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Don Bernardo se resignó a admitir que el preceptor no era el medio más indicado para educar a su hijo, el pequeño parricida. Había otras soluciones, pero, como hombre rencoroso, improvisó rápidamente la suya: un colegio. Un internado duro y sin pausas. Era hora de separarle de la rolla. Don Bernardo sabía que en la villa no había centros educativos que merecieran tal nombre, pero su hermano Ignacio era patrono mayor del más afamado: el Hospital de Niños Expósitos, regido por la Cofradía de San José y de Nuestra Señora de la O, dedicado a la formación de niños abandonados.

A su hermano le dolió la decisión:

– Ese colegio no es para personas de nuestra clase, Bernardo.

Don Bernardo coqueteaba ahora con la idea de dar una lección a la aristocracia, abrirle los ojos:

– Me han hablado bien de él.

Dispone de veintiocho camas para becarios y mi hijo podrá pagar su alojamiento y el de cinco compañeros más si es eso lo que hace falta para que le abran las puertas.

Don Ignacio se echó las manos a la cabeza:

– El Hospital de Niños Expósitos vive de la caridad, Bernardo. Y tú sabes que los chicos abandonados por sus padres no suelen ser gente recomendable. Es un colegio serio porque los Diputados de la Cofradía nos hemos empeñado en que lo sea y hemos puesto en la dirección a un maestro competente.

A la doctrina, por la mañana, a toque de campana, acuden chicos de toda condición e, incluso, en el resto de las clases, admiten alumnos de pago. ¿No podría ser ésta la mejor solución para Cipriano?

Don Bernardo denegó obstinadamente:

– A mi hijo hay que enveredarlo. Su niñera lo ha mimado demasiado. Y esto se acabó. Lo meteré interno y no disfrutará siquiera de vacaciones; pero para ingresar en el Hospital necesito tu concurso.

¿Estás dispuesto a prestármelo?

Intelectualmente don Ignacio estaba a cien codos de su hermano pero carecía de personalidad para imponerse. Al día siguiente visitó la Cofradía que administraba el centro, y, cuando habló de la generosa disposición de su hermano, no encontró más que buenas palabras, lo mismo que en la reunión de diputados del jueves siguiente, que votó la admisión del pequeño. Por esta vía y mediante el compromiso de pagar el mantenimiento de su hijo, las becas de tres compañeros y cooperar generosamente al Arca de las Limosnas, Cipriano fue admitido en el centro.

Minervina lloró hasta quedarse seca cuando le fue comunicada la noticia pero, por primera vez, su llanto no se contagió al pequeño.

El temor que su padre le inspiraba podía más que cualquier otro argumento y el proyecto de alejarse de su casa y convivir con otros muchachos, le resultaba audaz y apetecible. La decisión de su padre de no verle “ni en verano” acrecía su deseo de alejarse de aquellos ojos cortantes que habían entenebrecido su infancia. Por otro lado, el hecho de que don Bernardo hubiera hablado de conservar a Minervina en su puesto, le infundía cierta seguridad, no había cortado la retirada. La chica volvió a derramar lágrimas en la Tenería, junto al río, frente al colegio. Besó y estrujó a Cipriano varias veces antes de dejarle escapar, con un fardillo en cada mano, y desaparecer por la doble puerta. Entonces tuvo la sensación de haberle perdido para siempre.

El edificio del colegio no era grande pero contaba con tres amplios desahogos: la capilla, el dormitorio y el patio de juegos.

Tan pronto puso pie en él, Cipriano perdió dos cosas fundamentales: el atuendo y el nombre. Dejó de vestir la ropa distinguida que Minervina disponía semanalmente con tanto esmero y adoptó el uniforme obligatorio del centro, de marcado carácter ruraclass="underline" calzones de paño fuerte hasta debajo de la rodilla, un basto sayo, capotillo en invierno y unas botas de piel de carnero, abiertas y altas, que se ajustaban a las pantorrillas mediante cintas que remataban en una lazada. La segunda cosa importante que perdió Cipriano con su ingreso en el colegio fue el nombre. Nadie le preguntó cómo se llamaba pero, en el momento de tocar la campana convocando a la doctrina, “el Corcel” se le acercó y le dijo:

– Toca tú, “Mediarroba”, para eso eres el nuevo.

”El Corcel” era un muchacho alto, empeinoso, con las extremidades desproporcionadas, levemente escorado del lado izquierdo y que, evidentemente, gozaba de una preeminencia en el centro. Cipriano agitó la castigadera con afán, la campana sonaba, mientras “Tito Alba”, con su mirada redonda, atónita, de párpados cortos, le interrogaba:

– ¿Eres expósito, tú, “Mediarroba”?

– N… no.

– Y ¿pobre?

– T… tampoco.

– Entonces ¿qué pintas aquí?

– Educarme. Mi padre quiere que me eduque como vosotros.

– ¡Vaya una idea! ¿Has conocido a “el Corcel”?

– Él me mandó tocar la campana.

Cipriano se sorprendió de la vacilación de su voz en las primeras respuestas. El contacto con un ser desconocido le alteraba. Sentía como una rara emoción, un especial temor a comunicarse. Pero, una vez vencida la resistencia inicial, la conversación discurría fluidamente, sin tropiezos. Pensó cómo no lo había advertido antes y concluyó que su pequeño mundo acababa en la cocina de la casa de su padre y que, en sus breves visitas a Santovenia, el trato con otros niños era un juego de preguntas y respuestas mecánicas, sin reflexión previa y, en consecuencia, el titubeo no tenía razón de producirse.

En clase de doctrina cantaban los rezos y las preguntas y respuestas del catecismo hispanolatino con el mismo soniquete que empleaba Minervina, el mismo que utilizara don Nicasio Celemín, el párroco, en Santovenia veinte años atrás.

De este modo, hasta los niños más romos memorizaban el catecismo que era lo que interesaba. Pero cuando don Lucio, “el Escriba”, terminó de recitar las potencias del alma y preguntó al grupo de cincuenta y siete muchachos quién sabía lo que eran las virtudes teologales, únicamente Cipriano levantó la mano:

– F… fe, esperanza y caridad -dijo.

Con la doctrina, los estudios se extendían preferentemente al latín, la redacción en romance y las tablas aritméticas. Era curioso el cambio operado en Cipriano, su repentino afán por ensanchar el mundo de sus conocimientos, su deseo de aprender, de acuerdo con su naciente afición a participar en los juegos que sus compañeros disputaban en los recreos del patio.

A las dos y media, después de comer en el ruidoso refectorio en dos grandes mesas, presididas desde la tarima por “el Escriba”, los expósitos salían de paseo acompañados por el inevitable tutor.

Era un paseo higiénico, pero evidentemente el Consejo de Diputados que regía el colegio buscaba en aquel ejercicio colectivo algo más.

”El Escriba” les hacía reparar en las escenas callejeras, en las vitrinas, en las actividades de la gente del pueblo y les formulaba preguntas, cuyas respuestas torpes o ambiguas él mismo aclaraba:

– Clemencio, ¿qué quieres ser cuando salgas del colegio?

”El Corcel” no vacilaba:

– Arriero -decía.

– ¿Sabes distinguir una mula de una acémila?

Los compañeros le soplaban: es lo mismo, es lo mismo, pero el grandullón, bien porque no les oía, bien por su afán de llevar la contraria, respondía sin vacilar:

– Una acémila es una yegua.

– Tendrás que perfeccionar tus conocimientos si de verdad aspiras a ser arriero.