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He aquí lo que en el instante de introducir la llave en la cerradura desazonaba a don Bernardo. ¿Habrá algún medio de enmendar las torpezas sin riesgo y con dignidad? -se preguntó. Había subido los dos tramos de escalera apresuradamente y ahora jadeaba en el descansillo.

Pero -trató de tranquilizarse-¿por qué creer a Ignacio a ojos cerrados? No era cierto que la Chancillería únicamente emitiera verdades comprobadas. La Chancillería se equivocaba como todo hijo de vecino y él iba a demostrarlo.

Con mano temblorosa abrió la puerta del piso. La luz vacilante de los candiles que llegaba al vestíbulo provenía del dormitorio de atrás. Las servillas de don Bernardo no hacían ruido al avanzar por el pasillo. Le iba alarmando cada vez más el creciente silencio de la casa, pero al asomarse al dormitorio de Petra Gregorio divisó a Miguel Zamora, el letrado, vistiéndose sobre la alfombra, las piernas inseguras al aire. La ropa de la cama estaba revuelta pero Petra no se encontraba allí. Miguel Zamora, con las calzas en la mano, se sobresaltó al verle, se sintió abochornado, en apariencia, más por haber sido sorprendido en paños menores que por su traición:

– ¿Qué hace aquí a estas horas vuesa merced?

– ¿Para eso te confié mi caballo, grandísimo hijo de puta?

Miguel Zamora intentó meter la pierna por la calza derecha sin resultado. Dijo trastabillando:

– Son dos asuntos que no tienen nada que ver entre sí, Salcedo.

Don Bernardo le agarró firmemente por el jubón recamado y le alzó levemente del suelo. Miguel Zamora de puntillas, con las peludas piernas al aire, ofrecía una imagen grotesca:

– Debería matarle aquí mismo -le dijo don Bernardo aproximando sus labios al extremo de su nariz.

– Petra no es su esposa. No conseguiría la comprensión del tribunal.

– El placer de deshacerle entre mis manos, ése sí lo tendría.

– Sería un acto culpable, Salcedo. La ley no le ampara.

Se hablaban a media voz, a dos dedos de distancia y, cuando don Bernardo le soltó despectivamente, apenas se le oyó musitar: cochino leguleyo. Luego, ya más claro, al abandonar el dormitorio exclamó:

– Tanto tú como yo somos dos pobres cabrones que no sabemos dónde ocultar los mogotes de nuestros cuernos.

Salió al pasillo en el instante en que Petra Gregorio también lo hacía por la puerta de la cocina.

Portaba una gran bandeja de plata con una improvisada comida y taconeaba garbosa por la tarima pero, a la solemne bofetada de don Bernardo, todo salió ruidosamente por los aires menos la Petra Gregorio, que perdió el equilibrio y se vino al suelo.

– Prepara tus trebejos -dijo sucintamente don Bernardo-. Mañana te vuelves al yermo de donde saliste.

Al día siguiente, Dionisio Manrique le organizó una entrevista con María de las Casas, “ la Ponedora ”, en el almacén:

– Me prometiste una virgen y me endosaste una puta. ¿Qué te parece el trueque?

María de las Casas se arrodilló. Pretendió en vano besarle el borde de la cuera:

– Tan engañada ha sido vuesa merced como yo misma. Se lo juro por mis muertos.

Le miraba implorante desde el suelo pero don Bernardo no se ablandó; estaba demasiado resentido:

– Escúchame, María de las Casas -advirtió-. Si el día de mañana, y Dios no lo quiera, me agarro una sífilis por tu culpa, mandaría apalearte hasta reventar y luego te metería en la cárcel hasta que te pudras. Tengo un hermano en Chancillería, no lo olvides. Puedes marcharte.

V

La joven Minervina, sin saberlo, se mostraba conforme con el Sínodo de Alcalá de Henares de 1480 y consideraba que la catequesis y la escuela eran una misma cosa. Su madre, en Santovenia, veinte años antes, entendía, asimismo, que valía tanto aprender a leer y escribir como adoctrinarse.

A ello colaboró el bondadoso párroco don Nicasio Celemín que cada día, a las once de la mañana, hacía sonar la campana en el pueblo con una intención ambigua que cada vecino interpretaba a su manera: ya tocan para la escuela, decían unos, mientras otros, más píos, al escuchar los tañidos, daban obra explicación: don Nicasio está llamando a la doctrina, aviva; son las segundas. En cualquier caso, los vecinos de Santovenia, a principios de siglo, identificaban instrucción y adoctrinamiento y de ahí salió una generación, de la que formaba parte Minervina, para la que hablar con Dios y aprender eran la misma cosa. Tan arraigada tenía esta identidad la muchacha que, antes de que Cipriano cumpliera siete años, ya dedicaba una hora de la mañana a la formación religiosa del pequeño. En principio, el niño aceptó la novedad como un pasatiempo. Encerrados en la buhardilla donde Cipriano dormía, ante la mesita que se extendía bajo la claraboya, Minervina le aleccionaba. Lo primero fue enseñarle a signarse y santiguarse, signos religiosos que a Minervina se le atragantaron veinte años atrás pero que para Cipriano no representaron ninguna dificultad:

– Haces así y así y con los dedos marcas los palos de la cruz ¿te das cuenta?

– Sí, los palos de la cruz -decía el niño sonriendo.

Cipriano interpretaba perfectamente el significado del signo y cuando la chica le decía que la cruz de la frente servía para ahuyentar los malos pensamientos, la de la boca para evitar las malas palabras y la del pecho para aventar los malos deseos, lo comprendía aunque no diferenciaba aún los malos pensamientos, las malas palabras y las malas acciones de los buenos. Tras los signos del cristiano, Minervina, siguiendo las normas de don Nicasio Celemín, que colocó el primer día una gran lápida en un paño de la iglesia que decía Cartilla para mostrar a leer a los mo amp;os, le fue enseñando las oraciones: Padre Nuestro, Ave María, Credo y Salve. La chica las cantaba con él una y otra vez y así el niño las memorizaba con facilidad sorprendente. A veces el pequeño la interrumpía:

– Ya estoy cansado, Mina. Vamos a jugar un poco a los soldados.

Pero ella forzaba su voluntad:

– Hay que hacerlo aunque no nos guste, mi tesoro. Sin la oración nadie se salva y Minervina se irá a los infiernos si no te ayuda a salvarte a ti.

Repetía las muletillas de don Nicasio Celemín pero estaba completamente segura en ese momento de que si Cipriano no aprendía a orar por su culpa, el niño y ella irían a pudrirse entre las llamas del infierno. Era una mezcla deseo-temor lo que la movía: ir al cielo, el compendio de todos los bienes, era el objetivo, mientras el infierno representaba para ella, y de paso para el niño, la pena eterna, la suma de todos los males, un peligro que había que evitar.

– Y si no rezo ¿me voy a los infiernos, Mina?

– Entiéndeme. Tienes que aprender a distinguir lo bueno de lo malo y, una vez que lo sepas, tú eres libre para hacer lo que te plazca.

El niño repetía canturreando las frases que pronunciaba Minervina, la obedecía porque sabía que era por su bien, que le estaba salvando, que estaba haciendo por él lo máximo que una persona podía hacer por otra. Sin embargo una mañana, Cipriano, tan abstraído estaba con sus juegos, que no hubo manera de contrariarle: