La simple pregunta de la chica dejó momentáneamente desarmado a don Bernardo. En su breve vacilación, el niño corrió hacia ella, Minervina se arrodilló y ambos se abrazaron llorando. Don Bernardo se sentía incompetente ante las lágrimas, le daban grima las escenas melodramáticas y le repugnaban las palabras de perdón, especialmente cuando venían a disminuir la tensión de una escena que él deseaba tensa. Optó por el remate espectacular. Sin dejar de mirar a los amantes, arrodillados en la alfombra, atravesó la sala en dos grandes zancadas, se metió en el despacho y cerró de un portazo.
Minervina seguía abrazada al niño, mezclando las lágrimas con escuchos al oído del pequeño: papá se ha enfadado, Cipriano; tienes que quererle un poquito. Si no va a echarnos de casa. El pequeño le apretó el cuello con fuerza: y ¿vamos a la tuya? -preguntó-. Yo quiero ir a tu casa, Mina. Ella se puso en pie con el niño en brazos; le susurró al oído: los taitas de Mina son pobres, tesoro, no pueden darnos de comer todos los días.
Por su parte, don Bernardo quedó satisfecho de la escena. Hacer llorar a unos ojos que le habían despreciado tanto, comportaba un desquite. A Ignacio, sin embargo, cuando se lo contó, no se lo dijo así se limitó a disfrazar su venganza de virtud: con esta gente no vale de nada apelar al cuarto mandamiento -dijo. Ignacio, recto y temerario, aludió a su frialdad con el pequeño desde que nació y don Bernardo volvió a insistir en que, le gustara o no, Cipriano no era más que un pequeño parricida.
Ignacio volvió a repetir que no tentara a Nuestro Señor y añadió algo inquietante y de lo que nunca había hablado: que el hecho de que el pequeño Cipriano hubiera nacido el mismo día que la Reforma luterana no era precisamente un buen presagio.
Las controversias religiosas a que tan aficionados eran sus paisanos, apenas tenían lugar en el mundo de don Bernardo. Ni Dionisio Manrique, en el almacén de la Judería, ni los amigotes de la taberna de Dámaso Garabito, ni los corresponsales del Páramo, ni Petra Gregorio en el muelle nido de amor de la calle Mantería, se prestaban a tan elevadas disquisiciones. Por eso, ahora que su hermano acababa de hacer una alusión a Lutero experimentó una viva necesidad de hablar de éclass="underline"
– ¿Sabes -preguntó- que el padre Gamboa dijo el domingo en San Gregorio que entre Lutero y el Rey habían terminado las componendas?
Ante su hermano mayor, Ignacio se movía mejor tratando de estas cuestiones que de las inherentes a su sobrino y al servicio doméstico.
Seguía al día la revuelta de Lutero, se relacionaba con los intelectuales y soldados que regresaban de Alemania, leía toda clase de libros y papeles relativos a la Reforma. Hombre de fe, papista íntegro, su rostro rojo y barbilampiño se acaloraba al abordar estos temas:
– Nos quitan la tierra bajo los pies, Bernardo. Hacen escarnio de lo que consideramos más respetable.
Lutero se irritó contra el Papa que encomendó a los dominicos la predicación de las indulgencias pero lo que, en realidad, quería decirnos es que las indulgencias y los sufragios no sirven para nada, ni si me apuras la penitencia. Según él lo único que nos salva es la fe en el sacrificio de Cristo.
Bernardo escuchaba con curiosidad. Le intrigaba aquel mundo inasible en el que daba por sentada la prioridad de su hermano. Dijo:
– El problema de la salvación ha sido siempre el gran problema del hombre.
Ignacio apoyaba los codos en los muslos para aproximarse a su hermano.
– Lutero rehuye la controversia. Destruir es su objetivo, acabar con el Papa a quien ha llamado asno y suplantador de Cristo. Una vez abolido el papado tendría el campo libre para los suyos. El luteranismo es ya un movimiento considerable. El intento de conciliación de Eck ha resultado un fracaso. Lutero no se retracta de nada. Dice que para discutir necesita un Papa mejor informado.
León X ha condenado su doctrina y le ha excomulgado y el Emperador ha ratificado en Worms esta condena. Lutero ha escapado a Wartburg y, encerrado en el castillo del Príncipe, no cesa de escribir libros incendiarios que difundirán “la lepra” por Europa.
Don Bernardo Salcedo bebió un trago de vino de Rueda. Las vespertinas visitas a su hermano tenían esta ventaja: obsequiaba a los invitados con los mejores vinos del país. Su bodega y su biblioteca, con quinientos cuarenta y tres volúmenes, eran de las más acreditadas de la villa. Y, además de beber buen vino, lo ofrecía en copas del más fino cristal que Gabriela, su cuñada, conservaba tan impolutas como las ropas de sus atuendos que tanto atraían a Modesta y Minervina. Era, el de don Ignacio, el matrimonio sin hijos mejor asentado y relacionado en la villa vallisoletana. Y aunque don Bernardo se permitía a veces alguna broma a cuenta de la religiosidad de su hermano, y a pesar de ser ocho años más viejo que él, sentía por su persona y opiniones un respeto físico, especulativo y profundo. De ahí que, cada vez que las circunstancias les conducían a enfrentarse, don Bernardo nunca encontraba a mano otra argumentación oportuna que la de la experiencia o la edad.
Así ocurrió, por ejemplo, dos meses después de la conversación sobre la Reforma protestante, cuando un don Ignacio Salcedo, fuera de sí, salió a su encuentro y le recibió con una frase retorcida, críptica, cuyo sentido se le escapaba, pero que, a juzgar por sus ademanes y el tono de voz, envolvía una acre censura:
– Valladolid se divierte y Bernardo Salcedo paga. ¿Qué te parece esta frasecita que oigo a diario por todas partes?
Don Bernardo le miró con desconfianza, levemente arrebolado:
– ¿Qué te pasa? ¿Estás excitado? ¿Qué demonios quieres decir con eso?
A don Ignacio le había bajado el color y le temblaban las manos y el anillo de casado. Que él recordase nunca sus diferencias habían llegado a tanto:
– Que tu querida te engaña a ti y a la ciudad entera. Todo el mundo está en lenguas a cuenta de esa moza de fortuna.
Don Bernardo pareció despertar de pronto:
– ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¡Podría ser tu segundo padre!
– Al primero no le hubiera dicho otra cosa, créeme Bernardo.
No somos tú ni yo los que estamos en juego sino nuestro apellido.
– Y ¿de dónde han salido esos rumores mendaces?
– En Chancillería no hay rumores, Bernardo. Lo que Chancillería dice va a misa. ¿Por qué no pruebas de visitar a deshora a esa pelandusca? Únicamente después de haber comprobado lo que te digo me avendría a seguir discutiendo contigo de tan turbio asunto.
Cuando don Bernardo abrió la puerta de la calle tenía ya el convencimiento de que su hermano le estaba diciendo la verdad. Petra Gregorio había jugado con él desde el primer día. Los argumentos se amontonaban. Él estaba lejos de ser un maestro del lance amoroso y ella una discípula aventajada.
Eran, simplemente, una puta y un cornudo. Ella no alteró su conducta mientras no llegaron los primeros ducados. Después, el cambio de piso, su ropero, el lujo palaciego del nuevo hogar. ¿Cómo no pensó nunca que su asignación no podía dar para tantos excesos? María de las Casas le había engañado y hasta era posible que su cuerpo estuviera incubando a estas alturas una enfermedad asquerosa. En el portal, a la luz del quinqué, se miró el dorso de las manos, se tocó las mejillas con dedos temblorosos; no había bubas ni durezas. De momento podía estar tranquilo. Apenas hacía dos horas que se había despedido de Petra, pero tomó la calle del Verdugo y se encaminó a su casa. Las depravaciones sexuales de la chica, pensó, no se inventaban ni obedecían a lecciones recientes. La mantenida había tenido un larga experiencia amorosa anterior a su encuentro. La chiquilla que suspiraba una y obra vez a la grupa de “Lucero” la noche que la bajó del Páramo no era una muchacha ingenua sino una consumada actriz. ¿Qué hacer? ¿Cómo la encontraría? ¿Cómo debía reaccionar un caballero ante una burla semejante?