En el pequeño comercio que don Bernardo sostenía con la fábrica de zamarros de Camilo Dorado, en Segovia, era el propio Manrique el que alquilaba las reatas y las conducía por atajos pedregosos de la sierra que sólo él conocía. Don Bernardo, que sabía de la versatilidad de Dionisio, de su disponibilidad, definía a su subordinado de una manera peculiar, no exenta de tintes despectivos, como un hombre que hace lo mismo a un roto que a un descosido.
Los primeros días de verano fueron fechas de agitación en el almacén y la actividad desaforada desplegada por don Bernardo vino a restablecerle de la plétora causada por sus excesos gastronómicos, restablecimiento al que ayudó sin duda la sangría practicada por Gaspar Laguna que, en su día, había intervenido también a su señora inútilmente. Pero Salcedo no era hombre rencoroso. Detestaba la chapuza pero valoraba el trabajo bien hecho aunque no llegara a buen fin. En las personas que confiaba no dejaba de creer por un desacierto. Don Bernardo partía de la base de la imperfección humana y así, cuando avisó al barbero-cirujano, demostró que no le tenía ojeriza, pero, al propio tiempo, lo recibió con estas palabras: A ver si tenemos más suerte que con doña Catalina que gloria haya, amigo Laguna, lo que obligó al barbero a extremar toda su ciencia y habilidad.
A las doce del mediodía, don Bernardo marchaba del almacén.
Eran semanas de calor y las calles hedían a basuras y desperdicios.
Los niños, con las caritas llenas de bubas y landres, le salían al paso pordioseando, pero él los desatendía. Ya tienen a mi hermano, pensaba, ¿hay alguien en Valladolid que haga más por sus prójimos que mi hermano Ignacio? Caminaba despacio, evitando las alcantarillas, atento al ¡agua va! de las ventanas, hasta abocar a la taberna de Garabito, en la calle Orates, con su inevitable ramita verde junto al rótulo, donde solían reunirse tres o cuatro amigos a degustar los blancos de Rueda. El primer día que llegó, después de su larga ausencia, todos le manifestaron que le habían echado de menos porque eran de esa clase de amigos circunstanciales, de apeadero, tímidos, que habían asistido al sepelio de doña Catalina, como Dios manda, pero no osaron poner pie en su casa. Para doña Catalina eran “los amigotes” y no encontraba expresión más ajustada para designarlos. Pero los amigotes celebraron con unos vasos la reincorporación de don Bernardo a las tertulias mañaneras. Él les habló de su “acceso de melancolía” y, aunque ninguno de ellos sabía a ciencia cierta en qué consistía este mal, le preguntaron, con la reiteración propia de los borrachos, cómo se las había arreglado para pelarlo.
Don Bernardo, dado al ingenio verbal, miró uno a uno a los amigotes del grupo e hizo la revelación que había preparado en casa dos semanas antes: A mí me curó un correo urgente de Burgos. Los amigotes rieron, le propinaron palmadas en la espalda y se lo comunicaron a otros amigotes y todos coincidieron en que con el pellejo de vino de La Seca que acababa de abrir Dámaso Garabito terminaría de restablecerse.
Allí, en la taberna, don Bernardo se salía de la norma y la hipocresía: juraba, soltaba palabrotas, reía los cuentos obscenos y estos excesos le aligeraban y le disponían a afrontar con mejor ánimo la jornada vespertina de la villa. En ocasiones también buscaba consejo en la taberna de Garabito, como aconteció con Teófilo Roldán, labrador de Tudela, que cada semana atravesaba dos veces el Duero en la barcaza de Herrera, junto a su caballo, para atender su labranza. Teófilo Roldán bebía en tazón pues para él el blanco tras un cristal transparente perdía buena parte de sus propiedades. Escuchó a don Bernardo la historia de su rentero y cuando aquél le preguntó qué le parecía más conveniente tener el rentero a la parte o a sueldo fijo, don Teófilo, inspirado por el vino, con una lógica apabullante, le respondía que dependía de la parte. Don Bernardo se mostró franco por una vez: digamos un tercio de la cosecha, dijo. Don Teófilo fue rápido: en Tudela damos más -sugirió antes de que don Bernardo terminara de hablar.
Salcedo se ruborizó ligeramente; tenía un cutis suave, apto para ello: no vayamos a comparar, Tudela es un pueblo próspero mientras Pedrosa, malvive. Luego apuntó que con un tercio una familia en su pueblo podía redimirse, e incluso hacer fortuna, pero era difícil que lo consiguiera si el rentero era analfabeto, no sabía sumar y ventoseaba todo el tiempo delante de su señor. Es lo mismo -dijo- que hacerle desechar una idea una vez que ha arraigado en su pobre cerebro.
Teófilo Roldán empinaba el codo sin cesar. Había llegado a ese punto soñado en que se pierde la gravidez del cuerpo y se siente uno flotar. ¿Qué idea? -dijo-. ¿A qué idea se refiere, Salcedo? -preguntó tambaleándose. Concretamente -replicó don Bernardo- a persuadirle, sin necesidad de hacer números, de que el buey en el campo es un animal más rentable que la mula.
Roldán se inclinó hacia él hasta casi topar con su cabeza: ¿De veras lo cree usted así? Don Bernardo se desconcertó: ¿Usted no?
Según -dijo don Teófilo-. Según la labor y el terreno. Don Bernardo, sin razón alguna, salvo que iban aumentando sus libaciones, empezó a sentirse optimista. De repente habían dejado de importarle el buey y la mula y la rentabilidad del uno y de la otra; únicamente le importaba oír su voz, sentirse vivo y paladear el buen vino de La Seca: labores de arada -dijo-. Me refiero a labores de arada. La mula no ara, araña, y deja que se coman la simiente las palomas y los cuervos. Todos los pájaros se comen la simiente, tartajeó Roldán poniéndole una mano en el hombro.
Don Bernardo sonreía denegando con la cabeza: pero no siempre, amigo mío, el buey ahonda y defiende la semilla. Los ojos de don Teófilo se ponían turbios: pe…
pe… pero ¿usted tiene tanta autoridad como para dar órdenes a su rentero? Me concede esa licencia -aclaró el señor Salcedo-: me cede el poder espontáneamente porque él no entiende de papeles.
Don Bernardo se dejaba envolver con gusto en la vieja rutina.
Acudía diariamente a la taberna de la calle Orates, junto a la casa de locos, o a cualquier otra donde apareciera una rama verde en el rótulo del establecimiento. Era significativo porque, sin ponerse de acuerdo, los amigotes siempre coincidían en la cantina que abría cuba o pellejo ese día. De ordinario eran vinos que habían entrado en la villa por la puerta del Puente Mayor o la de Santiesteban, antes de cumplirse los cinco meses de la vendimia como era preceptivo, e inscritos en el registro de entradas para saber a cuánto ascendía el consumo. Los tintos solían ser flacos, a medio hacer y poco cotizados, pero el buen catador siempre esperaba la sorpresa.
Tras probarlo, como buenos degustadores, comentaban las virtudes y defectos del nuevo mosto. Y, de cuando en cuando, reaparecía otro amigote, menos asiduo que los demás, que había oído algo de la enfermedad de don Bernardo y le preguntaba por su restablecimiento. Y Salcedo, que consideraba su respuesta una de las más ingeniosas de los últimos tiempos, se echaba a reír y respondía: un correo urgente de Burgos me sanó, aunque vuesa merced no lo crea. Y el amigote reía con él, y le palmeaba fervorosamente la espalda porque el nuevo vino tenía una graduación más alta de la esperada y con cuatro vasos se nublaba la inteligencia.
A las dos, don Bernardo se retiraba a casa con el buen humor que le proporcionaba la taberna de Garabito. Modesta, mientras le servía la comida, solía hacerse lenguas sobre las nuevas gracias del niño. Ella no entendía que un padre pudiera mostrarse indiferente ante los progresos de su propio hijo, pero lo cierto es que Salcedo apenas la escuchaba y se preguntaba mil veces qué era lo que, en el fondo de sí mismo, sentía por aquella criatura. De regreso de Pedrosa, don Bernardo imaginó que sus sentimientos hacia el pequeño oscilaban entre la atracción y el rechazo. Algunas tardes, sin embargo, subía a las buhardillas y, al ver a su hijo, reconocía que nunca sintió amor por él, a lo sumo mera curiosidad de zoólogo. Entonces podía pasarse siete días sin volver por el piso alto. Al cabo de una semana tornaba a sentir esa vaga atracción, que únicamente existía en su imaginación, y se presentaba en las buhardillas por sorpresa. Minervina planchaba o cambiaba los pañales al niño, acompañando su acción de canciones a media voz o palabras cariñosas.