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Después de cenar llegaron unas señoras a tomar café, y, al anochecer, cuando se remansó el oleaje de las invitadas, y la fiel amiga de la viuda tuvo la discreción de irse al cine, la exhausta anfitriona se tendió en el sofá:

—Vete a casa, cariño —le dijo sin alzar los párpados—. Seguro que tienes asuntos que atender, probablemente no has preparado aún el equipaje, y yo tengo ganas de acostarme porque, de lo contrario, mañana seré incapaz de hacer nada.

Emitiendo un breve mugidito que pretendía simular ternura, el caballero le dio un besito en la frente, fría como el queso fresco, y luego dijo:

—Por cierto, no dejo de pensar en la pena que me da esa pobre niña. Quisiera sugerirte que, al final, le permitiéramos quedarse aquí. ¿Por qué tiene la pobrecilla que seguir viviendo con unos desconocidos? Es absolutamente ridículo que siga así ahora que ya vuelve a tener una familia. Piénsalo bien, mi amor.

—Pues sigo empeñada en que se vaya mañana —dijo ella lenta y pesadamente, con un hilillo de voz, sin abrir los ojos.

—Trata de comprenderlo, por favor —prosiguió él bajando el tono de voz, pues la niña, que había cenado en la cocina, parecía haber terminado, y se notaba su leve fulgor, muy cerca—. Trata de entender lo que te digo. Aunque les paguemos todos los gastos, e incluso suponiendo que les paguemos más de la cuenta, ¿crees que lograrán que se sienta mejor que aquí? Lo dudo. Hay en esa ciudad un colegio magnífico, podrías decirme —ella permanecía en silencio—, pero encontraremos aquí otro que sea mejor incluso, aparte de que yo he sido siempre, y lo seguiré siendo, partidario de proporcionarles a los niños una educación particular, en casa. Pero lo principal es... Mira, la gente podría pensar, y hoy mismo ya has podido escuchar una leve insinuación de lo que te digo, que, a pesar del cambio de situación, es decir que ahora que tienes mi apoyo en todo y para todo, y que podemos buscar un piso mayor que éste, alguno que nos proporcione una intimidad completa, etcétera, la madre y el padrastro siguen desatendiendo a esa criatura.

Ella no dijo nada.

—Puedes hacer, naturalmente, lo que te plazca —dijo él con nerviosismo, atemorizado por el silencio de ella (había ido demasiado lejos).

Ya te he dicho —dijo ella tan lenta y pesadamente como antes, con una vocecilla ridícula, de mártir— que lo principal para mí es mi propia paz y tranquilidad. Si cualquier cosa la perturbara, moriría... ¿Lo oyes? Ahí la tienes, arrastrando los pies o golpeando no sé qué. ¿Verdad que no era un ruido muy fuerte? Pues ya es suficiente para provocarme un espasmo nervioso y para hacerme ver las estrellas. Los niños son incapaces de caminar sin dar golpes por todas partes; aunque tuviéramos veinticinco habitaciones, las veinticinco serían ruidosas. De manera que tendrás que elegir entre ella o yo.

No, no... ¡No quiero ni oírte decir cosas así! —exclamó él con un nudo de pánico en la garganta—. ¡No se trata en absoluto de elegir..., por lo que más quieras! Se trataba solamente de unas consideraciones teóricas. Tienes razón. Es más, la tienes porque yo mismo soy partidario de la paz y la tranquilidad. ¡Sí! Defenderé el statu quo,y que la gente murmure lo que quiera. Tienes razón, mi amor. Por supuesto, no descarto que quizá más adelante, la próxima primavera..., si te has repuesto del todo...

—Jamás me repondré del todo —contestó ella en voz baja, enderezándose y, con un crujido, rodando pesadamente hasta ponerse de costado. Después apoyó la mejilla en el puño y, diciendo que no con la cabeza y lanzando una mirada oblicua, volvió a repetir la misma frase.

Tras la ceremonia civil y la comida moderadamente festiva del día siguiente, la niña partió después de haber tocado, dos veces y delante de todo el mundo, la afeitada mejilla del novio con sus fríos y no apresurados labios: en una ocasión por encima de la copa de champagne, para felicitarle, y luego junto a la puerta, cuando se despedía. Tras lo cual él llevó sus maletas a la habitación que había pertenecido a la niña, pasó un buen rato arreglando allí sus cosas, y encontró, en el último cajón de una cómoda, un trapito de la niña que le resultó mucho más significativo que aquellos dos besos incompletos.

A juzgar por el tono que aquella persona (le parecía que la palabra «esposa» era desproporcionada) utilizó para recalcar que solía ser mucho más cómodo dormir en habitaciones separadas (cosa que él se abstuvo de discutir) y que por lo que a ella se refería estaba acostumbrada a dormir sola (él se abstuvo de hacer comentarios), no tuvo más remedio que concluir que se esperaba de él que esa misma noche tomase parte activa en la primera violación de aquella costumbre. A medida que la oscuridad iba cerrándose gradualmente al otro lado de la ventana, y que él iba sintiéndose cada vez más necio por estar sentado junto al sofá que ella ocupaba en la salita, por seguir comprimiendo o llevando a su tensa quijada, siempre en silencio, aquella ominosamente dócil mano de dorso lustroso y salpicado de pecas azuladas, fue percibiendo, con mayor claridad que nunca, que había llegado el momento decisivo, que ya no había escapatoria posible de lo que él mismo había previsto desde hacía mucho tiempo, aunque sin dedicarle apenas atención (cuando llegue eso, ya me las arreglaré como sea); este momento estaba ahora llamando a la puerta y era absolutamente claro que él (el pequeño Gulliver) iba a ser incapaz, desde el punto de vista físico, de abordar los anchos huesos, las múltiples cavernas, el abultado terciopelo, los amorfos tobillos, la repulsivamente torcida conformación de la pesada pelvis, por no hablar de las rancias emanaciones de su marchita piel y los aún no vistos milagros de la cirugía..., y aquí se le quedó la imaginación como colgada de un alambre de espino.

Ya en la cena, cuando rechazó vacilando una segunda copa de vino y, luego, al aparentar que cedía a la tentación, le explicó a ella, en prevención de lo que pudiera ocurrir, que en los momentos de júbilo solía padecer variados y diversos dolores angulares. Y así, ahora comenzó a soltarle gradualmente la mano y, fingiendo de forma bastante tosca que tenía pinchazos en las sienes, dijo que saldría a respirar un poco de aire fresco.

Compréndelo —añadió, fijándose en la mirada extrañamente atenta (¿o empezaba quizás a ser víctima de su imaginación?) de aquellos dos ojos y aquella verruga— , compréndelo... La felicidad es para mí una sensación nueva... Y tu misma proximidad... No, jamás me atreví siquiera a soñar que tendría una esposa tan...

Bien, pero no tardes. Me acuesto temprano, y no me gusta que me despierten —contestó ella, echando a perder su recién estrenada permanente, y aplicando la uña al botón superior de su chaleco; luego le propinó un empujoncito, y él comprendió que no se le autorizaba a declinar la invitación.

Ahora rondaba bajo la estremecedora indigencia de la noche de noviembre, por entre la niebla de unas calles que, desde los tiempos del Diluvio, han quedado inmersas en un estado de humedad permanente. Tratando de distraerse, se concentró en su contabilidad, sus prismas, su profesión, magnificando artificialmente la importancia que todo aquello tenía en su vida, pero enseguida se le disolvían estos pensamientos en el puré flotante, en el febril frío de la noche, en el dolor de las luces ondulantes. Sin embargo, debido precisamente a que cualquier clase de felicidad quedaba descartada por ahora, comenzó a ver otra cosa con la más absoluta claridad. Midió con exactitud la distancia que había recorrido, evaluó la total inestabilidad y espectralidad de sus cálculos, toda esta locura tranquila en la que se había metido, el evidente error de su obsesión, que sólo fluía libre y auténtica en los estrechos confines de la fantasía pero que ahora se había desviado y ya se encontraba lejos de esa otra forma, la única legítima, para embarcarse (con la patética diligencia del chiflado, del tullido, del niño obtuso... ¡Sí, de un momento a otro le regañarían, le darían unos buenos azotes!) en planes y actos que se hallaban situados en otro plano, el de la vida adulta, material. ¡Y aún estaba a tiempo de salir de allí! Huir de inmediato, remitirle luego una carta urgente a esa persona, explicarle en ella que era absolutamente incapaz de toda cohabitación (cualquier razón serviría), que sólo cierto sentimiento de excéntrica compasión (desarrollar este tema) le había conducido a aceptar el compromiso de darle su apoyo, y que ahora, una vez legitimado para siempre tal compromiso (ser más concreto), había decidido retirarse de nuevo a su oscuridad de cuento de hadas.