– Luego, Mina. Ahora no quiero rezar.
Esa noche tardó en dormirse.
Cuando al fin lo consiguió, a altas horas de la madrugada, se le apareció, flotando sobre el cielo, entre nubes, la figura de Dios Padre. Era una imagen que había visto antes en alguna parte, tal vez en algún libro, pero la de ahora tenía exactamente la fisonomía de don Bernardo: rostro lleno, barba y pelo fuertes y lisos y una mirada helada y heridora que se cruzó un instante con la suya. Cipriano cerró los ojos, se achicó, quiso desaparecer del mundo, pero Nuestro Señor le prendió por una oreja y le dijo:
– ¿Vas a decirme, caballerete, por qué no quieres rezar?
Cipriano se despertó sobresaltado. Divisó sobre sí el rectángulo estrellado de la lucerna pero no tuvo fuerzas ni para gritar. Su corazón hacía ruido en el pecho y en su estómago se había asentado la angustia. Entonces se arrojó del lecho, se arrodilló en el suelo y comenzó a susurrar las oraciones que había omitido por la mañana.
Rezó y rezó hasta que se quedó dormido en el posapié, derrumbado sobre el lecho. Minervina le sorprendió así de amanecida, le metió con ella en la cama y le restituyó su calor. Deshilvanadamente el niño le iba contando su experiencia:
– Y vino Nuestro Señor, pero era el taita, Mina, y me agarró de la oreja y me dijo que tenía que rezar siempre.
– ¿Estás seguro de que el taita era Nuestro Señor?
– Seguro, Mina. Tenía los mismos ojos y la misma barba.
– Y ¿estaba muy enfadado?
– Muy enfadado, Mina. Me tiró de la oreja y me llamó caballerete.
Don Bernardo no veía con malos ojos el adoctrinamiento del niño por su niñera. Le sorprendió la formación de Minervina y aceptó el método de don Nicasio Celemín como base. Sin embargo, los conocimientos de la chica eran muy limitados y el tiempo pasaba sin que el niño progresase. Después de los mandamientos, Minervina le enseñó los artículos de la fe, los enemigos del alma, las virtudes teologales y las ocho bienaventuranzas pero de ahí no pasaba. La cartilla para mostrar a leer a los mo amp;os no iba más allá, ni el sistema de adoctrinamiento de don Nicasio Celemín tampoco. Entonces fue cuando don Bernardo empezó a madurar la idea de un preceptor. Había buenos preceptores en la villa entonces y las grandes familias les confiaban a sus hijos. Un preceptor suponía un casi seguro rendimiento didáctico, pero, además, comportaba un signo de distinción social que le aproximaba a la nobleza, el sueño oculto de don Bernardo desde que tuvo uso de razón.
El señor Salcedo sabía que tras las bienaventuranzas, había otro mundo intelectual más vasto y distinto que desgraciadamente él no había conocido: vocales y consonantes, posibilidad de unión silábica, grafía y sintaxis latinas. Leer en latín y escribir en romance, se decía secretamente, he ahí el camino. El niño ya era mayorcito y no parecía recomendable dejar su instrucción en manos de criadas y menos teniendo en cuenta su posición social. Más lejos todavía estaba el capítulo tan difamado e intocable de las tablas de cálculo que, pese a las reticencias de la época, él deseaba que Cipriano aprendiera. Se hacía, pues, imprescindible un preceptor, pero ¿interno? Don Bernardo no era partidario de dar endrada en la casa a un instructor experimentado. La sola idea le cohibía y presentía que su ignorancia, apenas evidente ahora para su hermano Ignacio, trascendería ante un ayo que compartiera con él comidas y sobremesas. Así llegó a la conclusión de contratar un preceptor de mañana que abandonaría la casa a las doce del mediodía.
La presencia de don Álvaro Cabeza de Vaca, con su sayo hasta las rodillas, bastante raído, de corte francés y sus calzas negras, ajustadas, amilanó a Cipriano y no deslumbró a don Bernardo. Fue fácil, no obstante, llegar a un acuerdo, aunque para el pequeño la idea de cambiar el piso alto por el principal y su cuartito abuhardillado por otro contiguo al de su padre, y separarse por vez primera de Minervina, representó un duro golpe.
Don Álvaro, enjuto, severo, con pómulos prominentes y barba rala, marcó desde el primer día una distancia con su discípulo. Sin embargo, el niño respondía rápido, sin apenas dejarle terminar la pregunta, inteligentemente. Y mientras duró el recorrido por las trochas habituales las cosas rodaron sin novedad. Sin embargo, Cipriano, atemorizado desde el primer día, constató con espanto la inmediatez de su padre en la habitación vecina. Y cada vez que le oía carraspear o arrastrar el sillón empalidecía y quedaba inmóvil, la cabeza hueca, a la expectativa.
Los diecisiete estornudos consecutivos de don Bernardo en las primeras horas de la mañana eran proverbiales. Él los daba vía libre de modo que cada uno venía a ser como una pequeña explosión, los objetos retemblaban y se conmovían los cimientos de la casa. La idea de la proximidad de su padre terminó por imponerse a toda otra consideración en el cerebro de Cipriano. Vivía pendiente de rumores furtivos, de sus gruñidos espesos, de sus paseos, de sus estornudos.
Detrás de cada desahogo, Cipriano se representaba su rostro, su mirada gélida, su barba aceitosa, su entrecejo cruel. Don Álvaro, empero, no advirtió la desatención del pequeño hasta que concluyó con la cartilla de los mo amp;os. Sin mala voluntad, Cipriano se resistió a transitar los nuevos caminos.
Más que negarse, existía una imposibilidad material de escuchar las explicaciones del dómine, de colgar la atención de sus labios. El niño miraba sin cesar la pantorrilla negra del ayo, pero su cabeza se trasladaba incesantemente tras el tabique. ¿Qué significaba el autoritario carraspeo de don Bernardo que acababa de escuchar? ¿Por qué había corrido el sillón hacia atrás y se había levantado? ¿Adónde iba?
Todos los miedos de la primera infancia se abalanzaban de pronto sobre él. Sin Minervina a su lado, se sentía un ser indefenso.
Don Álvaro le hablaba sin parar, con un tono de voz levemente cascado, los ojos al fondo de sus pómulos:
– ¿Has entendido, Cipriano?
Cipriano volvía a la realidad de pronto. Le miraba como diciendo ignoro de dónde viene vuesa merced y dónde va, no sé de qué me habla, pero mentía.
– Sí, señor.
Don Álvaro iba entonces un poco más lejos hasta que se daba cuenta de que Cipriano no le seguía, que la mente del chico había quedado anclada en la cartilla de los mo amp;os. Entonces, pacientemente, una y otra vez volvía a empezar. Una de dos: o don Álvaro tenía una fe ciega en su capacidad intelectual o el salario acordado con don Bernardo era considerable.
El caso es que la ficción se prolongó durante meses y meses, don Álvaro esperando que su discípulo despertara, Cipriano al acecho de lo que sucedía en la habitación de al lado. De este modo, el niño llegó a leer el latín con cierta soltura pero resbalaba al afrontar las declinaciones. Y hasta tal extremo se le negaron éstas que, un buen día, don Álvaro, decepcionado, abordó a don Bernardo al terminar la clase. La entrevista fue breve y patética:
– De ahí no sacaremos nada, don Bernardo. El niño está en otra cosa.
– ¿En otra cosa? El pequeño no ha conocido otra cosa, señor. Difícilmente puede estar en ella si no la conoce.
– Está ausente. No logro concentrarlo. Eso es todo.
Don Bernardo, vestido de calle para acudir al almacén, se mostraba malhumorado:
– Sugiere vuesa merced que el chiquillo es tonto.
– ¡Oh, por favor! -dijo don Álvaro-. El muchacho es avispado como una ardilla, pero es inútil.
No está conmigo, no me sigue, no le interesa lo que yo pueda contarle.