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«Por otro lado —continuó mentalmente, creyendo que seguía desarrollando el mismo y sobrio razonamiento (y sin haberse dado cuenta de que un proscrito ser de pies descalzos se le había colado por la puerta trasera)—, qué sencillo sería todo si mamá muriese mañana mismo. Pero no, no tiene ninguna prisa, le ha hincado los dientes a la vida y resistirá, así colgada, ¿y qué podría yo ganar si se tomase todo el tiempo del mundo para morir, y quien acudiera a su funeral fuese una mírame-y-no-me-toques de dieciséis años, o una desconocida de veinte? Qué sencillo sería todo —reflexionó, haciendo una pausa, muy apropiada, a la luz del escaparate de una farmacia— si tuviera algún veneno a mano... La verdad, no necesitaría una cantidad muy grande. ¡Si una simple taza de chocolate es para ella tan mortal como la estricnina! Pero el envenenador deja la ceniza de su pitillo en el ascensor... Además, seguro que, de pura costumbre, la abrirían de arriba abajo.» Y aunque rivalizaran entre sí la razón y la conciencia (incitándole por turnos), para afirmar que, en cualquier caso, aunque encontrase un veneno ilocalizable, no era capaz de cometer un asesinato (a no ser, quizá, que el veneno fuera completa, absolutamente ilocalizable, y aun en ese caso —en esa hipótesis extrema— con el único fin de abreviar los tormentos de una esposa que, de todos modos, ya estaba condenada), dio rienda suelta al desarrollo teórico de cierto imposible plan, mientras su mirada ausente tropezaba con diversos frascos impecablemente empaquetados, y luego con la maqueta de un hígado, con un despliegue panóptico de jaboncillos, con las sonrisas recíprocas y de color espléndidamente coralino de un par de cabezas, masculina y femenina, mirándose con expresión agradecida. Después entrecerró los ojos, carraspeó, y, al cabo de un momento de vacilación, entró en la farmacia.

Cuando regresó a casa el apartamento estaba a oscuras; un rayo de esperanza le dijo que quizá ella ya se hubiese dormido, mas, ay, la puerta de su dormitorio estaba subrayada con precisión de regla por una finísima línea de luz.

«Charlatanes... —pensó con una sombría contorsión—. Habrá que atenerse a la versión original. Le daré las buenas noches a la querida difunta e iré a acostarme.» (Pero, ¿y mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Y todos los días que vendrán después?)

A mitad, sin embargo, de los discursos de despedida acerca de su jaqueca que pronunció al lado del exuberante cabezal de la cama, las cosas, repentina, inesperada y espontáneamente, dieron un giro muy cerrado y la identidad de aquella persona se desvaneció, de modo que, consumados los hechos, se encontró, considerablemente asombrado, con el cadáver de la milagrosamente derrotada giganta y se quedó mirando la faja de muaré que ocultaba casi completamente su cicatriz.

En la última época ella se había encontrado tolerablemente bien (la única queja que todavía la atormentaba eran los eructos), pero, durante los primeros días de su matrimonio, reaparecieron calladamente los dolores que había conocido el invierno anterior. De forma no exenta de poesía, ella formuló la hipótesis de que el enorme y malhumorado órgano que, por así decirlo, se había adormilado «como un perro viejo» en medio de todos aquellos cuidados incesantes, sentía ahora celos de su corazón, el rival recién llegado que, por otra parte, «no había recibido más que una sola caricia». Sea como fuere, se pasó un mes largo en cama, con el oído muy atento a este alboroto interior, a los intentos de escarbar y a los cautos hociqueos; después se calmó el ambiente, llegó incluso a levantarse de la cama, hojeó las cartas de su primer marido, quemó algunas de ellas, y separó unas cuantas cosillas antiquísimas: un dedal de niña; un monedero de malla que había pertenecido a su madre; otra cosa que era un objeto delgado, dorado, fluido como el tiempo. Cuando llegaron las Navidades se puso enferma otra vez, y la proyectada visita de su hija quedó en nada.

Él se mostraba indefectiblemente atento. Emitió murmullos consoladores y aceptó las torpes caricias con disimulado odio cuando, en una ocasión, trató aquella persona de explicarle, haciendo vanos esfuerzos por sonreír, que no era ella sino éste(un dedito señaló su vientre) el responsable de su separación nocturna, y lo dijo de un modo que parecía que estuviese embarazada (una falsa preñez, la preñez de su propia muerte). Siempre ecuánime, siempre controlado, mantuvo él ese tono de calma que adoptó desde el principio, y ella se mostró agradecida por todo, por la anticuada galantería con la que la trataba; por su educado empeño en no apearle el tratamiento, lo cual, según ella, proporcionaba una dimensión de dignidad a la ternura; por su modo de satisfacer sus caprichos; por la nueva radiogramola; por la dócil aquiescencia con la que estuvo él dispuesto a cambiar dos veces las enfermeras contratadas para atenderla las veinticuatro horas del día.

Si se trataba de recados sin importancia, ella le permitía desaparecer de su vista para ir, como muy lejos, a la habitación de la esquina, mientras que, cuando le reclamaban asuntos de negocios, establecían conjuntamente y de antemano la duración exacta de su ausencia y, como su trabajo no le imponía unos horarios fijos, en cada ocasión tenía él que combatir —alegremente, pero con los dientes apretados— para ganar cada pizca de tiempo. Una rabia impotente serpenteaba dentro de él, y se ahogaba entre las cenizas de las malogradas combinaciones que había fantaseado, pero ya estaba harto de sus intentos de precipitar la defunción; la esperanza misma de que se produjera había llegado a vulgarizarse de tal modo que ahora prefería cortejar su antítesis: quizás en primavera se recobraría aquella persona hasta tal punto que le daría permiso para llevar a la niña a la playa durante unos días. Pero, ¿cómo podía preparar el terreno? Al principio había imaginado que nada sería más fácil que, con la excusa de un viaje de negocios, pasar por aquella ciudad de la iglesia negra y de los jardines reflejados en el río; pero cuando en una ocasión dijo que, gracias a un golpe de suerte, seguramente podría visitar a la hija de ella en caso de que tuviera que desplazarse a determinado lugar (y nombró una ciudad próxima), tuvo la sensación de que cierta vaga brasa de celos, muy diminuta, casi subconsciente, se avivaba de pronto en los ojos hasta entonces inexistentes de aquella persona. Cambió apresuradamente de tema, y se contentó pensando que también ella parecía haber olvidado rápidamente aquel destello de estúpida intuición, que, por supuesto, no había que atizar en modo alguno.

La regularidad de las fluctuaciones de su salud eran, para él, la encarnación misma de la mecánica de su existencia; esa regularidad se convirtió en la regularidad de la misma vida; por su parte, notó que su trabajo, la precisión de su vista, y la poliédrica transparencia de sus deducciones, habían comenzado a mermar a consecuencia de la constante vacilación de su alma entre la desesperación y la esperanza, del perpetuo ondear de sus deseos insatisfechos, del doloroso peso de su enrollada y almacenada pasión..., de todo el salvaje y entumecedor peso de la existencia que él, y sólo él, había elegido.