”Lucero” regresó sano al atardecer, pero “Valiente” quedó muerto entre las cepas de Cigales. Ignacio traía a la grupa de “Lucero” a Miguel Zamora y ambos subieron a la casa de Bernardo y bebieron unas tazas de Rueda para entonarse. Había sido imposible contener al pueblo que lo único que había entendido fueron las amenazas del conde de Benavente. Nada habían importado su rango, su fortuna ni su autoridad. Su castillo de Cigales había sido asaltado por las turbas y saqueado. Los cuadros, las ropas, los valiosos muebles, quemados en el ejido por la multitud encolerizada. En las afueras hubo un intercambio de disparos con una tropilla del Cardenal y “Valiente”, haciendo honor a su nombre, había caído en la contienda.
Don Bernardo oía estas historias, que tan de cerca le tocaban, sobrecogido. No era hombre bizarro y las soflamas, lejos de enardecerle, le deprimían. Al día siguiente daba cuenta a Petra Gregorio de las últimas novedades. En los momentos decisivos, como el del asalto al castillo, la chica aplaudía como si asistiera a una pelea entre buenos y malos. Ella se pronunciaba siempre contra los flamencos.
Bernardo, sorprendido, le preguntaba qué tenía contra ellos. Quieren mandar aquí, eso lo saben hasta las piedras, decía. Resultaba poco edificante que la Petra Gregorio hablase de estos temas fundamentales con los pechos desnudos, apenas cubiertos por el collar de cuentas de leche, fabricado con ámbar y piedra galactita, que él le había regalado. Pero la historia se repetía indefectiblemente todos los días en los dos pisos: Ignacio le cargaba de noticias y gacetillas en el suyo y Bernardo las descargaba a su vez, más informalmente, en el de su amante.
Así se enteró Bernardo de la expulsión de los nobles de Salamanca por Maldonado, de la constitución de la Junta Santa en Ávila para unir los movimientos populares, de la visita privada a la reina madre en Tordesillas por parte de Padilla, Bravo y Maldonado y de su acogida afectuosa.
Pero, insensiblemente, las noticias fueron tomando un cariz menos optimista: el Rey se había negado a recibir en Alemania a una comisión de rebeldes y éstos habían regresado corridos y desairados.
Las Comunidades ya no se entendían entre sí, incluso las andaluzas les habían abandonado y puesto a las órdenes del Rey… Don Bernardo escuchaba a su hermano sin inmutarse y reflexionaba: hoy, como siempre, ha faltado organización; los ideales están mezclados y mal definidos. Las villas se han puesto en manos de nobles de segunda y los de primera se han aprovechado de ello. ¿Para esto sacrifiqué yo a mi noble caballo “Valiente”? Pero Ignacio, implacable, proseguía dando pormenores de la tragedia: la Junta, tras presentar una carta de agravios al Rey, trataba de sacar a doña Juana de Tordesillas y ahorcar en Medina a los miembros del Consejo. Los comuneros y el Rey se habían enfrentado en Villalar y aquéllos habían sido derrotados. Una gran carnicería: más de mil muertos.
Padilla, Bravo y Maldonado habían sido decapitados.
La vida de la ciudad se sumió en la tristeza. Regresaban los soldados hambrientos con sus caballos heridos y los infantes, desarmados y andrajosos, deambulaban por la Corredera camino de San Pablo. Iban como perdidos, a la deriva. La tertulia de artesanos en la Plaza del Mercado parecía tener sordina esa tarde y por las calles vagaban las gentes cabizbajas, sin saber a quién culpar de la derrota. Entre ellas caminaba Bernardo Salcedo, entristecido pero satisfecho de que aquello, al fin, hubiera hecho crisis, hubiera terminado. Encontró a Petra Gregorio en una actitud singular: de pie frente a la puerta, vestida con un gonete negro y una basquiña abierta por delante, el amplio escote desnudo, sin el collar de cuentas de leche. Tenía lágrimas en los ojos cuando le dijo:
– Taita, hemos perdido.
Bernardo Salcedo la abrazó tiernamente. Envuelto en su lubricidad inagotable, don Bernardo recataba una ternura pocas veces manifiesta. De pronto se desprendió de la capa corta que vestía y la depositó sobre el respaldo de una silla. Fue hacia ella:
– ¡Oh! -dijo-, las mujeres bonitas no deberían mezclarse en estos asuntos tan sucios.
Volvió a abrazarla y ella aprovechó su proximidad para sacar su pierna desnuda por la abertura de la basquiña e introducirla entre las firmes piernas de Salcedo.
Don Bernardo, sorprendido, dijo:
– ¿Qué haces? ¿Qué pretendes?
Ella se soltó de su abrazo y se desprendió del gonete, sacándolo por la cabeza. No tenía jubón ni camisa debajo. Estaba desnuda.
Se aflojó la cintura de la basquiña que resbaló hasta sus pies.
Rompió a reír mientras corría ligera por el pasillo:
– Taita, así debemos desnudarnos de nuestras penas. ¿A que no me coges? -dijo.
Él corría torpemente, tropezando con los muebles y, aunque ganado por un deseo ardiente, no dejaba de pensar en la volubilidad de la chica. ¿Había llorado de veras o se había limitado a provocar su encandilamiento? Volvía a asaltarle la duda sobre la manera de ser de Petra Gregorio. ¿La conocía a fondo o únicamente sabía de ella que era indescifrable? Tornaban a jugar al escondite y cuando él, finalmente, la atrapó en el cuarto oscuro y la derribó sobre el suelo entarimado, entre los cachivaches, ella se entregó sin resistencia.
La salacidad que Petra despertaba en él distrajo a Salcedo de su anterior devoción por Minervina. La veía poco. Menos aún a su hijo Cipriano que había cumplido ya los tres años. Pero el 15 de mayo de 1521 ocurrió en el número 5 de la Corredera de San Pablo un hecho inesperado que, de forma fortuita, le puso de nuevo en relación con la muchacha. A la joven Minervina, la eficaz nodriza de los pechos pequeños, se le retiró repentinamente la leche. ¿Motivos?
En apariencia no los había. Minervina había dormido bien, había cenado como de costumbre, no había hecho esfuerzo físico alguno. Por otra parte, los graves acontecimientos de la calle no le afectaban, ni había sufrido emociones profundas que explicasen el fenómeno. Simplemente el niño se negaba a coger el pezón y, al apretar el pecho, ella notó que se había secado. Entonces comenzó a llorar, preparó al niño unas sopas de pan, se las dio, se lavó los ojos en el aguamanil y afrontó el encuentro con don Bernardo:
– Tengo algo importante que decirle a vuesa merced -dijo humildemente-. De la noche a la mañana me he quedado sin leche.
Ella sabía que la leche había sido, en vida de la difunta, la razón de ser de su contrato. Él estaba leyendo un libro nuevo que cerró y depositó sobre la mesa al oír la voz de la muchacha:
– La leche, la leche, claro -respondió y añadió aturdidamente-:
pero supongo que habrá otros medios además de la leche para sacar a un niño adelante.
Minervina pensó en las sopas de pan que acababa de darle y dijo con sencillez:
– Claro que sí y sepa vuesa merced que en mi pueblo ningún niño se ha muerto de hambre y eso que no hay médicos ni barberos que se cuiden de ellos.