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El capitán Berger denegó con la cabeza, sonriendo. Tendría doce o quince años más que su interlocutor, una roja perilla y un pelo muy rubio, casi albino, más propio de un escandinavo que de un alemán.

Seguía observando las pequeñas manos de Salcedo con viva curiosidad, los ojos entrecerrados, y, paulatinamente, elevó la mirada hasta su rostro, reducido también, como reducidas y correctas eran sus facciones, dominadas por unos ojos sombríos y profundos. Para escapar de la sugestión del personaje, bebió medio vaso de vino de Burdeos, de una jarra colocada en el centro de la mesa, levantó los ojos y precisó:

– Creo que el alma del negocio en Valladolid fue siempre el “Doktor”. La madre fue uno de sus apoyos. Tal vez la que acogió la doctrina de la justificación con mayor entusiasmo. Al “Doktor” le conocí en Alemania, en Erfurt, cuando aún era un exasperado erasmista. Luego, al regresar a Valladolid, llevaba ya “la lepra” consigo.

Salcedo se revolvió inquieto.

Le ocurría siempre que creía haber dicho algo improcedente, tal vez otra reminiscencia de su temor filiaclass="underline"

– En realidad, lo que quería decir -aclaró- es que doña Leonor era la mujer fuerte, la que sostenía al Doctor en sus horas bajas y daba vida y sentido a los conventículos.

El capitán Berger prosiguió como si no le hubiera oído:

– No le devolví la visita al “Doktor” hasta ocho años más tarde. Fue aquél un viaje inolvidable a Valladolid. Tuve el honor de asistir a un conventículo presidido por el “Doktor” junto a su madre, doña Leonor de Vivero. Sin duda, esta mujer tenía una visión clara de las cosas, una idea inequívoca de lo esencial, aunque en sus modales mostrase un cierto autoritarismo.

La línea azul del mar subía y bajaba en la portilla, acorde con el leve balanceo del navío. También acompañaba a los comensales un reiterado crujido del mamparo de madera que separaba el pequeño refectorio de la camareta del capitán. Dijo Cipriano Salcedo asintiendo:

– Todos sus hijos la veneraban.

Les confortaba su fe. Uno de ellos, Pedro, párroco de Pedrosa, compartía con ella la afición de Lutero por la música porque entendía que la verdad y la cultura, para ser tales, deben marchar unidas.

El joven marmitón les servía ahora un plato de carne y, al concluir, colocó sobre la mesa otra jarra de tinto de Burdeos antes de ausentarse. El capitán vertió vino en el vaso de Salcedo. Tellería aún no lo había probado y seguía observando a Berger con una curiosidad de entomólogo, mientras cargaba de tabaco la cazoleta de su pipa, una pipa india, de barro, que los matuteros de los galeones introducían en Sevilla, junto con el tabaco, cuyo consumo empezaba a difundirse entre el pueblo pese a la enemiga de la Inquisición. El capitán aguardó a que el pinche cerrara la puerta corredera para decir:

– Al referirnos a Valladolid no debemos olvidar a un hombre clave, don Carlos de Seso, encarnación perfecta del macho veronés: apuesto, fuerte, inteligente y presumido. A mi entender, don Carlos de Seso es una figura imprescindible en el despertar del luteranismo castellano.

Cipriano Salcedo acariciaba a contrapelo su corta barba. Asentía de una manera mecánica, un poco forzada:

– Don Carlos de Seso es un hombre interesante, muy leído, pero hay algo oscuro en torno a su persona: ¿por qué marchó de Verona?

¿Por qué recaló en España? ¿Huía tal vez de algo o por simple espíritu de misión?

El capitán Berger no ocultaba ningún detalle que pudiera interpretarse como desconocimiento de la realidad luterana:

– Los papistas, en principio, aceptan a Seso, cuentan con él.

Incluso lo enviaron a Trento, al Concilio, acompañando al obispo de Calahorra. Algún malintencionado llegó a decir que iba de intérprete simplemente, pero esto no es cierto. El propio obispo le dijo a Carranza, cuando preparaba el viaje de regreso a España, que con don Carlos de Seso iba en buena compañía, que era un caballero afable e ilustrado y que se hablaba de él con satisfacción y sin ningún escándalo en todos los círculos intelectuales. Por medio estuvo su famosa entrevista con el gran teólogo Carranza en Valladolid, pero nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ocurrió allí.

La galeaza empezó a cabecear ligeramente y Tellería, que acababa de dar una profunda fumada a su pipa, miró hacia el ojo de buey sorprendido, como si estuviera jugando a las cartas y hubiera advertido de pronto que le estaban haciendo trampas. Por su parte, Cipriano observaba con una viva desconfianza al sevillano, aquel hombre hierático y enlutado que fumaba su pipa sin inmiscuirse en la conversación. Pero la abierta actitud del capitán Berger hacia él, el irónico desdén con que le miraba, disipaba de antemano todo recelo.

Sus ojos grises, tan conscientes y responsables, parecían decirle:

Hable sin temor, amigo Salcedo.

Nuestro invitado, don Isidoro Tellería, tiene más motivos que nosotros para callar. No obstante, el capitán miró a Tellería antes de aclarar lacónicamente:

– Hemos entrado en el Canal.

Retiró la jarra vacía y la sustituyó por otra. Isidoro Tellería, que seguía sin probar el vino, observaba a sus contertulios con una mezcla de estupor y escepticismo. Por contra, el capitán Berger ganaba en locuacidad a cada vaso que bebía:

– Me interesa el viaje de vuesa merced -dijo a Salcedo-. Comprar libros, buscar apoyos, visitar a Melanchton, dice que eran sus objetivos. ¿Ha podido usted cumplirlos? ¿Cómo ha viajado por el país?

¿Qué ciudades ha visitado?

Salcedo asentía a las palabras de Berger:

– El 13 de abril salí de Valladolid -respondió-. Salvo la cada día más problemática conexión con Sevilla, llevábamos meses aislados. Después de largas charlas, el Doctor reconoció que necesitábamos información de primera mano.

Le interesaba mucho el pensamiento de Melanchton una vez muerto Lutero. No sabía exactamente de qué pie cojeaba.

– Y ¿cómo se las arregló vuesa merced?

– Era delicado -admitió Salcedo, que aún consideraba a Tellería con suspicacia-. El Santo Oficio acababa de prohibir las salidas de España a clérigos e intelectuales.

Viajé, pues, a caballo hasta Pamplona y un experto me ayudó a pasar el Pirineo. Después combiné todos los medios de transporte imaginables: calchona, barco, a pie, a caballo. Era aconsejable no seguir una línea recta y cambiar a menudo de alojamiento y medio de locomoción. Así recorrí el sur de Francia: Burdeos, Toulouse hasta Lausana. Francia tiene buenos caminos a pesar de la densidad de tráfico.

El capitán se mostraba impaciente:

– Y ¿en Alemania?

– Continué con mis precauciones. Decían que había espías por todas partes y me dejaba ver lo menos posible. Tomaba contactos en las ciudades importantes. Visité Hamburgo, Erfurt, Eisleben y Wittenberg, el meollo luterano, con escapadas frecuentes al entorno rural. Pero fue en Wittenberg donde compré los libros y pude, al fin, entrevistarme con Felipe Melanchton.

Los ojos amusgados del capitán Berger animaban a Salcedo en su relato, le estimulaban. Prosiguió:

– Wittenberg me sorprendió por su actividad editorial. Había imprentas y librerías por todas partes. Recorriendo la ciudad entendí aquello de que Lutero era hijo de la imprenta, porque, bien mirado, su fuerza estaba en ella. Era el primer hereje que disponía de un medio de comunicación tan eficaz, tan poderoso, tan rápido. Por otra parte advertí que la mayoría de los tipógrafos eran secuaces suyos, y, como seguidores fieles, se mostraban diligentes en aquellos trabajos que interesaban al reformador y, por contra, se demoraban y llenaban de erratas aquellos otros que venían de sus adversarios. Fue allí, en Wittenberg, donde pude hojear “Pasional”, ese libelo antipapista, lleno de textos torpes e ilustraciones groseras en las que conciben la figura del Papa como un asno defecado por el diablo.