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El emparejamiento con Juan Sánchez dio ocasión a Cipriano de conocer superficialmente al criado de los Cazalla. Le hablaba de Astudillo, el pueblo de Palencia donde había nacido, de don Andrés Ibáñez, el cura a quien hacía de monaguillo, de sus trabajos en el pastoreo y la siega. Ya de mozo, sirvió de fámulo al comendador griego Hernán Núñez, quien le enseñó a leer y escribir, y dos años más tarde sintió la llamada de Dios. Quiso hacerse fraile pero fray Juan de Villagarcía, su confesor, le sacó la idea de la cabeza. Después marchó a Valladolid donde sirvió a los Cazalla y otros amos y asumió la doctrina luterana.

Otros días, Juan Sánchez le hablaba de su huida a Castro Urdiales “a caballo reventado” tan pronto se conoció la detención de Padilla. En las postas robaba monturas sin preocuparse de gratificar a los venteros. Ya en la costa entró en contacto con un holandés, mercader de una “zabra”, que le llevó a Flandes por diez ducados. Cuando los sabuesos de la Inquisición llegaron al puerto, Juan Sánchez llevaba treinta y ocho horas navegando en alta mar. En el barco escribió a una devota suya, doña Catalina de Ortega, luterana también y a cuyo servicio había estado, contándole su peripecia, y a Beatriz Cazalla, de la que siempre estuvo enamorado, y a la que daba cuenta de la furiosa tempestad que estuvo a punto de hacer zozobrar a la “zabra” pero que él soportó todo encomendándose a Nuestro Señor, porque estaba aparejado a vivir y morir como cristiano.

Al concluir le declaraba su amor que había ocultado durante seis años.

Fray Domingo de Rojas, que había escuchado palabras sueltas del relato de Sánchez, le preguntó intempestivamente durante la siesta cómo se había dejado prender una vez en el extranjero, que eso no le habría ocurrido a él ni a nadie con dos dedos de frente.

– El alcalde de corte de Turlinger ordenó detenerme y me entregó al capitán Pedro Menéndez que había salido en mi busca -respondió Juan humildemente.

De pronto, el dominico se enzarzó con el criado, echándole en cara sus insensatas prédicas que habían perdido al grupo. Le culpó de haber engañado a las monjas de Santa Catalina y a su hermana María y, ante tamaña acusación, Juan Sánchez perdió los estribos y empezó a despotricar y a dar tan grandes voces que tuvieron que venir dos oficiales del Santo Oficio para poner orden. Cuando reanudaron el viaje, Juan confió a Cipriano que el cura le odiaba porque tenía pujos aristocráticos y nunca se fió de la eficacia misionera de la plebe.

Pero, de ordinario, caminaban en silencio. Sánchez y Salcedo oían, detrás de ellos, el arrastrar de pies de fray Domingo y los pasos firmes de don Carlos de Seso, que muy raramente cambiaban una palabra entre ellos. El dominico estaba convencido de que únicamente ahorrando hasta la última gota de saliva podría llegar vivo a Valladolid. Era de complexión fuerte, pero blando, se quejaba de los juanetes y, cada vez que la cuerda se detenía, se manoseaba impúdicamente los pies. Molestias aparte, su gran preocupación, como la de sus compañeros, era el porvenir. ¿Qué les aguardaba? Sin duda un proceso y, tras él, un castigo. Pero ¿qué clase de castigo? Don Carlos de Seso conocía la carta del inquisidor Valdés a Carlos V, retirado en Yuste, en la que rogaba que “se atajase tan gran mal y que los culpados fueran punidos y castigados con el mayor rigor sin excepción de ninguna clase”. Seso interpretaba esto en el sentido de que se preparaba un escarmiento ejemplar, sin precedentes en España. El corregidor de Toro disponía de una gran habilidad para hacer amigos y hablaba con unos y otros sin distinción, tanto con los oficiales como con los soldados y, si se terciaba, con los familiares de la Inquisición. Estaba al día de todo.

Sabía todo. Temía tanto a Felipe II como a Carlos V, y tenía el convencimiento de que antes de 1558 los castigos hubieran sido más leves, pero hoy Pablo IV no cejaba, decía. En los descansos de la tarde les informaba de estos asuntos, de la carta del inquisidor Valdés al Emperador, de las de éste a su hija, la gobernadora en ausencia de su hermano, y a Felipe II, pidiendo “prisa, rigor y recio castigo”. Muchos no saldremos de ésta, decía y llegó a tramar un plan para fugarse pero no encontró ocasión de llevarlo a cabo.

En general era lo inesperado, los incidentes de cada día, lo que daba contenido a sus preocupaciones y a sus breves charlas de sobremesa. Un día, todavía en Navarra, un pueblo bien organizado atacó con piedras a los presos. Eran hombres y mozos armados con hondas que surgían de las bocacalles y los apedreaban, sin compasión. Los cuatro oficiales los perseguían a caballo, pero, tan pronto desaparecían, otro grupo surgía en la encrucijada siguiente con nuevos bríos y pedruscos de mayor tamaño. Un soldado fue herido en la frente y cayó desvanecido y, entonces, sus compañeros dispararon sus arcabuces “tirando a las piernas”, como voceaba el bizco Vidal desde su caballo.

Las hostilidades se endurecían por momentos. Las mujeres arrojaban desde los balcones herradas de agua hirviendo y llamaban cabrones, herejes hijos de puta a los presos.

Cipriano, en un movimiento instintivo, había arrastrado a Juan Sánchez contra un muro de piedra y ahora veían caer ante ellos cortinas de agua humeante. Entonces el vecindario empezó a vocear: ¡Quemarlos aquí! ¡Quemarlos aquí!, cercándoles en la plaza de tal modo que los soldados tuvieron que disparar de nuevo sus arcabuces. Cayó un mozo herido en el muslo y, al ver la sangre, el pueblo se encorajinó todavía más y atacó con mayor denuedo al piquete. Un segundo herido les convenció, segundos después, de la inutilidad de sus esfuerzos y la carga de los caballos de los oficiales, por último, acabó dispersándolos.

En otra ocasión, próximos a Saldaña de Burgos, los mozos prendieron fuego al pajar donde dormían. Un arcabucero dio la voz de alarma y gracias a él pudieron salir indemnes. Pero, en derredor, y a lo largo del camino, se quemaban peleles de paja y, a la luz de las pacas incendiadas, penduleaban los espantajos colgados de las ramas de los olmos. El pueblo enardecido exigía el auto de fe, los calificaba de luteranos, leprosos, hijos de Satanás y algunos, en plena exaltación patriótica, gritaban ¡Viva el rey! Tuvieron que salir del pueblo a las tres de la madrugada y el amanecer les sorprendió en el campo. En Revilla Vallejera, cuadrillas de braceros, con sus asnos y sus botijos, segaban ya las cebadas que blanqueaban entre el amarillo tostado de los trigos. Era una estampa bucólica que contrastaba con el ruido y la furia de los campesinos. El bizco Vidal ordenó hacer a las once el alto de mediodía y el destacamento acampó bajo una arboleda, a orillas del Arlanzón. En un gesto de humanidad, el bizco Vidal autorizó a bañarse a los presos sin apartarse de la orilla pues con las manos atadas podrían ahogarse. Fray Domingo no se bañó. Se sentó a la orilla del río y dejó que la corriente acariciase sus lastimados pies, tan blancos, que las bogas acudían en pequeños bancos a mordisquear las yemas de sus dedos creyéndolos comestibles. Para Cipriano, el baño, el hecho de sentir las aguas tibias sobre la piel, fue como despojarse del viejo cuerpo cansado, como si la fatiga, los piojos, el calor y los nervios del camino no hubieran existido nunca.

Después de cinco semanas sin bañarse, aquello era como una resurrección. Nadaba de espaldas, impulsándose con los pies, como una rana, iba y venía, preocupado únicamente de sus guardianes, de no alejarse y provocar una reacción contra él.

A partir de Burgos, a medida que se iban aproximando a Valladolid, el recibimiento de los pueblos era cada vez más hostil. Grandes hogueras, como anticipo de su suerte, humeaban al atardecer en las parcelas segadas aprovechando las morenas y la paja seca de los rastrojos. Los campesinos mostraban una animosidad despiadada, les insultaban, les arrojaban hortalizas y huevos. Cipriano, empero, cada vez que dejaba atrás un pueblo se reconciliaba con la situación, recreaba sus ojos en los extensos campos de trigo mecidos por la brisa, reconocía el camino recorrido en su fuga con “Pispás”, los pequeños accidentes del paisaje, la jugosa braña donde el primer día dio de beber al caballo. Era ya terreno familiar el que pisaba y, a la altura de Magaz, cuando se desató el furioso nublado de agua y granizo, apersogó a los caballos e hizo tender a todos en el barro para conjurar el riesgo de las exhalaciones.