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Manrique era para Salcedo un joven medroso, todavía casadero y bien mandado. Y Salcedo era para Manrique un hombre recto, encarnación de las buenas costumbres, comedido en el ejercicio de su autoridad. De ahí su sorpresa cuando el jefe abandonó su mesa esa mañana y se dirigió a la suya con mirada encendida:

– Anoche visité la Mancebía de la Villa, Manrique -dijo sin rodeos-. Todo hombre tiene sus exigencias y yo, ingenuamente, pensé satisfacerlas allí. Pero ¿ha visto usted cómo están las calles de la villa de mendigos llenos de bubas y escrófulas? ¿De dónde cree usted que salen esos millares de sifilíticos? ¿Cómo podremos evitar que la nefanda enfermedad acabe con nosotros?

Dionisio Manrique, que mientras don Bernardo hablaba tuvo tiempo de reprimir su desconcierto, miró a su jefe y lo vio apurado, sin asideros. Trató de confortarlo:

– Algo se está haciendo, don Bernardo, en este sentido. Y su hermano lo sabe. La cura de calor está dando resultado. En el Hospital San Lázaro se practica, yo tengo una sobrina allí. El método no puede ser más sencillo: calor, calor y calor. Para ello se cierran puertas y ventanas y se inunda la habitación en penumbra de vapores de guayaco. A los enfermos se los cubre de frazadas y se encienden junto a sus camas estufas y braseros a fin de que suden todo lo posible. Dicen que con calor y dieta sobria basta con treinta días de tratamiento. Las bubas desaparecen.

Dionisio suspiró con alivio pero observó que no era ésta la respuesta que don Bernardo esperaba:

– Sí -dijo éste-. No dudo que la medicina progresa, pero ¿cómo tener hoy una relación carnal con una mujer sin arriesgar nuestra salud en el empeño? Yo no pienso volver a casarme, Manrique, no soy hombre que guste de andar dos veces el mismo camino, pero ¿cómo desahogar mis apetencias sin riesgo?

Dionisio parpadeaba, indicio en él de cavilación:

– La seguridad que vuesa merced pide sólo tiene una solución. Hacerlo con una virgen; sólo con ella.

– Y ¿dónde encuentra uno una virgen en este pueblo fornicador, Manrique?

Se acentuó el parpadeo del empleado:

– Eso no es difícil, don Bernardo. Para eso están las ponedoras. Las mujeres del Páramo son más baratas y más de fiar, seguramente porque pasan más necesidad que las de las tierras bajas. Con una particularidad, si ven en el cliente una persona respetable son capaces de confiarle su propia hija. Si usted no tiene inconveniente le pondré en contacto con una.

Tres días más tarde se presentó en el almacén María de las Casas, la ponedora más laboriosa del Páramo. Pasaba por mediadora de criadas pero, en realidad, era una alcahueta. Dionisio Manrique salió del despacho para que su jefe pudiera expresarse sin trabas.

María de las Casas no callaba.

Le habló de tres muchachas vírgenes del Páramo, dos de diecisiete años y una tercera de dieciséis.

Las describió minuciosamente: todas eran fuertes (ya sabe usted que la criatura que sobrevive en el Páramo lo es, le había dicho) y serviciales. La Clara Ribera es más opulenta y atractiva que las otras dos pero, a cambio, la Ana de Cevico sabe cocinar mejor que una profesional. Lo mismo que en la Mancebía de la Villa, don Bernardo Salcedo empezó a sentir repugnancia de sí mismo. Aquélla era una conversación semejante a la que dos ganaderos sostenían antes de cerrar el trato. Por otro lado, la María de las Casas le mareaba con su cháchara. Pensaba en la discreción de Minervina, se le imponía su imagen y sacudía la cabeza para ahuyentarla. En cuanto a limpia, relimpia, ninguna le gana a la Máxima Antolín, de Castrodeza; su casa y su persona están como los chorros del oro. Apuesto a que con cualquiera de ellas pasaría vuesa merced buenos ratos, señor Salcedo -concluyó.

Más cohibido que estimulado, don Bernardo optó por la Clara Ribera. En la cama le placía una muchacha viva, atrevida, incluso descarada. Si es así, añadió María de las Casas, con la Clara quedaría vuesa merced complacido.

El señor Salcedo convino con “ la Ponedora ” que las esperaba el martes siguiente pero que quedaba claro que en principio no existía compromiso alguno. Pero cuando, cuatro días más tarde, la María de las Casas se presentó en el almacén con la muchacha, a don Bernardo se le cayó el alma a los pies.

La Clara Ribera era decididamente bizca y padecía un tic en la boca, como un fruncimiento intermitente en la comisura izquierda, que dificultaba la concentración del presunto amante. ¿Dónde besarla?

– Más que viva esta chica es nerviosa, María. Antes que nada necesita un tratamiento, que la vea un médico.

La María de las Casas le levantó la saya y mostró un muslo blanco, amorcillado, demasiado fofo y desmayado para una chica tan joven.

– Mire qué carnes más ricas, señor Salcedo. Más de uno y más de dos darían una fortuna por desflorarla.

La Clara Ribera miraba el calendario de pared, el brasero contiguo a sus zapatos, el ventano que se abría sobre el patio, pero por mucha ligereza que mostraba por recorrer con la vista el almacén, el ojo izquierdo no acababa de centrarse. Parecía que nada de lo que allí se estaba discutiendo fuera con ella. La María de las Casas empezó a impacientarse:

– Lo primero que tiene que hacer vuesa merced es franquearse en este asunto: ¿desea moza para retozar un par de veces a la semana o para mantenida?

La pregunta pareció ofender a don Bernardo Salcedo:

– Para mantenida, claro, creí que Dionisio se lo había advertido. Tengo una casa a su disposición. Soy una persona seria.

María de las Casas cambió de actitud. La respuesta de don Bernardo le abría nuevas perspectivas.

Pensó en la Tita, de Torrelobatón, en la belleza gitana de la Agustina, de Cañizares, en la Eleuteria, de Villanubla. Miró animada a don Bernardo:

– Siendo así -dijo-, las cosas son más hacederas, aunque una no puede pasarse la vida subiendo y bajando. Sería preferible que vuesa merced subiera y escogiese.

– ¿Subiera, dónde, María?

– Al Páramo, don Bernardo.

Las muchachas más bellas del alfoz están en el Páramo. Si pudieran mostrarse en las posadas y tabernas, tenga vuesa merced por seguro que no quedaría un virgo. También tendrá que ver a “ la Exquisita ”, en Mazariegos, un pedazo de muchacha que se va del mundo.

– Prefiero que no tengan apodos, María de las Casas. Unas muchachas menos conocidas, más de su casa. Los apodos, hablemos claro, no son buena presentación para una mujer de la vida.

Al día siguiente, don Bernardo ensilló a “Lucero” y, por segunda vez en medio año, subió al Páramo por el camino de Villanubla. La María de las Casas le había citado en Castrodeza y, desde ahí, irradiarían hacia el resto de los pueblos. Sin embargo, en Castrodeza conoció don Bernardo a la Petra Gregorio, una chica tímida, de ojos azules y maliciosos, y cuerpo elástico, vestida con modestia y un cuidado trenzado en la cabeza que destacaba entre la austera pobreza del mobiliario. Le agradó la familia a don Bernardo y acordó con María de las Casas que dedicaría una semana a amueblar el piso y, a la siguiente, subiría a por la Petra.

Al finalizar noviembre, don Bernardo subió a Castrodeza y una hora después de su llegada, con la Petra Gregorio a la grupa y un fardo con sus pobres enseres en el regazo, tomó el camino de regreso antes de anochecer. Los rebaños andaban de retirada hacia el ejido y a una legua escasa de Ciguñuela, voló del retamar una bandada de grajillas. Tres veces intentó don Bernardo que la Petra Gregorio rompiera el silencio sin conseguirlo. La muchacha, buena amazona, se adaptaba diestramente a los movimientos de la cabalgadura y, de vez en cuando, emitía un acongojado suspiro. En Simancas se hizo noche cerrada, que es lo que don Bernardo deseaba, y al atravesar el puente sobre el Pisuerga preguntó a la chica si conocía Valladolid. No le sorprendió la respuesta: no había estado nunca, ni le sorprendió que, poco después, la muchacha reconociera tener dieciocho años. Don Bernardo había logrado romper su mutismo y cuando se apearon en la Plaza de San Juan y le enseñó la casa a la luz del candil, la chica no cesaba de suspirar. No tenía miedo. Lo reconoció ante don Bernardo con toda firmeza y esto le alivió. Luego la sentó en el escañil y la ayudó a desprenderse del zamarro que se había puesto para el viaje. Don Bernardo llevaba un rato esforzándose por excitarse, pues hasta el momento no había sentido por la chica otra cosa que compasión. Tan dócil, tan silenciosa, tan resignada, don Bernardo Salcedo se preguntaba qué es lo que sentía la Petra Gregorio en esos momentos, si tristeza, añoranza o decepción.