Era un día soleado, de suave temperatura y nubes blancas, aborregadas, y Cipriano pensó en Diego Bernal. Siempre que viajaba con dinero o algo valioso, Salcedo recordaba al viejo salteador, pero Vicente le tranquilizó, Bernal ya estaba pensando en el retiro -dijo-. Hace más de medio año que no se sabe de él.
Se ajustaron a lo previsto con exacta precisión los dos primeros días. La lluvia les sorprendió el tercero y llegaron a Belorado con el agua escurriéndoles por las calzas. El temporal estaba asentado sobre Castilla y esperaron un día para reanudar la marcha. El 30, al caer la tarde, después de enviar a Echarren un correo urgente, entraban en Cilveti, una aldea de montaña, con casas de piedra y escasos habitantes. Cipriano descargó los fardillos en el zaguán de Pablo Echarren, y Vicente, montando a “Arrugado” y con “Pispás” y “Sola” en retaguardia, regresó a Urtasun sin hacer noche. No había razón para llamar la atención de nadie. Por su parte Cipriano encontró a un Pablo Echarren menos atrabiliario de lo que don Carlos había sugerido. Hablaba poco pero no por desabrimiento sino por no malgastar palabras:
– Vuesa merced ya sabe que los tiempos están difíciles. Hoy no puedo subirle al alto por menos de cincuenta ducados -le advirtió.
Cuando partieron aún no había amanecido y, conforme se hacía la luz, la línea oscura de la sierra, coronada de nubes, iba recortándose contra el horizonte. La mula de Echarren, cubierta con una manta, abría camino a la de Cipriano y a “Luminosa” que portaba el equipaje. Franqueaban un sardón de quejigo con hoja de invierno, sin seguir un sendero visible, y, en lo más espeso del monte, volaron atolondradamente dos pájaros:
– Becadas -dijo Echarren escuetamente.
– En Castilla las becadas entran en noviembre -apuntó Cipriano recordando los tiempos de La Manga.
– Todavía andan de contrapasa -aclaró el guía-. En todo caso, éstas anidan aquí.
Se detuvieron al empinarse la cuesta. Un bosquecillo de hayas, con hojas recientes, se alzaba a mano derecha, tras una junquera, y, a su izquierda, una gran masa de abetos. Echarren sacó de las alforjas un pan con queso y salchichas y una bota de vino. Bebió antes de empezar a comer levantando la cabeza, largamente, sin derramar una gota:
– Hay que desatrancar el tubo -dijo justificándose.
Iniciadas las turbulencias de mediodía, una pareja de quebrantahuesos se sostenía en el aire sin aletear. Cuando reanudaron la marcha, las acémilas avanzaban penosamente, con lentitud. La pendiente se acentuaba al entrar en el hayedo, un bosque de árboles prietos y misteriosos. De cuando en cuando, Echarren detenía la mula y escuchaba después de exigir silencio a Cipriano. En las alturas, a pesar de las horas de insolación y la fuerza del sol, el ambiente era más fresco. Trepaban ahora entre abetos, un mar de ellos, y arriba, en la cumbre de la montaña, se divisaban tolmos desnudos, pequeñas conchestas refulgentes, escorrentías procedentes del deshielo. Hubo un momento, tras una parada de Echarren, en que éste, con ademanes apremiantes, le instó a refugiarse en un pequeño rodal cercado por altos árboles. Echarren imponía silencio, cruzando los labios con su dedo índice. Se oía rumor de conversaciones a poca distancia.
El navarro se apeó y miró a través del follaje. Debió de distinguir el atuendo de los viajeros o, tal vez, el pelaje de las caballerías, porque se volvió hacia Cipriano y susurró:
– Contrabandistas.
Salcedo, encaramado en su mula, miraba en vano hacia la dirección indicada por el guía. Oyó la conversación muy cerca pero no los vio. Luego se alejaron paulatinamente y sus voces se convirtieron en un apagado rumor. Cuando éste se extinguió, Echarren montó en su mula y añadió:
– Es Marcos Duro, el mejor guía de estos contornos.
– Y ¿qué llevan?
– Posiblemente ámbar, cremas de belleza, perfumes y ungüentos aromáticos. El lujo viene de Francia.
La montaña se empinaba cuando salieron del área forestal y la vegetación empezó a ralear: matorrales rastreros, brezos, tojos, arándanos. Echarren procuraba ceñir su paso a las formas de las rocas para hacerse menos visible desde los bajos. En una ocasión, al salir de una curva, vieron huir un sarrio brincando de piedra en piedra. Se enredaron en una topografía escabrosa, de altos peñascos, difícil de franquear, pero, al fondo del congosto, sobre el abismo, al abrigo de una pequeña oquedad, apareció un hombre, ataviado con sayuelo y zaragüelles, con dos caballerías apersogadas. Echarren se volvió a Cipriano:
– Pierre nunca me hizo esperar -dijo sonriendo.
Y emitió un silbido modulado que el eco repitió, cada vez más suave, desde las barrancas del lado francés.
Libro III El auto de fe
XV
A instancias de Cipriano, el Doctor se avino a que Beatriz Cazalla sustituyera a su hermana Constanza en las lecturas de los conventículos. Hacía siete meses que Salcedo había regresado de Alemania y esta noche, apenas iniciado el mes de mayo, Beatriz había leído unas páginas de “La libertad del cristiano”, con la misma sonrisa dentona, la misma entonación y el discreto ceceo que acompañaban a las comunicaciones de doña Leonor. Había sido como resucitar a ésta. En las pausas, Cipriano admiraba el hermoso perfil de Ana Enríquez, tan luminoso y atractivo bajo el rojo turbante que achicaba su cabeza, sus manos largas y enjoyadas sobre el larguero del banco. Acto seguido el Doctor glosó las páginas leídas por su hermana Beatriz, con fervor, con la misma convicción que cuando su madre le acompañaba.
Desde el regreso de Cipriano, con libros, informes y buenas noticias, don Agustín Cazalla parecía otro.
Su posición religiosa se había afirmado y había recuperado su entusiasmo proselitista. Pero, apenas acababa de abrir el coloquio final, cuando en la calle se oyeron los zapatazos de un caballo en plena carrera, los cascos percutiendo en el empedrado, cada vez más próximos. Era tal el silencio de la sala que, cuando el caballo se detuvo, se oyó al jinete apearse y dar tres pasos hacia la puerta de la casa. Sonaron dos secos aldabonazos y, cuando Juan Sánchez se apresuró hacia las escaleras, el silencio del cenáculo se había hecho de hielo. Unos segundos después, don Carlos de Seso, con improvisado atuendo de caballista, desmelenado, la gorra en la mano, penetró presuroso en el oratorio, se encaramó de un salto en la tarima del Doctor, cuchicheó nerviosamente con éste y, una vez obtenida su anuencia, se dirigió hacia el auditorio con un deje de alarma: