Pero Benjamín reservaba la gran cuestión para la sobremesa, una vez que el espeso vino de Toro hubiera producido sus efectos. En su primitivismo, Benjamín era inteligente y, en lugar de afrontar directamente el tema de la sustitución de los bueyes por mulas, inició lateralmente el debate, poniendo en cuestión el barbecho al que calificó de labor anticuada e inútil.
Don Bernardo, que tenía un somero conocimiento de la tierra, pero suplía su ignorancia con la experiencia de sus contertulios en la taberna de Garabito, en la calle Orates, respondió que para mullir y orear la tierra se precisaba otro cultivo, el mijo ceburro, por ejemplo, del que había poca práctica en Castilla. El rentero miraba a don Bernardo de hito en hito y argumentó que el abono era preferible al cambio de cultivo, que en Toro llevaban dos años tirando abono y les iba mejor con ello que con el año y vez. Martín Martín, como cachorro educado en la sumisión, apoyaba a su padre con la mirada, pero don Bernardo, a quien irritaba la mendaz argumentación de padre e hijo, les preguntó si podía saberse dónde encontraban abono en Toro puesto que en Castilla, dijo, lo único que aumentan son las ovejas pero lo que el campo necesita es estiércol, no cagarrutas, y el poco estiércol de que disponemos se consume en las huertas. La conversación había seguido los cauces previstos por Benjamín, quien alegó, a propósito del estiércol, que lo más moderno en usos agrarios estribaba en sustituir el buey por la mula, ya que ésta come menos, es más fina, más ligera y gana tiempo, especialmente con el arado. Don Bernardo, sofocado por la discusión y el tinto, arguyó que la mula era un animal que carecía de fuerza y apenas arañaba la tierra por lo que su trabajo era pobre e inútil, mientras el buey, por mor de su fuerza, araba en surcos profundos con lo que defendía mejor la simiente. A esto adujo el rentero que el buey comía más y el pasto de que se alimentaba era difícil y caro, pero don Bernardo, lejos de doblegarse, intentó hacerle ver que la decadencia agrícola en otros lugares de España venía precisamente del hecho de haber sustituido el buey por la mula. Benjamín Martín, más pragmático, hizo hincapié en que en Villanubla únicamente dos labradores seguían con los bueyes de arado, pero, en tal coyuntura, don Bernardo Salcedo preguntó, con mucho tino, si no era Villanubla el único pueblo en decadencia del Páramo. El rentero lo admitió pero señaló una nueva dificultad: la exagerada parcelación de la tierra exigía traslados rápidos de las yuntas, y de los bueyes podía esperarse todo menos rapidez. Los jarros de espeso vino de Toro iban desapareciendo de la mesa y don Bernardo, acodado en el tablero, con las orejas rojas y la mirada perdida, acabó adoptando una solución salomónica: Podía ensayarse; las innovaciones requieren experimentación. Es así como avanza la ciencia. Se podían cambiar, por ejemplo, los bueyes de una yunta y dejarlos en las otras dos. La eficacia y el tiempo hablarían. El grano diría si la agilidad y alimentación de la mula compensaba el mejor trabajo del buey, o éste, por el contrario, seguía por delante de las presuntas virtudes de la mula.
Don Bernardo estaba cansado.
Eran demasiados días embromado en discusiones necias y las discusiones necias le fatigaban especialmente. Por otro lado le sacaban de quicio los interlocutores analfabetos. Y era ya casi de noche cuando abandonó la casa de los renteros con la cabeza cargada y brumosa.
El pueblo se adentraba pausadamente en las tinieblas y el señor Salcedo tomó a “Lucero” de la brida y lo condujo al paso hasta la casa de la viuda de Baruque, donde, como de costumbre, pensaba pernoctar. En la calle no había un alma y la viuda se llegó a la puerta de la calle con un candil. Acomodaron a “Lucero” en la cuadra y ella le preguntó qué iba a cenar.
Don Bernardo prefería no cenar.
La comida, a base de cerdo y judías pintas, le había resultado empachosa; le había dejado ahíto.
Al desprenderse de sus ropas embarazosas y estirarse desnudo en las planchadas sábanas gimió de placer.
Habían sido dos semanas cambiando cada día de dieta y alojamiento.
Muy de mañana pagó a la viuda y, por el atajo del Vivero, salió al camino de Zamora. En la encrucijada brincó una liebre de la viña y corrió cien metros zigzagueando por delante del caballo. Luego espoleó a éste y, a galope corto, se encaminó a Tordesillas. Su carácter metódico y rutinario no le permitió cambiar de ruta. Por unos segundos pensó en su hijo y en el donaire de Minervina con él en brazos. Sonrió. Rebasada Tordesillas picó a “Lucero”, atravesó las tierras de Villamarciel y Geria, orilló Simancas, cruzó el río por el puente romano y, a mediodía, entraba en Valladolid por la Puerta del Campo, dejando a mano derecha la Mancebía de la Villa.
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III
Sin apenas advertirlo, don Bernardo Salcedo se encontró enganchado de nuevo a la rutina. Meses atrás había llegado a pensar que podía morir de aburrimiento, pero ahora, como si aquello hubiera sido un amago de tormenta, pensaba que sus temores habían sido exagerados. Su “acceso de melancolía,” como él llamaba pomposamente a sus meses de vagancia, había sido vencido, así que volvió a tomar las riendas de su casa y de sus negocios. Por la mañana, tras el opíparo desayuno que le servía Modesta, don Bernardo se encaminaba al almacén de la vieja Judería, en los aledaños del Puente Mayor, y allí se encontraba con Dionisio Manrique, su fiel colaborador, que meses atrás había llegado a pensar que el amo se moría y el almacén habría que cerrarlo. Se imaginó sin trabajo, sin oficio ni beneficio, pordioseando entre los niños llenos de bubas que llenaban las calles de la villa, en invierno y en verano. Ahora, de pronto, el señor Salcedo, sin saber por qué ni por qué no, había salido del bache y había vuelto a hacerse cargo de la situación. El viaje a Burgos había sido el inicio de su resurgimiento. En el mismo despacho de don Bernardo, en una mesa de pino de Soria paralela, se sentaba él y, mal que bien, iba llevando las cuentas de las reatas de mulas que bajaban del Páramo y de los vellones almacenados en la inmensa nave de la Judería. “Atila”, el mastín feroz que le regalaron de cachorro, correteaba ladrando entre la tapia y el edificio y dormía con un ojo abierto en la caseta de la entrada. Era un can de oído fino y malas pulgas, y las noches, especialmente las de luna llena, las pasaba aullando en el corredor. No se sabía de ningún exceso cometido por el perro pero, tanto don Bernardo como su fiel Dionisio, presumían de que nadie se había llevado un vellón desde que “Atila” vigilaba el almacén.
Manrique, sin otra ayuda que Federico, un galopín de quince años, mudo de nacimiento, era el alma del establecimiento. El despacho, la mesa y los manguitos eran la tapadera de actividades más prosaicas. Por un lado, Dionisio anotaba los vellones que entraban y salían, pero por otro echaba una mano artesana y servicial para todo lo que fuera menester. Dionisio, por ejemplo, salía con Federico a la explanada, casi siempre embarrada, cada vez que se anunciaba una expedición y, entre ellos y el arriero, descargaban las sacas sin apelar a manos mercenarias, almacenando ordenadamente las pieles.
Del mismo modo Dionisio, en una prisa, como aconteció con el último viaje a Burgos, no dudaba en tomar el zamarro y el látigo y conducir personalmente una carreta hasta las instalaciones de don Néstor Maluenda en Las Huelgas o donde hiciera falta. Una vez metido en harina, no ponía reparos a nada, comía en el mostrador con los arrieros o dormía en las habitaciones colectivas de las ventas con objeto de que el patrón ahorrase unos maravedíes.