– Ora pro nobis.
– Sancte Michael.
– Ora pro nobis…
Al terminar, dejaban transcurrir un rato en silencio, alineados tras el túmulo. Si acaso Cipriano veía aproximarse un grupo de mujeres, sacaba la voz de ventrílocuo y clamaba:
– Hermanos, una caridad para con estos desdichados que desconocieron las mieles de la fraternidad y vivieron abandonados como perros.
Las mujeres cesaban en sus comadreos y depositaban unas flacas monedas en la bandeja, a raíz de lo cual, Claudio, “el Obeso”, estimulado por el donativo, iniciaba de nuevo la cantinela:
– Hermanos, una caridad para estos desdichados…
Transcurrida una hora larga en la primera posa, Cipriano volvía a colocar los cadáveres en el carrito y, conducidos por “el Niño”, armaban sucesivamente el túmulo en las calles Huelgas, Zurradores y Espolón Viejo para repetir el mismo rito. Al concluir enterraban a los muertos en la iglesia indicada por el enano Miguel y, de vuelta al colegio, depositaban en el Arca de las Limosnas de la capilla los donativos recibidos en su recorrido por la villa.
Los limosneros cerraban la jornada, ya entrada la noche, con el toque de Ánimas. Las campanadas, lentas y melancólicas, ponían en movimiento a todos los campanarios de la ciudad, en lo que los fieles de la villa llamaban la hora de los muertos.
Cipriano solía caer rendido en su cama. El dormitorio, alargado, con dos hileras de camas estrechas, se alumbraba con un candil que “el Escriba” apagaba antes de retirarse. Las ventanas sin cortinas dejaban entrar un resplandor lechoso desde el río. Y en invierno, el frío era tan riguroso que Claudio, “el Obeso”, juraba que al despertarse tenía escarcha entre los pelos de las cejas. Salvo algún aullido de “el Corcel” los alumnos llegaban tan fatigados que, una vez puestos los camisones blancos, caían literalmente dormidos en sus camastros. De ahí la sorpresa de Cipriano en su última noche de limosnero cuando oyó un bisbiseo en la punta del dormitorio que fue transmitiéndose de cama en cama, como una contraseña. A “Tito Alba”, en la cama de enfrente, le oyó claramente susurrar:
– ”Niño”, “el Corcel” te necesita.
Oyó revolverse a Claudio, “el Obeso”, a su lado, y repetir el recado:
– ”Niño”, “el Corcel” te necesita.
Una sombra cruzó la leve claridad de las ventanas en dirección del primer susurro. Luego crujieron en la esquina los muelles de la cama de “el Corcel”, mientras se oían en la gran sala cuchicheos y risas apagadas. Al cabo de un rato, la sombra volvió a cruzar el dormitorio en sentido contrario y todo quedó en silencio.
A la mañana siguiente Cipriano preguntó a “Tito Alba” qué hacía “el Corcel” con “el Niño” en el dormitorio. “Tito” le miró con sus ojos desorbitados, de párpados cortos:
– ”Mediarroba”, ¿es cierto que te has caído de un nido o sólo lo aparentas?
No le dijo más, por lo que Cipriano recurrió a Claudio, “el Obeso”:
– Te lo puedes figurar -fue su respuesta-, cuando tiene necesidad, “el Corcel” recurre a “el Niño”.
Es lo más parecido a una mujer que tenemos en el colegio.
José, “el Rústico”, terminó de informarle. “El Rústico” procedía de Tierra de Pinares y no sabía disimular su aire rural, ni su necedad. Era un ser primitivo y cándido. Le costaba recordar las oraciones y en los dictados en romance apenas escribía cuatro palabras seguidas. Pero como compañero resultaba franco y comunicativo. Cipriano le preguntó por qué toleraba “el Niño” los abusos de “el Corcel”. El rostro de “el Rústico” lo decía todo:
– Es el que manda -explicó-.
¿No te has fijado que después de “el Escriba”, es “el Corcel” quien manda aquí?
En la clase de latín corrió la voz de que al día siguiente no habría doctrina porque tenían entierro. Las plegarias de los expósitos eran muy apreciadas en la villa. Sus voces, perdido el tono infantil y sin fraguar todavía el adulto, bien armonizadas por “el Escriba”, constituían el pasaporte deseado por muchos ciudadanos para el tránsito. Las disposiciones testamentarias requerían a menudo la presencia de los colegiales en el entierro a cambio de una limosna. Y los expósitos uniformados, limpias las botas de carnero, alineados en dos filas y con la antorcha en la mano, acompañaban al difunto hasta su última morada.
Así ocurrió en el entierro del caballero don Tomás de la Colina, en cuyo testamento rogaba a los expósitos sus oraciones a cambio de un pingüe juro para el colegio.
”El Escriba” hizo saber a los alumnos la generosa disposición del difunto y los estimuló a comportarse con entusiasmo y esmero en el sufragio. Con aire contrito y las antorchas encendidas, los expósitos acompañaron al cadáver, escuchando fervorosamente la salmodia de los clérigos: “el Miserere” y el “De Profundis”. Una vez en la iglesia, formados en torno al difunto, asistieron al funeral y, al concluir la epístola, “el Escriba” levantó la batuta y les dio el tono para iniciar el “Dies irae”:
Dies irae, dies illa,
Solvet saeclum in favilla:
Teste David cum Sibylla.
Quantus tremor est futurus,
Quando Judex est venturus,
Cuncta stricte discussurus!
Tuba mirum spargens sonum
Per sepulcra regionum,
Coget omnes ante thronum.
Terminada la misa, conforme se procedía al enterramiento del cadáver, los expósitos, desde el presbiterio, entonaron las letanías de intercesión de Todos los Santos, guiados por la bien timbrada voz de “Tito Alba”:
– Sancte Petre.
– Ora pro nobis.
– Sancte Paule.
– Ora pro nobis.
– Sancte Andrea.
– Ora pro nobis.
– Sancte Joannes.
– Ora pro nobis.
– Omnes Sancti Apostoli et Evangelistae.
– Orate pro nobis.
La gente se aprestaba a manifestar su condolencia a los deudos en tanto los expósitos terminaban su letanía. En el templo reinaba un pesado hedor mezcla del sudor de los fieles, el humo de las antorchas y el tufo de corrupción de los enterrados en él. Pero por encima de todo vibraba la voz de contralto de “Tito Alba”:
– Ut mnibus benefactoribus nostris sempiterna bona retribuas.
– Te rogamus audi nos.
– Ut frutus terrae dare, et conservare digneris.
– Te rogamos audi nos.
– Ut omnibus fidelibus defunctis requiem aeternam donare digneris.
– Te rogamus audi nos.
– Ut nos exaudire digneris.
– Te rogamus audi nos.
Cesó la cantinela de los colegiales y, como colofón, el coro y los sacristanes entonaron el último responso:
– Libera me Domine de morte aeterna, in die illa tremenda, quando movendi sunt coeli et terra, dum veneris judicare saeculum per ignen.
Los expósitos, desde el altar, hicieron una profunda reverencia a los deudos de don Tomás de la Colina antes de salir del templo, de uno en uno, levantando las antorchas por encima de sus cabezas.
Cipriano no descubrió a su tío Ignacio hasta que se puso a su lado y notó su mano en el hombro.
A su contacto se estremeció. Don Ignacio era para él un pariente mudo que tampoco osaba afrontar nunca los ojos de su hermano. Era afable pero no se podía esperar de él nada decisivo. Sin embargo, no le pasó inadvertida la mirada de entendimiento que cambió con “el Escriba”. Y cuando sus compañeros apagaron las antorchas y formaron en filas para regresar al colegio, él los siguió a distancia en compañía de su tío. Don Ignacio se inclinó ligeramente hacia éclass="underline"