– ¿Estás contento en el colegio, te gusta estudiar?
Asintió sin palabras para evitar el titubeo. No veía razones para confiarse a él. Seguramente sería un enviado de su padre. La voz de don Ignacio Salcedo se hizo aún más untuosa:
– No sé si sabes que yo presido el patronato que administra este colegio y soy miembro de la Cofradía a la que pertenece.
– E… eso dicen, sí señor.
– Pero ignoras que en la última reunión de la Comisión de Diputados me han dado informes favorables de ti. Número uno en doctrina, latín y escritura, notable en tablas de cálculo. Intachable en urbanidad y disciplina. ¿Crees que eso se puede mejorar?
El muchacho encogió los hombros. Su tío prosiguió:
– Todo eso es importante, Cipriano. Ante un cuadro así no tengo más remedio que hablar con tu padre y exponerle la situación.
¿Te gustaría dejar el colegio y volver a casa?
A don Ignacio Salcedo le sorprendió la resolución del chico:
– No -dijo-. Me gusta el colegio. Tengo amigos aquí.
– Eso me preocupa, hijo. Tus compañeros son niños sin padres, sin modales, ni educación. Por lo demás ya sabes lo que te espera.
Otros dos años en sus aulas y el día de mañana trabajar en el oficio que elijas hasta la muerte. Ése es tu porvenir.
– También puedo ingresar en la Escuela de Gramática del Cabildo -objetó el muchacho-. Todo depende de mi expediente.
– Cierto, Cipriano. Ya veo que te has informado bien. Y no olvides el Centro de Latinidad si decides ser sacerdote. ¿Te gustaría ser sacerdote?
El muchacho vareaba el aire con el palo de la antorcha y luego la utilizaba como bastón. Primero denegó con la cabeza y luego dijo rotundamente:
– No.
– Y ¿doctorarte en Leyes?
Tienes buena cabeza, dominas la sintaxis latina, escribes de corrido el romance… Podrías ser un buen letrado el día de mañana. Tu padre te dejará una fortuna importante y tuyo será también lo que hoy es mío. Pero al dinero hay que ennoblecerlo. El dinero en sí no tiene importancia y menos aún si no se debe a tu esfuerzo.
Habían salido de la Puerta del Campo y descendían hacia el nuevo barrio de las Tenerías, al fondo del cual estaba el colegio. Olía fuerte a cuero y tinturas y, entre la muralla y el barrio, se veía correr al Pisuerga en ejarbe. Cipriano levantó los ojos y contempló la piel rojiza, lampiña, de su tío Ignacio, su mirada insegura, pero fija en él.
– No sé -dijo al fin-. Falta mucho tiempo. Tendré que pensarlo.
– Eso está bien. No es bueno precipitarse pero debes ir reflexionando. Dos años pasan enseguida, antes de que lo que tú piensas, y para entonces sería conveniente que hubieras tomado una determinación.
Doblaron la última esquina y don Ignacio se precipitó:
– Una cosa voy a rogarte, Cipriano: que tu padre no se entere de nuestro encuentro ni de nuestra conversación. Él no debe saber nada de esto. ¿Te escribe?
– No -dijo Cipriano.
Don Ignacio vaciló al despedirse. No era ya un niño para besarle y además él era para el muchacho casi, casi un desconocido.
Le tomó por los hombros, se inclinó ligeramente, luego se enderezó, le soltó y le tendió su mano anillada. Lo había pensado mejor:
– Adiós, Cipriano -dijo-. Sigue estudiando. Aprovecha las enseñanzas de don Lucio, es un gran maestro. Nunca te arrepentirás de haberlo hecho.
VI
Por segundo año consecutivo desde su ingreso en el colegio, llegado agosto, Cipriano participó en la Ceremonia de las Eras acompañado de dos condiscípulos y dos cofrades de la Santísima Trinidad. La clase, dividida en grupos, visitaba las eras que rodeaban la villa y pedían a Dios prieta espiga y grano abundante. A los muchachos les divertía tomar contacto con los labriegos, trillar, azuzar a las mulas, montar en pollino y beber del botijo. Rezado el Pater Noster y las letanías rituales, los campesinos les entregaban unos fardillos de trigo que ellos, al llegar al colegio, depositaban en el Arca de las Limosnas y, al día siguiente, en el mercado, lo convertían en dinero contante y sonante. Cipriano, en compañía de “Tito Alba” y de un nuevo compañero, a quien apodaban “Gallofa”, quedó a un celemín de distancia del grupo más aprovechado y fue elogiado por “el Escriba” al iniciarse la clase.
Para entonces, Cipriano había empezado ya con sus escrúpulos de conciencia. Atendía con sus cinco sentidos a las clases de doctrina y religión, pero de su atención no derivaba una tranquilidad espiritual. Es más, se le antojaba que su formación religiosa dejaba mucho que desear. El padre Arnaldo les hablaba de la oración vocal y de la oración mental y se inclinaba por aquélla siempre que la concentración del orante fuese completa. A Nuestro Señor no debemos dejarlo solo, les decía el padre Arnaldo.
Podéis aprovechar el recreo para hacerle una visita. Cipriano comenzó a visitar la capilla durante el recreo. Se trataba de una vieja costumbre que algunos alumnos acataban. A él le gustaban el vacío y el silencio del templo, donde apenas llegaba el alboroto de sus compañeros en el patio. Reclinado de rodillas, en el banco de madera, Cipriano tenía a flor de labios dos peticiones obsesivas: Minervina y su futuro una vez pasada la etapa colegial. Mientras oraba, se mantenía sereno. Era al marchar y tomar agua bendita en la pequeña pila, a la puerta de la capilla, cuando surgían las dudas: al rezar y santiguarse ¿había pensado en el sacrificio de Nuestro Señor o en el juego de zancos que le aguardaba en el patio? La duda se hacía cada vez más honda y corrosiva. Y si la daba de lado para entregarse al juego, los escrúpulos ya no le abandonaban el resto de la mañana.
Entonces resolvía retornar a la capilla y signarse otra vez con agua bendita, muy despacio y pensando en lo que hacía. Pero este gesto tampoco le apaciguaba. Al salir al patio regresaban las dudas sobre su concentración y volvía de nuevo a la capilla a tomar agua y santiguarse con lentitud, deteniéndose fervorosamente en los cuatro movimientos esenciales. Mas, acorde siempre con las predicaciones del padre Arnaldo, llegó a la conclusión de que sus peticiones eran inevitablemente egoístas: pedía por él, para solucionar su vida el día de mañana y pedía por Minervina, único ser al que amaba en este mundo. Entonces decidió pedir también por “el Corcel”, para que no se hiciera pajas en el paseo, ni obligara a “el Niño” a ir a su cama cada vez que lo necesitaba. Y por “Tito Alba” por quien empezaba a sentir afecto. Paso a paso fue añadiendo peticiones (por “el Rústico” para que se le abrieran las vías del entendimiento, por “el Escriba” para que supiera guiarlos con tino, o por Eliseo, el ex alumno de la Tenería, para que su patrono cumpliese los términos del contrato) de forma que sus visitas a la capilla empezaron a durar tanto como los recreos. De esta manera Cipriano no encontraba tiempo para desfogarse y el sábado, en las reconciliaciones con el padre Toval, que confesaba en dos reclinatorios encarados y cubría, con un inmaculado pañuelo blanco, los rostros de confesor y penitente, reconocía que sus peticiones a Nuestro Señor seguían siendo egoístas por la sencilla razón de que con ellas no buscaba la paz o la felicidad de sus compañeros sino su tranquilidad de conciencia. El padre Toval le animaba a perseverar, a pensar menos en sí mismo y en las causas que movían sus actos, y un buen día, para ayudarle, le hizo un rápido examen a través de los mandamientos. Mas cuando llegó al cuarto, honrar padre y madre, Cipriano le dijo al padre Toval que su madre había muerto al nacer él y que a su padre le odiaba con todas sus potencias y sentidos. Aquí sí encontró el confesor materia grave y, pese a que Cipriano le habló de sus terribles miradas y de sus vejaciones, no justificó su aversión hacia él. El padre nos ha engendrado y sólo por eso ya merece nuestro aprecio. ¿Cómo amar a Nuestro Señor en el cielo si no amábamos a nuestro padre en la tierra? Los vagos escrúpulos de Cipriano iban concretándose ahora: no era tanto por “el Corcel” por quien tenía que rezar como por su padre y por sus sentimientos hacia él. Dejó el confesionario con las orejas rojas y aturdido. En lo sucesivo mentaba a su padre en las visitas a la capilla durante los recreos, pero lo hacía maquinalmente, no porque le amase sino porque el padre Toval se lo había indicado así. Sus escrúpulos se endurecían: yo no puedo amar y odiar a una persona al mismo tiempo, se decía. Y al pensar en su padre veía su mirada bellaca, heridora, y comprendía que su oración por él carecía de sentido. Dejó de ir a comulgar. Su amigo “Tito Alba” notó su cambio y, en un paseo por la ciudad, le preguntó por la razón. O… odiar es un pecado, ¿no es cierto, “Tito”? Cierto, dijo éste. Y odiar al padre todavía es un pecado más grave, ¿verdad? “Tito Alba” se encogió de hombros: yo no sé lo que es un padre, dijo. ¿Y qué puedo hacer yo si el odio nace en mi corazón con sólo pensar en él? Bueno, dijo “Tito”, reza para que eso no suceda. Pero si a pesar de todo sucede y yo no lo puedo remediar, ¿voy a consumirme en el infierno solamente por odiar a mi padre sin quererlo? “Tito Alba” titubeaba. Sus ojos desorbitados, de párpados cortos, eran sin embargo cálidos y mansos. No se parecían a los de don Bernardo. Dijo con poca voz: habla con el padre Toval. Cipriano se apresuró: lo hago todos los sábados. A “Tito Alba” le abrumaba el pesar de su amigo. Encontró un alivio al mirar a la pareja de compañeros que los precedía: mira, dijo, ya está el guarro de “el Corcel” haciéndose una paja. Por él sí debes rezar.