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Al sábado siguiente, “Mediarroba” se acusó de su pecado:

– He golpeado a un compañero hasta hacerle sangrar, padre -dijo.

– ¿Es posible, hijo? ¿No sabes que incluso el más despreciable de los hombres es templo vivo del Espíritu Santo?

– Ofendía a los demás, padre; es un matón.

– Y ¿quién es ese compañero tuyo? ¿Es del colegio?

– No puedo decirle más.

En la siguiente clase de doctrina, el padre Arnaldo se refirió a su labor de enseñante y a la obligación de los alumnos de aprender sus enseñanzas para poder auxiliar el día de mañana a algún semejante descarriado. Eran, poco más o menos, las mismas palabras que había empleado Minervina cuando le enseñaba a rezar. Si tú te condenas por no saber, tesoro, yo me condenaré por no haberte enseñado.

Eran, veinte años más tarde, las mismas palabras de don Nicasio Celemín en Santovenia. Y Cipriano, al oír la admonición del padre Arnaldo, pensó en “el Corcel”, se olvidó del odio hacia su padre y su mente la ocupó la soledad tremenda de su compañero. Nadie le quería. Se propuso buscar el momento apropiado, aproximarse cordialmente a él, ayudarle. Y un día, en el paseo de la tarde, rogó a “el Rústico” que se pusiera junto a “Tito Alba” y le dejara a “el Corcel” por compañero.

– ¿Qué quieres ahora? -le dijo éste al verle a su lado.

– Hablar contigo, “Corcel”.

Pedirte disculpas por lo del otro día. No quise lastimarte.

– Y ¿a ti qué te importo yo?

¡Ya te puedes largar!

– Me importan todos los mortales, “Corcel”. Debemos ayudarnos los unos a los otros.

Dos mujeres jóvenes, con sendos capachos, se cruzaron con las filas de estudiantes. “El Corcel” se fijó en ellas y giró el rostro descaradamente para contemplarlas por detrás, sus traseros ondulantes.

Después se volvió hacia Cipriano:

– ¿Sabes qué te digo, “Mediarroba”?

– ¿Qué? -dijo Cipriano, esperanzado.

– Que te vayas a tomar por el culo; quiero hacerme una paja.

Cipriano aminoró el paso, fue rezagándose pero aún dijo tímidamente:

– Volveré a buscarte, “Corcel”. Si algún día me necesitas, llámame.

A la semana siguiente la villa se llenó de curas, seculares, regulares, canónigos y obispos. El primer día llegaron cuarenta o cincuenta, ciento sesenta el segundo y, en esta proporción, llegaron a alcanzar el millar y medio. El primer encuentro de los expósitos con los clérigos durante un paseo fue sonado. Los colegiales conservaban la piadosa costumbre de besar las manos que consagraban en señal de respeto, pero en esta ocasión fueron tantas las por besar y tantos los labios que aspiraban a hacerlo, que se produjo un atasco en la calle de Santiago que tardó largo rato en despejarse. Una vez en el colegio, “el Escriba” elogió su actitud, pero les rogó encarecidamente que omitieran estas demostraciones de respeto en tanto durase la Conferencia. Era la centésima vez que oían mentar la Conferencia. La Conferencia era la consigna. Ante los nutridos grupos de clérigos, que mariposeaban por todas partes, los transeúntes decían: van a la Conferencia o vienen de la Conferencia. No salían de ahí. Y en verdad las reuniones eran tantas, tan numerosas las comisiones, que las bandadas de clérigos que discurrían por las calles a todas horas indefectiblemente procedían de la Conferencia o iban a ella. Durante meses la Conferencia lo llenó todo. En los conventos de frailes y los monasterios de la villa y su alfoz no cabía un cura más.

Las controversias teológicas que se producían en San Pablo, San Benito o San Gregorio se prolongaban hasta altas horas de la noche, o, como decía el pueblo, no tenían fin. Las discusiones de la Plaza del Mercado entre rústicos y artesanos subían fácilmente de tono. Y en el centro de tanta polémica y discusión, de tanta palabrería y alboroto, estaba la controvertida figura de Erasmo de Rotterdam, un ángel para algunos, un demonio para los demás. La pluma de Erasmo había dividido al mundo cristiano y, por tanto, con ocasión de la Conferencia, en la villa se formaron dos bandos: los erasmistas y los antierasmistas.

Pero esta división no se dejaba sentir únicamente en los colegios y conventos, sino en todas las instituciones, industrias, negocios y familias de la ciudad donde se reunieran más de dos personas. Tampoco el Hospital de Niños Expósitos se libró de la escisión y no sólo entre los profesores sino también entre los alumnos. Aunque ponían exquisito cuidado en no mostrar sus predilecciones, era del dominio público que el padre Arnaldo era antierasmista y el padre Toval erasmista. El primero decía: Lutero se ha criado a los pechos de Erasmo. Sin él nunca se hubiera llegado a esta situación, mientras el padre Toval sostenía que Erasmo de Rotterdam era exactamente el reformador que la Iglesia precisaba. Pero nunca se produjo entre ellos la menor fricción.

Atendían con el mismo celo de siempre sus respectivos deberes pero jamás se enfrentaban entre sí.

Esta distinta apreciación de las ideas erasmistas, que era la que dividía a los adultos, acabó imponiéndose igualmente entre los alumnos que una semana antes ignoraban incluso la existencia de Erasmo.

Pero durante el tiempo que duró la Conferencia, los padres Arnaldo y Toval parecían los encargados de llevar al colegio las últimas noticias sobre la misma, arrimando discretamente el ascua a su sardina.

– Los antierasmistas han puesto espías en las librerías para acusar de herejes a los lectores.

– Virués ha dicho en la Conferencia que el inquisidor Manrique y el Emperador son partidarios de Erasmo.

La villa, cuna de la Conferencia, se dividía, discutía, se acaloraba y, en la Plaza del Mercado, junto a los puestos de hortalizas, al lado de la gran tertulia popular, se improvisaban otras de intelectuales gesticulantes y excitados. La Corte, provisionalmente instalada en la ciudad, hacía sentirse protegidos a los erasmistas.

Las tardes de paseo, los expósitos se cruzaban con grupos de curas, grandes grupos que comentaban las incidencias de la Conferencia a voz en cuello, prolongaban la controversia de los templos a la calle. Una mañana el padre Arnaldo cometió la imprudencia de solicitar un padrenuestro a los colegiales por la conversión de Erasmo. Los erasmistas protestaron y el padre Arnaldo cambió el objetivo de la oración: para que Nuestro Señor ilumine a cuantos participan en la Conferencia , dijo.

Cipriano, con una instintiva simpatía hacia Erasmo, intervino activamente en su defensa. A la salida de la capilla, Claudio, “el Obeso”, le preguntó:

– ¿Quién es ese tal Erasmo?

– Un teólogo, un escritor, que piensa que la Iglesia debe ser reformada.

En el otro extremo del patio, “el Rústico” vociferaba: ¡Erasmo a la hoguera!. En general, las tesis antierasmistas se orientaban en el sentido de que Lutero no hubiera existido si no hubiera existido Erasmo.

Mediada la Conferencia, los expósitos creyeron entender que en las controversias dominaban las tesis erasmistas y que sus adversarios, el maestro Margalho, fray Francisco del Castillo, fray Antonio de Guevara, se batían en retirada. Pero pocos días más tarde el padre Arnaldo anunciaba que se estaba discutiendo el divorcio, que Erasmo defendía, y que la Conferencia y el pueblo se habían colocado frente a él. Pero entonces saltó a la palestra el maestro Ciruela, que por su posición y su apellido se había hecho popular, y manifestó que admitía que Erasmo de Rotterdam tuviera algunos errores pero que sus libros, en conjunto, habían aportado mucha luz sobre los cuatro evangelios y las epístolas de los Apóstoles. Era un pulso tenso el que se libraba en la Conferencia y la villa parecía una enorme caja de resonancia. Pero los principales adversarios de Erasmo eran las órdenes religiosas que él había puesto en solfa en su libro “Enchiridion”. Su lectura levantaba ampollas entre los frailes y las protestas desde los púlpitos menudeaban, con lo que la agitación era mayor cada día y la masa iletrada pedía que la obra de Erasmo fuera condenada a la hoguera. La disputa creció hasta límites de violencia cuando el maestro Margalho denunció una mañana que Virués estaba en contacto con Erasmo y le informaba por carta, cada día, de los avatares de la Conferencia. Virués defendió su derecho a comunicarse con el holandés objeto de la controversia y con esta paladina declaración los ánimos se encresparon.