Cipriano recorrió otras ocho leguas antes de amanecer pero no a “caballo reventado”, como había hecho con “Pispás”, sino al ritmo uniforme que “Cansino” marcaba, ajeno por completo a sus estímulos.
Ya con el sol en el cielo, rodeado de viñas con hojas tiernas, Cipriano tomó una senda a la derecha hasta alcanzar el soto del río Iregua. Ahí se apeó, ató las manos al caballo, almorzó y se tumbó al sol cálido de la mañana. Despertó a media tarde, volvió a comer y echó una ojeada a “Cansino”, tumbado unos metros más allá, mordisqueando las hierbas a su alcance. Ahora se daba cuenta de la falta de clase de la cabalgadura.
Únicamente había visto en su vida un penco más desangelado que aquéclass="underline"
el “Obstinado” de Teo, su mujer, el vergonzoso acompañante de su tornaboda. Esperó al lubricán para salir de nuevo al camino. “Cansino” adoptó el paso uniforme de la víspera y lo sostuvo a lo largo de toda la noche. Era su forma de galopar, había que resignarse. En la posta de El Aldea, entre Logroño y Pamplona, lo cambió por otro. En esta ocasión, Cipriano depositó cinco ducados en la bolsita y pedía disculpas por el cambio.
El nuevo caballo era un bridón con estilo, cuya arrogancia se mostraba especialmente en el galope. No era desde luego “Pispás” pero tampoco “Cansino”; esta vez había ganado en el cambio. Cabalgó toda la noche y al amanecer se internó en un sardón de roble a un par de leguas de Pamplona. El fin de su viaje estaba a la vista y pensó que, al día siguiente, tendría que esperar al crepúsculo para entrar en Cilveti y entrevistarse con Echarren.
Cuando le asaltó el pensamiento de sus hermanos en Valladolid tuvo clara conciencia de que Padilla había hablado. Cipriano, tras varias experiencias al respecto, creía en la transmisión de pensamiento. La redada ha comenzado, se dijo. Trató de imaginar quiénes habrían intentado escapar y, al momento, pensó en don Carlos de Seso como seguro. Don Carlos podía estar ya en Francia, pero ¿quién más? Del cura Alonso Pérez presumía que no y tampoco de los Cazalla: don Agustín estaba demasiado entregado y a Pedro le consideraba incapaz de correr una aventura semejante. ¿Quién, entonces? Desconocía los arrestos de los Rojas, fray Domingo y su sobrino Luis, y descartaba al joyero Juan García, excesivamente pusilánime. ¿Pedro Sarmiento tal vez?
¿El bachiller Herrezuelo? De nuevo le vino a la cabeza la figura de Ana Enríquez. Podría haber huido con él. Quizá en ese momento el alguacil de la Inquisición estuviera deteniéndola en la finca de La Confluencia. Ana no era una mujer para ingresar en la cárcel secreta de Pedro Barrueco, aquel caseretón destartalado y lóbrego que imponía con sólo mirarlo. En cualquier caso, la cárcel secreta resultaría insuficiente para albergar a los presuntos sesenta herejes de la villa. La ley imponía el aislamiento de los reos, pero la cárcel de la calle Pedro Barrueco no disponía de sesenta celdas individuales. ¿Qué determinación tomaría el Santo Oficio? Hacía tiempo había comenzado la construcción de una nueva Casa de la Inquisición frente a la iglesia de San Pedro, pero por mucho que se acelerasen las obras no podrían terminar antes de un año. Posiblemente los encerrasen por parejas o por grupos poco afines. Las autoridades inquisitoriales, por grande que fuese su poder, no conseguirían esta vez la total incomunicación de los presos. El recuerdo de Ana Enríquez le indujo a acariciarse la mejilla izquierda. Después de tres días de viaje su barba había crecido pero aún creía notar la huella de sus labios. ¿Qué había querido decirle al darle la paz en el rostro? ¿Tal vez que le esperaba? ¿Manifestarle su alegría ante su decisión de huir? ¿Una simple prueba de fraternidad? Dio media vuelta entre la hojarasca y vio al caballo saltar con las manos trincadas. No le venía el sueño como los días anteriores pero cerró los ojos e intentó reconciliarse con Nuestro Señor. Pensaba mucho en Ana Enríquez, en el fondo admiraba su belleza y su coraje, pero su decisión de conservarse puro estaba por encima de estas debilidades.
Se hallaba solo, el silencio del campo, salvo el lejano graznar de los cuervos, era total, ¿por qué no bajaba a su lado Nuestro Señor? ¿Tal vez la luz era excesiva?
¿Reservaba sus comparecencias para los templos? ¿Tendría razón el Doctor cuando afirmaba que la quimera era indicio de debilidad mental? ¿Padecería alucinaciones?
Caía el sol cuando despertó. El caballo, de salto en salto, había puesto distancia por medio. Lo encontró bebiendo agua en el cangilón de una noria, al borde del arcabuco. Lo ensilló y buscó el camino, ya anochecido. No tenía prisa pero, al día siguiente, hizo un alto en Larrasoaña, su última comida y su última siesta. Deliberadamente aguardó a que se hiciera noche cerrada para entrar en Cilveti. El pueblo parecía desierto y, sin embargo, la puerta de Echarren, la de su casa, se encontraba abierta. También la trasera. Le llamó la atención el número de mulas que se juntaban en el patio pero no sospechó nada. Se sentía lejos de cualquier asechanza. ¿Cómo podían imaginar los alguaciles de la Inquisición que uno de los hombres que buscaban se encontraba en este momento en Cilveti?
Ató el caballo a la puerta y subió a tientas. La mujer de Echarren, con un candil en la mano, le acompañó en silencio a la sala que ya conocía. Oyó rumores de conversaciones, de cuchicheos en la habitación vecina y, de improviso, entró un hombre con el blasón de la Orden de Santo Domingo en el pecho, sobre el sayo, y dos arcabuceros detrás, apuntándole con sus armas.
Cipriano se incorporó, retrocedió sorprendido:
– En nombre de la Inquisición, daos preso -dijo el alguacil.
No ofreció resistencia. Acató la orden de sentarse ante el oficial, los dos arcabuceros tras él.
Luego entró Pablo Echarren, con el cabello alborotado, en jubón, en compañía del secretario, que se sentó junto al alguacil con unos papeles blancos sobre la mesa. El oficial miró a Echarren, a su lado, de pie:
– ¿Éste es el hombre?
– Él es, sí señor.
Desde el otro lado de la mesa, el alguacil miraba la cabeza reducida y proporcionada, las manitas peludas de Cipriano:
– Lo recordaba usted bien -dijo como para sí, sonriendo levemente.
Tenía las melenas lacias y sucias y bizqueaba ligeramente al fijar los ojos en él. Le sometió a un interrogatorio de urgencia. Cipriano venía de Valladolid, ¿no era así? Cipriano asintió. Meses atrás, en abril de 1557 había pasado a Francia por los Pirineos acompañado de Pablo Echarren ¿estaba bien informado? El alguacil bizqueó de satisfacción cuando Cipriano reconoció que así era, pero se desconcertó cuando añadió que había viajado varias veces al extranjero por exigencias de sus negocios. ¿Negocios? ¿Qué negocios?
El alguacil no conocía su profesión y el secretario, a su lado, tomaba nota. Le preguntó por sus negocios, si no era impertinencia, y Cipriano, a su pesar, se vio obligado a mencionar el zamarro y las ropillas aforradas. Del zamarro había oído hablar el alguacil, claro, todo el mundo conocía la gran revolución del zamarro, el zamarro de Cipriano, ¿no es así?
– Cipriano soy yo -dijo Salcedo.
El alguacil acogió con interés la revelación del detenido. El presumible dinero del preso suavizó el interrogatorio. El secretario anotaba sus declaraciones. Cipriano tenía relación comercial con Flandes y los Países Bajos. Los mercaderes de Anvers eran los distribuidores de zamarros y ropillas en el norte y centro de Europa.
Ahora era el bizco el que asentía satisfecho y complacido. Pero su contacto más importante había sido con el celebérrimo Bonterfoesen, el comerciante más acreditado del siglo. El alguacil prosiguió la instrucción en otro tono. Había salido de Valladolid hacía tres días y medio. ¿Estaba enterado de la detención de Cristóbal de Padilla? Y ¿de la de todo el grupo luterano de Valladolid? Cipriano lo ignoraba. Esto debía haber ocurrido después de su partida, dijo.