Caminaban ligeros, en filas, de dos en dos, con sus uniformes campesinos, algunos uncidos, el brazo por los hombros del condiscípulo, otros sueltos. La gente con la que se cruzaban les miraba con simpatía y murmuraba: ahí van los expósitos.
En rigor, los vecinos de la villa, con sus limosnas, contribuían al sostenimiento del centro del que se sentían orgullosos. Recorrieron el Espolón Viejo y abocaron al Nuevo, contiguo al Puente Mayor y, una vez cruzado éste, subieron al cerro de la Cuesta de la Maruquesa en cuyas cuevas y barracas vivían gentes necesitadas. Por el camino de Villanubla se veían bajar reatas de mulas, pordioseros y algún que otro caballero apresurado. Al descender del otero, “Tito Alba”, su compañero de filas, le dio con el codo a Cipriano y le dijo confidencialmente:
– Mira, ya está “el Corcel” haciéndose una paja. Siempre tiene que hacerse una paja en el paseo el marrano de él.
Cipriano les miraba cándidamente:
– ¿Q… qué es una paja? -observaba a “el Corcel” encorvado, la mano derecha agitándose bajo el sayo, sofocado.
”Tito Alba” le explicó. Cipriano atendía con sus cinco sentidos, con análoga curiosidad con que escuchaba la palabra de “el Escriba”. Se daba cuenta de que, salvo en sus breves contactos con los chicos de Santovenia, había crecido en un fanal y no conocía la vida. Mina, con la mejor intención, lo había aislado del mundo. Descendían por la Corredera de la Plaza Vieja, cuando “el Escriba”, que renqueaba ligeramente de la pierna derecha después de recorrer media legua, les anunció que iban a visitar a un antiguo compañero. La Cofradía no se desentendía de los niños que habían pasado por sus aulas. En la pequeña glorieta, en la planta baja del número 16, se alzaba el taller de un carpintero. La mayoría de los compañeros de Cipriano, que conocían el alcance de la inspección, se quedaron formando grupos alrededor de la fuente. El carpintero, con su larga barba descuidada, molduraba un palo en el torno de mano que accionaba un muchacho de alrededor de quince años. Olía a resina y serrín. El carpintero se acercó cortésmente a “el Escriba” y, después de cambiar unas palabras con él, los pasó a la oficina y los dejó solos. Por el ventano con telarañas se veía un patio lleno de listones y troncos apilados. El maestro se sentó en el taburete del carpintero y se dirigió al muchacho en voz baja, secreteando:
– ¿Te portas bien, Eliseo?
– Bien, don Lucio.
– ¿Trabajas todo lo que puedes, ayudas a don Moisés?
– A ver, sí señor, por la cuenta que me tiene.
– ¿Te dan de comer lo convenido?
Eliseo sonrió ampliamente:
– Ya me conoce, don Lucio; yo nunca me sacio.
– Y ¿la propina?
– La justa; cada domingo.
– Y ¿aprendes?, ¿crees tú que vas aprendiendo?
– Así es, sí señor. Si hago caso de don Moisés para el año veintinueve me hará oficial.
– ¿Tan pronto?
– Eso dice.
Más abajo, en la calle de las Tenerías, cerca ya del colegio, “el Escriba” visitó a otro ex alumno, aprendiz de curtidor. En la calle hedía violentamente a tintes y cuero. La entrevista fue semejante a la anterior, salvo que el aprendiz, en este caso, exhibía un amplio repertorio de agravios: comía mal, no le mudaban las ropas de la cama, no le daban las propinas acordadas. Mentalmente “el Escriba” tomaba nota y le dijo que todo se arreglaría, que hablaría con los Diputados de la Cofradía que conservaban copia del contrato.
A los dos meses de ingresar en el colegio, Cipriano fue nombrado limosnero por una semana. Para un centro que vivía fundamentalmente de la caridad el cometido era arduo y complejo. Con el alba, Cipriano preparaba el pequeño carro de la comunidad, metía a “Blas”, el asnillo, entre las varas y salía con “el Niño” y Claudio, “el Obeso”, a recorrer la ciudad. “El Niño” había llamado la atención de Cipriano desde el primer momento.
Se lo había dicho a Claudio, “el Obeso”:
– E… “el Niño” tiene cara de niña.
– Sí tiene cara de niña “el Niño” pero es buen rapaz.
Conocía la ciudad mejor que ninguno de los dos y cada mañana conducía el carrillo desde el colegio hasta la trasera del Hospital de la Misericordia sin una vacilación. Miguel, “el Menino”, que atendía la portería y el depósito de cadáveres los conocía ya:
– Hoy no hay muertos, muchachos. Estáis de vacaciones -decía, con su vocecita atiplada.
O bien:
– Hay un pobre y un ajusticiado, ¿os lleváis los dos?
Cipriano cargaba con ellos al hombro sin el menor reparo y los depositaba sobre las tablas del carro. Lo mismo hacía con el tablero y los caballetes del túmulo, los picos y las palas. Claudio, “el Obeso”, se sorprendió de su fortaleza:
– Tú, “Mediarroba”, ¿de dónde sacas esas fuerzas? En mi vida vi un tipo más espiritado que tú.
Cipriano le metía un dedo en su barriga untosa:
– S… si la fuerza estuviera en las grasas tú serías campeón.
Atiende.
Se había levantado la manga del sayo y le mostraba su bíceps estirado, un músculo bien formado, de atleta.
– ¡Ahí va, si tiene bola! ¿Te has fijado, “Niño”?, “el Mediarroba” tiene bola.
A menudo Miguel, “el Menino”, les reconvenía mansamente:
– Vamos, muchachos, no enredéis más. Hoy las huesas están en el atrio de San Juan. Ya estáis marchando.
”El Niño” tomaba las riendas y el carrillo, traqueteando, subía hasta la calle Imperial, próxima a la Judería. Tan pronto llegaban, Cipriano se arrojaba del carro, armaba el túmulo en el centro de la calle y colocaba encima los dos cadáveres. Disponían de una fórmula, acuñada por el uso, para llamar a la caridad a los viandantes, y Cipriano la ponía en práctica con gran propiedad:
– Hermanos: aquí tenéis los cuerpos de dos desdichados que pasaron a mejor vida sin conocer los beneficios de la amistad -decía-.
No les neguéis ahora el derecho a la tierra sagrada. Nuestro Señor nos ordenó ser hermanos del pobre y del pecador y únicamente si vemos en ellos al propio Cristo conoceremos el día de mañana el premio de la gloria. Ayudad a dar tierra a estos desdichados.
Algunos transeúntes cruzaban la calle y depositaban unos maravedíes en la bandeja, al pie del carrillo.
Los tres colegiales se iban turnando en la llamada a la caridad de los ciudadanos. A veces, como ocurría con Cipriano, intercalaban en el texto frases nuevas, originales, de efectos patéticos: no conocieron el amor de sus semejantes. O bien:
no escucharon nunca la voz del Señor. O bien: vivieron abandonados como perros.
Cipriano intuía que la última frase que comparaba a los difuntos con los perros movía antes el corazón de las mujeres que el de los hombres y, en cambio, afectaba más a éstos el hecho de que no hubieran tenido oportunidad de escuchar la voz del Señor. De cuando en cuando, “el Niño”, Claudio, “el Obeso”, y Cipriano, alineados tras el carro, intercalaban las letanías dedicadas a los difuntos. Claudio, el Obeso, las cantaba y los otros dos respondían:
– Sancta María…
– Ora pro nobis.
– Sancta Dei Genitrix.
– Ora pro nobis.
– Sancta Virgo Virginum.