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Don Bernardo miraba a la muchacha sin dejarlo: tenía el convencimiento de que la legumbre y el cerdo, el alimento invariable del pueblo, generaba seres anchos y retacos.

Por eso le sorprendía aquella chica de Santovenia, alta y fina, en la que cada día descubría un nuevo encanto: el largo y frágil cuello, los pechitos picudos sobre la burda saya, el trasero pequeño y prominente cada vez que se inclinaba sobre la tabla de planchar. Toda ella era belleza y armonía, una especie de aparición. Un mes más tarde se dio cuenta de otra cosa:

que el niño no le provocaba atracción o rechazo, sino simplemente rechazo y que la atracción provenía de Minervina. Entonces rectificó su confidencia a don Néstor Maluenda en el sentido de que él no era hombre de una sola mujer sino de una sola esposa. Conforme pasaba el tiempo, las más elementales exigencias lascivas crecían cada vez que veía a la muchacha. Pero ella se mostraba tan ajena, tan indiferente a sus miradas, tan recriminadora a veces, que no se atrevía a pasar de la mera contemplación. Sin embargo, un día ardiente de verano, sugirió a la chica que bajara a dormir al piso primero donde el bochorno se hacía más soportable.

– ¿Y el niño? -dijo Minervina a la defensiva.

– Con el niño, naturalmente.

Si le aconsejo eso es pensando en la salud del pequeño.

Minervina le midió de arriba abajo con sus transparentes ojos lilas sombreados por espesas pestañas, luego miró al niño y denegó con la cabeza, subrayando después su negativa:

– Estamos bien aquí, señor -dijo.

A partir de este tropezón pueril la imagen de la nodriza no se apartaba de su cabeza. Y, hechizado por sus encantos, la espiaba día y noche. Sabedor de que el niño mamaba cada tres horas, procuraba informarse de la última toma para sorprenderla en la siguiente con el pecho descubierto. Y, cada vez que lo intentaba, subía las escaleras de puntillas, las manos temblorosas y el corazón acelerado. Mas, si antes de abrir la puerta de la escalera, les oía reír y retozar en la habitación inmediata, regresaba a la sala sin asomarse. Ocurría que Minervina tomaba sus precauciones ante la frecuencia de sus visitas, pero una tarde, cuando menos lo esperaba, la sorprendió por el resquicio de la puerta con el niño en el enfaldo, el brazo derecho fuera de la saya y el pequeño pecho firme y puntiagudo, de pezón sonrosado, en espera de que la criatura lo tomase. Dios mío, murmuró don Bernardo, deslumbrado por tanta belleza, pegando su ojo a la rendija.

– ¿Es que no lo quieres hoy, mi tesoro? -dijo la chica.

Y sonreía con sus labios jóvenes y gordezuelos. En vista del desinterés del niño tomó su pecho con dos dedos y dibujó con la punta del pezón la boca del bebé, quien, tan directamente estimulado, agarró ávidamente el pecho como la trucha la lombriz que el pescador le ofrece de improviso en el hilero. Entonces don Bernardo, incapaz de reprimir el jadeo, se apartó de la puerta y bajó las escaleras temeroso de delatarse. Repitió la excursión en las tardes siguientes.

El recuerdo de aquel pechito inocentemente ofrecido le volvía loco.

En el almacén no era capaz de concentrarse, rendía poco, delegaba la mayor parte de las tareas en manos de Manrique. Luego en la taberna de Garabito se emborrachaba en las catas y, al llegar a casa, se encamaba pretextando dolor de cabeza.

Los vapores del alcohol se iban disipando pero, a cambio, la imagen de aquel pechito desnudo volvía a subírsele a la cabeza. Hacía el cálculo de las mamadas y subía al piso alto sobre las seis, la cuarta toma del día. Pero una tarde bochornosa de finales de septiembre, con las puertas del piso alto abiertas de par en par, una ráfaga de viento caliente cerró violentamente la puerta de Minervina y la señora Blasa apareció, sin avisar, en la última del pasillo.

– ¿Necesita vuesa merced alguna cosa?

Don Bernardo se sintió abochornado:

– Subía a ver al niño. Hace días que no le veo -dijo.

La señora Blasa entró en la habitación de Minervina y volvió a salir con la misma diligencia. Tenía más marcadas las arrugas horizontales de la frente, fenómeno que acontecía cada vez que en su cabeza surgía una idea. Al mismo tiempo en las comisuras de la boca se insinuaba un mohín burlón:

– Está mamando, señor. La Miner lo bajará en cuanto termine.

Descendió las escaleras lentamente, avergonzado, como un ladrón sensible sorprendido con las manos en la masa. Pero a la noche, en su visita diaria a su hermano Ignacio, le confesó:

– Ahora pienso si a don Néstor Maluenda no le diría la verdad, Ignacio. ¿No crees tú que se puede ser hombre de una sola esposa pero de varias mujeres? El cuerpo me pide, Ignacio, me apremia; hay días que no pienso en otra cosa.

Me parece que echo en falta una mujer a mi lado.

Esperaba que su hermano, ocho años más joven que él, pero probo y justo, le diese un sabio consejo o, siquiera, la oportunidad de contarle su naciente pasión por Minervina, pero Ignacio Salcedo cortó en flor sus ilusiones:

– ¿Quién te dijo que seas hombre de una sola esposa, Bernardo?

Tú necesitas otra mujer. Eso es todo. ¿Por qué no le dices a fray Hernando que te ayude a buscarla?

Le dejó desconcertado. No se trataba de hablar con fray Hernando, sino de convencer a Minervina de que, entre mamada y mamada del pequeño Cipriano, se entretuviera un rato con él en el lecho de la buhardilla. El problema no consistía, pues, en arreglar una boda sino en facilitarle el acceso a los dominios de la chica, de poder desahogar con ella sus apremios carnales. Esto no lo aprobaría nunca fray Hernando y, menos aún, su hermano Ignacio, tan recto, tan íntegro. ¿A quién acudir entonces?

Una tarde, Modesta le sobresaltó gritando que el niño andaba.

Acababa de cumplir nueve meses y apenas pesaba quince libras, aunque había dado abundantes pruebas de agilidad. A veces se ponía cabeza abajo en la cama de Minervina para que la chica riera. Otras saltaba la barandilla de la cunita con notable ligereza y permanecía un rato de pie sin moverse, sin sujetarse a nada, observando, como solía hacer al abrir los ojos, los objetos que le rodeaban. Ahora, don Bernardo, sorprendido en plena cabezada, no desaprovechó la oportunidad de volver a ver a la muchacha y ascendió pesadamente las escaleras del piso alto. En el pasillo tropezó con su hijo caminando a solas hacia las escaleras, mientras Minervina, sonriente, le seguía agachada, los brazos abiertos tras él, protegiéndole. Detrás de ella marchaban, como unas mialmas, Modesta y la señora Blasa:

– Se da cuenta vuesa merced, el niño ya se anda -decía con voz explosiva la cocinera.

Mas don Bernardo, fingiendo una ira que no sentía, aprovechó la circunstancia para censurar a Minervina su descuido, para fustigarla. A un niño de nueve meses no se le podía poner en pie si no quería arquearle las piernas para el resto de su vida. Las piernas de un niñito a esta edad eran como de gelatina, incapaces de soportar su propio peso sin resentirse. Iba alzando la voz y, cuando advirtió que los ojos lilas de Minervina se inundaban de lágrimas, experimentó un raro placer, como si fustigara con un látigo la espalda desnuda de la muchacha. Mas, pese a su aparente indignación, a partir de esa tarde fue imposible recluir a Cipriano en su cunita. Se bajaba de ella con facilidad pasmosa y correteaba por el pasillo como un niño de dos o tres años. Es decir, Cipriano no sólo andaba sino que corría como si llevase una vida ensayando y, si alguien trataba de impedirlo, se zafaba de sus brazos y reemprendía la carrera. Diríase que al pequeño le habían dejado huella las gélidas miradas de su padre, cuando, de niño, la sensación de frío le despertaba y sentía la necesidad de escapar.