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Cipriano manoteaba excitado: pero tampoco puedes echar sobre ti todos los pecados del mundo, toda su porquería, ¿no es cierto?

También el padre Toval advirtió su desconcierto. Hablaron de los pecados que no producían placer sino dolor, como odiar o envidiar.

El padre Toval llegó a decirle que ofreciera a Dios el asco de su odio como una expiación, pero a Cipriano no le convencía. S…

sería engañarme, padre, me engañaría a mí mismo y engañaría también a Dios. Ofrecerle mi odio sería envilecerme.

El tercer año en el colegio resultó inquietante para Cipriano.

Pese a la buena relación que mantenía con la mayor parte de los alumnos, de su aprovechamiento en las clases no se sentía satisfecho.

Y no sólo eran sus escrúpulos de conciencia lo que le agobiaba. Empezó a atormentarle la injusticia humana, el hecho de que don Bernardo pudiera pagar la beca de tres compañeros que, por añadidura, desconocían a su padre, para que él pudiera estudiar; el que “el Niño” tuviera que acudir a las llamadas de “el Corcel” aunque no le apeteciera y que aceptara ser humillado periódicamente porque carecía de poder; el que su carne empezase a despertar y notase una extraña fuerza que transformaba su cuerpo y cuyas exigencias se imponían a su voluntad. Entonces empezó a comprender a “el Corcel”, aunque aborreciera la violencia que ejercía sobre “el Niño”, para complacerse a sí mismo. Estas novedades modificaban su carácter, sentía arrebatos de agresividad, vivía en permanente descontento consigo mismo. A veces, él mismo se sorprendía al arrogarse un papel justiciero que nadie le atribuía, como la noche que detuvo a “el Niño” en la penumbra del dormitorio cuando sumisamente acudía a la llamada de “el Corcel”:

– ”Corcel”, no le esperes. “El Niño” no va contigo esta noche -dijo.

Pero, de pronto, en el extremo del dormitorio, se produjo un gran revuelo. Al leve resplandor que subía del río divisó a “el Corcel” en camisón, corriendo entre las dos filas de camas para meterse finalmente en la suya. Sintió su salvaje aliento, sus palabrotas, su dureza viril, sus brazos desmañados abrazándole, y entonces Cipriano, con gran serenidad, flexionó la pierna, le propinó un rodillazo en los testículos y le empujó con todas sus fuerzas hasta arrojarle fuera de la cama. Durante unos minutos se escucharon los quejidos de “el Corcel” en el suelo, como los de un perro apaleado. En el dormitorio había una tensión que se cortaba. Paulatinamente “el Corcel” se incorporó y le dijo a Cipriano en la penumbra con las manos en el vientre:

– Mañana, en el recreo, te espero en el patio.

En el patio, en la esquina que formaba con el gimnasio, a cubierto de miradas indiscretas, se dirimían las peleas entre los escolares. El pleno del alumnado se reunía allí, ante un desafío, rodeando a los contendientes. Por si los alicientes fueran pocos, era la primera vez que “el Corcel” peleaba en el colegio. Nadie había osado nunca enfrentarse a él. La actitud de los luchadores esta mañana era distinta. Mientras “el Corcel”, con sus brazos largos y desgarbados, aspiraba a hacer presa en el cuello de “Mediarroba” y voltearle, éste le esperaba a distancia, sin dejarle aproximar. A Cipriano le daba ventaja su viveza. En lo que “el Corcel” levantaba un brazo, los puñitos pequeños y duros como piedras de Salcedo se disparaban tres veces sobre la nariz de su adversario. Los compañeros observaban la pelea en silencio. A veces, un comentario: ¿te fijas cómo pega “Mediarroba”? Y Claudio, “el Obeso”, trataba de explicar a todos, uno por uno, que “Mediarroba” cargaba con los muertos del Hospital de la Misericordia sin ayuda de nadie y tenía unos músculos de acero. Cipriano lanzó su puño derecho una vez más sobre el rostro bobalicón de “el Corcel” y éste empezó a sangrar por la nariz.

Claudio, “el Obeso”, volvió a repetir que “Mediarroba” tenía mucha fuerza, y éste daba vueltas en torno al grandullón y se agachaba, esquivándole, cada vez que trataba de asirle por el cuello. “El Corcel” resistió un par de puñetazos más. Era como ver representada, al cabo del tiempo, la desigual lucha de David contra Goliat. Y David era aquel muchachito reducido, bajo para su edad, pero con una agilidad pasmosa y una dureza de mármol. El sayo de “el Corcel” se llenaba de sangre y, entre dientes, provocaba a su rival llamándole enano y cacho cabrón, pero “Mediarroba” no caía en la trampa, evitaba lanzarse sobre él a ciegas, y guardaba las distancias. Sus puñetazos eran como las picadas molestas de un insecto que iban minando la moral del otro. Y cuando, al cabo de cinco minutos, “el Corcel” se olvidó de su guardia y atacó abiertamente a su contrincante persuadido de que era un alfeñique, Cipriano le recibió con un puñetazo en el pómulo derecho que le hizo tambalear. Al golpe siguiente, “el Corcel” hincó una rodilla en tierra pero, como avergonzado de su debilidad, se recuperó inmediatamente y echó su brazo derecho hacia delante tratando de hacer presa en su enemigo. Cipriano, sin embargo, se agachó, reculó a tiempo y, cuando “el Corcel” trastabillaba, después de su esfuerzo fallido, volvió a sacudirle dos golpes en la nariz y “el Corcel” se apartó jadeando y tratando de restañar la sangre con sus manos. Nadie hablaba, pero como “el Corcel” no pareciera tener intenciones de reanudar la pelea, “Tito Alba” se acercó a él y le dijo:

– ”Corcel”, ve a cambiarte el sayo antes de que te vea “el Escriba”.

Le acompañó al dormitorio, mientras Cipriano componía su figura. Vio alejarse a “el Corcel”, auxiliado por “Tito Alba”, y, entonces, sí, entonces los compañeros le rodearon preguntándole por su fuerza, le tocaban la bola, y él se levantaba la pernera del pantaloncillo de lona, estiraba la pierna y les mostraba los músculos de los muslos tensos y alargados como cables.