder cuidarla desinteresadamente, la de fundir la ola de paternidad con la ola del amor sexual.

Sí, la falsedad, la furtividad, el temor al más mínimo recelo, queja o inocente delación («Sabes, Madre, cuando estamos solos siempre me acaricia»), la necesidad de estar permanentemente en guardia para no ser presa de algún fortuito cazador en estos superpoblados valles, sí, todo esto era lo que ahora le atormentaba, y lo que dejaría de existir en la libertad de su propio coto. Pero, ¿cuándo? ¿Cuándo?, pensaba con desesperación, andando de un extremo a otro de las silenciosas y familiares habitaciones de su piso.

A la mañana siguiente acompañó a su monstruosa prometida a una consulta. Ella tenía que ver al médico, sin duda para formularle ciertas preguntas delicadas, puesto que le dijo al novio que fuera al apartamento de ella y la esperase allí para comer juntos al cabo de una hora. Él había olvidado ya su desesperación nocturna. Sabía que su amiga (cuyo esposo no la había acompañado) también había salido para hacer unos recados, y la anticipación del momento en el que iba a encontrarse a solas con la niña se fundía como cocaína en sus lomos. Pero cuando entró corriendo en el piso se la encontró charlando con la asistenta, rodeada de una rosa de los vientos. Él cogió un periódico (del día treinta y dos) e, incapaz de distinguir las líneas, permaneció largo rato sentado en la salita ya arreglada, escuchando la animada conversación en las pausas que dejaba el aullido del aspirador en la habitación contigua, o contemplando el esmalte de su reloj mientras asesinaba mentalmente a la asistenta y facturaba el cadáver a Borneo. Luego oyó una tercera voz y recordó que la vieja también se encontraba allí, en la cocina (le pareció que mandaba a la niña a la tienda de ultramarinos). Después terminaron los aullidos del aspirador, se cerró estrepitosamente una ventana, y cesó el ruido callejero. Permaneció esperando otro minuto, y luego se puso en pie y, tarareando bajito y lanzando miradas a todos los rincones, comenzó a explorar el piso.

No, no la habían enviado a ningún lugar. Se encontraba junto a la ventana de su habitación, mirando la calle, con las palmas de las manos apoyadas en el cristal.

Ella se volvió y, sacudiendo sus rizos y reanudando ya su observación, le dijo a toda prisa:

—¡Mire... un accidente!

Él se acercó más y más, sintió en la nuca que la puerta se había cerrado sola, fue aproximándose a la ágil concavidad de la columna vertebral de la niña, a los frunces de su cintura, a los cuadros en forma de losange de aquella tela cuya textura ya podía palpar desde dos metros de distancia, a las firmes venas azul pálido que se veían por encima del borde de sus calcetines hasta la rodilla, a la blancura de su nuca, que brillaba a la luz lateral que se colaba bajo sus rizos castaños, los cuales fueron vigorosamente sacudidos otra vez (costumbre en sus siete octavas partes, coqueteo en la restante).

—Ah, un accidente... un taxi-dente... —murmuró él, fingiendo que se asomaba a mirar por el hueco de la ventana que quedaba encima de la coronilla de ella, pero sin ver nada que no fueran los puntitos de caspa que salpicaban el sedoso vértice.

—¡La culpa es del rojo! —exclamó ella con firme convicción.

—Ah, del rojo... Daremos buena cuenta del rojo —continuó él sin pensar lo que decía y, detrás de ella, a punto de desmayarse, aboliendo el centímetro final de la derretida distancia, le cogió las manos y comenzó a, insensatamente, entreabrirlas y tironearlas, mientras ella se limitaba a girar suavemente la delgada muñeca de su mano derecha, intentando, de forma mecánica, señalar con el dedo al culpable.

—Espera —dijo él con la voz ronca—, aprieta los codos contra los costados y veamos si soy capaz, veamos si puedo levantarte.

Justo entonces les llegó desde el vestíbulo un estampido al que siguió el ominoso frufrú de una gabardina, y él dio un paso atrás con torpe brusquedad, se metió las manos en los bolsillos, se aclaró la garganta con un gruñido, y comenzó a decir en voz alta:

—... ¡por fin! Estábamos muriéndonos de hambre...

Y cuando se sentaban a la mesa aún notaba una dolorosa, frustrada y corrosiva debilidad en las pantorrillas.