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El secretario escribía y escribía.

De pronto, Cipriano cerró la boca, empezó a responder con evasivas. ¿Conoce al Doctor Cazalla?

Prefiero no contestar a esa pregunta, dijo. El alguacil prolongó el interrogatorio unos minutos más.

Señaló a Pablo Echarren: y ¿a este hombre? Naturalmente Cipriano le conocía, sabía de su destreza, de su sentido de la orientación. ¿Quién se lo recomendó?

Salcedo miró a Echarren y advirtió que estaba esposado. Para un comerciante que viaja a Europa con frecuencia, el señor Echarren no necesitaba presentación, dijo. Le maniataron también al acabar. Luego se oyó ruido de gente en el patio y, cuando salió, le introdujeron con Echarren y dos arcabuceros en un carruaje de dos caballos.

Detrás, dándoles escolta, el alguacil y el secretario, montados en sendas mulas, y dos familiares de la Inquisición.

Llegaron a Pamplona a altas horas de la noche y Vidal, el interrogador, entregó los presos al encargado de la cárcel santa. Se hallaba casi vacía. Fueron introducidos en dos celdas y, una vez tendido en su camastro, Cipriano trató de serenarse. Le habían detenido. Todo había sido demasiado rápido e imprevisto. Su celda era pequeña, apenas el petate, una mesa, una silla y un gigantesco orinal con tapadera en un rincón. Oía pasos en el piso alto, pasos marciales, firmes, como de soldados.

Transcurrieron así dos días con dos noches. Al tercer día, al anochecer, se oyó arriba ruido como de carreras. A través del guardián que le traía la comida y por Genaro, que limpiaba a diario los orinales, supo Cipriano que había otros dos detenidos: don Carlos de Seso y fray Domingo de Rojas.

Los habían prendido, según el guardián, en la frontera navarra y Seso había dicho que lo suyo no era una fuga, que no tenía intención de huir, sino que iba a Italia, a Verona, donde acababan de morir su madre y su hermano. Por su parte, fray Domingo de Rojas admitió que se dirigía a encontrarse con el arzobispo Carranza, que en Castilla se encontraba incómodo y que, sobre todo, pretendía evitar la deshonra que su posible detención acarrearía sobre la Orden.

Habían estado presos tres días en la casa del comisario de la Inquisición, hasta que el obispo de Pamplona, don Álvaro de Moscoso, ordenó su traslado a la cárcel secreta. A don Álvaro le chocó el atuendo del fraile, un vestido de raso verde con sombrero de plumas y cadena de oro al cuello. Otro hábito es éste que el que llevó vuestra paternidad al Concilio, le dijo irónicamente el obispo, a lo que fray Domingo de Rojas respondió: reverencia, mi hábito lo llevo en el corazón. Luego aludió Rojas a la actitud de Carranza, el arzobispo de Toledo, en cuya busca iba, pero don Álvaro de Moscoso le advirtió que olvidase ese nombre, que el arzobispo nada tenía que ver en este pleito. Fray Domingo aclaró que el virrey de Navarra les había facilitado salvoconductos para pasar a Bearne pues llevaban cartas de recomendación para la Princesa y que la intromisión del Santo Oficio había sido injustificada. Andaba con ellos un señor grueso, al que llamaban Herrera, alcalde de Sacas de Logroño, también preso, quien les había dado favor para que emigraran a Francia. Admitió la acusación pero hizo constar que nada sabía de que la Inquisición tuviera cargos contra los dos detenidos.

Don Carlos de Seso conservaba su apostura y dignidad. Cipriano le vio pasar hacia los calabozos por la mirilla con su gallardía habitual, ropas sueltas, vigorosos ademanes, rostro arrogante y altivo. Encerrado en la celda contigua, Salcedo le oía pasear, cuatro pasos a un lado y cuatro a otro.

De ordinario el carcelero no les visitaba y tanto el intendente como Genaro, el encargado de la limpieza, aparecían de tarde en tarde y a horas fijas y, fuera de ellas, transitaban por el pasillo tan sólo ocasionalmente. Al segundo día del encierro de Seso y Rojas y aprovechando el eco del sótano, Cipriano llamó por el buco de la puerta al primero. Don Carlos no tardó en oírle y se sorprendió de tenerlo tan cerca. Sí, el virrey le había comunicado que en Valladolid había habido una gran redada de presos, que no cabían en la cárcel secreta, que habían empezado los procesos y que el Doctor era el centro de ellos. Por su parte, Cipriano le contó su fuga, cabalgando de noche y descansando de día, hasta su prendimiento en Cilveti en casa de su recomendado Pablo Echarren, detenido también.

Don Carlos le advirtió que no iniciarían el traslado a Valladolid hasta que detuvieran a Juan Sánchez, criado de los Cazalla, el único de los fugados que había logrado refugiarse en Francia.

Juan Sánchez llegó a la cárcel secreta de Pamplona cuatro días más tarde y, al siguiente, viernes, la comitiva se puso en camino hacia Valladolid. Abrían marcha, a caballo, el bizco Vidal y los otros tres alguaciles enviados a prenderlos; detrás iba el grupo de presos a pie, maniatados, fray Domingo de Rojas con su sombrero de plumas en la cabeza, flanqueados por familiares de la Inquisición y, velando la retaguardia, doce arcabuceros curiosamente uniformados, con ropillas, calzas-bragas, sombreros de visera y zapatos picados. Era un grupo heterogéneo y extravagante, de poco más de dos docenas de personas, acogido en los pueblos y aldeas que atravesaban con denuestos y amenazas. Vidal, el alguacil que prendió a Cipriano en Cilveti, parecía comandar el destacamento. El plan era recorrer cinco o seis leguas diarias, almorzar en el campo y dormir en casas o pajares previamente apalabrados por emisarios de la Inquisición. En principio, Cipriano acogió la luz del sol con agrado, el paisaje, la actividad, pero, poco habituado al ejercicio, la primera noche llegó a Puente la Reina fatigado. Al día siguiente, a las siete de la mañana, después de comer un mendrugo con queso, ya estaban de nuevo en camino. Con un concepto primario del orden, Vidal, el alguacil bizco, los distribuyó en dos parejas, Juan Sánchez y él, que eran los de menor estatura, primero, y el dominico y don Carlos de Seso detrás. La norma de silencio, que se respetaba durante la primera hora de marcha, se relajaba después, cuando los arcabuceros empezaban con sus cuentos y chascarrillos, momento que aprovechaba Juan Sánchez para hacer partícipe a Cipriano Salcedo de pormenores de su vida y de su aventura desde la salida de Valladolid hasta su prendimiento en Turlinger. El sol apretaba de firme y, a mediodía, los emisarios les esperaban en algún sombrajo próximo al camino, generalmente en el soto de los ríos, en cuyas aguas, los miembros de la escolta se bañaban desnudos, turnándose en la vigilancia de los presos, mientras éstos sumergían sus pies en la corriente con gran alivio del dominico. Luego almorzaban, los reos con las manos atadas, en grupo aparte, a la vista de los guardianes, y terminada la comida, sesteaban, mientras el fuego del sol arrasaba los campos y los cuatro detenidos podían cambiar impresiones o leer papeles comprometidos. A las dos, cuando mayor era el bochorno, reanudaban la marcha en la misma disposición: los cuatro alguaciles a caballo, abriendo marcha, los presos, flanqueados por familiares detrás y, en retaguardia, los doce arcabuceros armados. Al discurrir por los pueblos, las mujeres y los mozos les insultaban y, a veces, les tiraban cubos de agua desde las ventanas.

Un día, ya en tierras de La Rioja, los campesinos que andaban excavando las viñas interrumpieron la faena para quemar dos muñecos de sarmientos a la orilla del camino, mientras les llamaban herejes y apestados. El campo allí se arrugaba en unas lomillas de tonos rosados y el verde suave de las cepas les imprimía una atractiva plasticidad. Sobre las siete concluían la etapa diaria, cenaban en el pueblo escogido por los emisarios y pernoctaban en casas de la Inquisición o en los pajares de las afueras, olvidando por unas horas los ardores del sol y el escozor de sus pies lastimados.