A la postre el pueblo mismo acabó levantándose y católicos y protestantes unidos los derrotaron en Münster. Después de tanta sangre ¿cómo le puede extrañar a usted que aún haya huellas de violencia en Turingia?
La voz apolillada de Berger se enardecía. Hay veces en que parece un canónigo magistral, le había dicho bromeando el Doctor en una de las conversaciones anteriores a su viaje. Hombre bueno, fundamentalmente bueno, e instruido, añadía inmediatamente ante el temor de estar atribuyendo a su amigo una imagen que no le correspondía.
Salcedo advertía que el capitán conocía al dedillo la reciente historia alemana, los pros y los contras de la revolución de Lutero y que, probablemente, le consideraba a él un pobre intruso, un párvulo ayuno de toda formación. La nave continuaba moviéndose, cabeceaba, a ratos insistentemente, y don Isidoro Tellería, imperturbable, llenaba de nuevo la cazoleta de la pipa. Cipriano Salcedo hizo una pausa, miró a los ojos claros de Berger y prosiguió:
– Estas cosas y otras del mismo tenor avivaron mi deseo de conocer a Melanchton. Lutero y él no siempre habían marchado de acuerdo pero los partidarios de uno y otro le reconocen ahora como la cabeza del protestantismo. Al fin conseguí ser recibido en Wittenberg.
Se mostró afable y comprensivo conmigo. Me habló de Lutero con exaltada devoción, con afecto filial. Habló del Lutero reformador y del Lutero exclaustrado, fiel esposo y padre amantísimo. Se interesó por los grupos luteranos españoles y me transmitió un saludo para ellos. Luego se sometió sumisamente a mi interrogatorio, un largo interrogatorio que arrancó de la Guerra de las hogueras en 1521, y terminó con la derrota del Emperador en Innsbruck y la división de Europa en dos bandos: católicos y protestantes.
– Y ¿no le habló a vuesa merced de su actuación personal?
– Naturalmente. Melanchton reconoció que él mismo alentó a los estudiantes de Wittenberg a quemar la bula papal y aludió luego a sus posteriores diferencias con Lutero en las dietas de Worms y de Spira que, en el fondo, no sirvieron más que para acrecentar la tensión entre ambos bandos. Melanchton se mostró en aquellos momentos humanista y conciliador, pero Lutero desaprobó su postura. Según me dijo expresamente, con un punto de añoranza, Roma y la Reforma estuvieron a punto de entenderse incluso en aspectos muy delicados como el del matrimonio de los clérigos y la comunión en las dos especies, pero ni Lutero ni los príncipes aceptaron tales propuestas.
– Y ¿de su papel de sistematizador?
– Me habló de ello también.
Mencionó a Lutero, a la necesidad de crear unos códigos de fe y de conducta. Lutero mismo, con una clara visión del problema, redactó dos catecismos, uno para predicadores, muy elevado, y otro para el pueblo, más simple; ambos resultaron sumamente eficaces. También creó una bendición bautismal y otra nupcial para sustituir a los sacramentos del bautismo y el matrimonio sin provocar escándalo en el pueblo sencillo, que pensaba que con la nueva liturgia los cónyuges y los niños quedaban espiritualmente desamparados, eran un poco como animales sin alma. Personalmente -me dijo-, para participar en la organización del sistema, escribí el libro “Hogares comunes” que tuvo buena acogida. La formación dogmática era elementaclass="underline" sólo Cristo, sólo la Escritura, sólo la gracia; basta la fe. El luteranismo falló a la hora de hacer de la Iglesia un ente invisible, sin estructura.
Semejante cosa no fue posible y en este aspecto tanto Zuinglio como Calvino le desbordaron.
Isidoro Tellería tosió dos veces, dos toses secas y ásperas tras una larga fumada. Había sido tan hermético su silencio que el capitán Berger se volvió hacia él sobresaltado. Había olvidado por completo su presencia y su vozarrón oscuro, tan abrumador como su atuendo, atronó ahora en la pequeña camareta:
– Estoy de acuerdo -dijo, jugueteando con la pipa encendida a sabiendas de que iba a sorprender a sus contertulios-: Lutero creó una Iglesia en el aire; Calvino ha sido más práctico: ha hecho de Ginebra una ciudad-iglesia. He viajado mucho estos meses por Ginebra, Basilea y París, pero fue en una comunidad parisina, oyendo cantar el salmo “Levanta el corazón, abre los oídos”, cuando me sentí tocado por la gracia. Salí luterano de Sevilla y regreso calvinista.
El capitán Berger, por no enfrentar descaradamente su mirada a la de Tellería, volvió a observar las pequeñas manos inquietas de Salcedo tabaleando sobre la mesa:
– ¿Cree vuesa merced en el poder absoluto? -inquirió.
– Amo la disciplina. Calvino acepta el beneficio de la fe y nos facilita un orden, una Iglesia y un modo de vida austero, vigilado discretamente por el Consistorio.
– Y ¿no ve usted en “esa discreta vigilancia” una réplica de la Inquisición?
Isidoro Tellería traía la lección bien aprendida:
– La fe sola no basta -dijo-.
Debe ser servida. En este aspecto discrepo de Lutero. El calvinismo tiene espíritu misionero, algo que le falta al luteranismo y crea un concepto de Iglesia un tanto exasperado y radical.
– Usted lo dice: exasperado y radical.
– Entiéndame, no me refiero tanto a las normas en sí como a la exigencia de su cumplimiento: Calvino amenaza con la excomunión a todo aquel que no las acepte, que no acepte las normas. ¿Excesivo?
Tal vez, pero un hombre tiene que estar muy seguro de lo que dice para adoptar una medida semejante.
Creo que el asunto bien merece una reflexión. Y Calvino se somete voluntariamente a ella en Estrasburgo, durante tres años, el tiempo que permanece en la ciudad como capellán de la colonia francesa.
Al mismo tiempo aprovecha para darle un empujón al libro que trae entre manos, “Institución Cristiana”, tan largo como edificante.
En Estrasburgo, la posición de Calvino es pasiva, de simple espera.
– ¿Cree usted que esperaba la llamada de los ginebrinos?
– La esperara o no, la llamada se produce. Ginebra se pone en sus manos y se somete al experimento.
Los ginebrinos están arrepentidos de haberle expulsado. Entonces Calvino inicia la formación de una Iglesia. Esto es esencial. Pertenecer a ella, a esa Iglesia, es algo así como la fe para ustedes, una garantía de salvación. Calvino organiza una verdadera teocracia, el gobierno de Dios. A partir de ese momento en la pequeña ciudad apenas funciona otra cosa que la predicación y los sacramentos. El creyente viene obligado a ser devoto. El mundo es un valle de lágrimas y debemos acomodar la vida a una idea religiosa y a una actitud de servicio.
– Y todavía va más allá. Todo lo que no aparece en la “Biblia” está de más, queda prohibido.
– Cierto, pero este rigor, alejado de las frivolidades luteranas, es lo que en principio me atrajo del calvinismo; un poco más tarde vino la caída del caballo, en París. Cuando regresé a Ginebra, la ciudad me edificó. Era como un templo gigantesco en contraste con las ciudades luteranas: nombres bíblicos en los niños, catequesis, estudio, oraciones, prédicas… El juego fue declarado maldito y a los jóvenes se les prohibió cantar y bailar. Se les imponía el espíritu de sacrificio. Naturalmente se produjeron algunas protestas, pero, al cabo, prevaleció la razón: el mundo no estaba hecho para gozar y el pueblo aceptó de grado la autoridad de Calvino.