Выбрать главу

La última noche la pasaron en una amplia casa de Cohorcos, lejos del pueblo, a orillas del Pisuerga, a cuatro leguas de la villa.

Por la tarde llegó un enviado de la Inquisición ordenándoles que no entraran en Valladolid hasta pasada la medianoche. Las turbas andaban alborotadas y temían un linchamiento. Retrasaron la hora de partida y sobre las cinco de la tarde acamparon en el Cabildo, a media legua de Valladolid, junto al río.

Había que esperar otras ocho horas. Fray Domingo de Rojas murmuraba que, a pesar de todo, le matarían. Temía a su familia, a los miembros más exaltados de ella.

No sólo le reprochaban su condición de renegado sino el haber pervertido a su sobrino Luis, marqués de Poza, que desde muy joven se había incorporado a la secta. A medianoche, después de ordenar a los reos que se lavasen y acicalasen, el bizco Vidal dio la orden de partida. Los alguaciles habían enjaezado a sus caballos y los doce arcabuceros se esforzaron por uniformar sus harapos. Al atravesar el Puente Mayor, lo único que se oía era el golpear de los cascos de los caballos sobre el empedrado.

Había media luna y se veían las calles desiertas. La torre de Santa María de la Antigua, bajo el resplandor violáceo, semejaba una aparición. Tras ella, las eternas obras de la iglesia Mayor, que nunca se terminaban. Los caballos abocaron a la calle de Pedro Barrueco, donde se alzaba la cárcel secreta. La idea del regreso, la proximidad de los miembros del grupo, de doña Ana Enríquez, se imponían ahora a la fatiga de Cipriano. Pensó un momento en el fracaso de su fuga, en que su situación era ahora pareja o peor que la de los que se habían quedado, en la inutilidad de tantas penalidades padecidas. El bizco Vidal dio la voz de alto ante el viejo caserón.

A su aldabonazo respondió un soldado, Vidal preguntaba por el alcaide. Cuando éste salió, con su capotillo de dos haldas, los ojos cargados de sueño, el bizco Vidal le hizo entrega de los cuatro reos en nombre del Santo Oficio: fray Domingo de Rojas, don Carlos de Seso, don Cipriano Salcedo y Juan Sánchez, nombres que el alcaide anotó en un cuaderno a la luz de un candil, y luego firmó.

____________________

____________________

XVI

A Cipriano Salcedo le correspondió compartir celda con fray Domingo de Rojas. Hubiera preferido un compañero menos adusto, más abierto, pero nadie le dio a elegir. Fray Domingo continuaba con su grotesco vestido de lego y lo único que había suprimido de su disfraz era el estrambótico sombrero de plumas. Paulatinamente, Cipriano fue informándose de la situación del resto de los presos.

Don Carlos de Seso había sido emparejado con Juan Sánchez, enfrente se hallaba la cija del Doctor, más al fondo, en una celda grande, convivían cinco de las monjas del convento de Belén, y Ana Enríquez compartía calabozo con la sexta, Catalina de Reinoso. Como Salcedo había presagiado, los emparejamientos fueron inevitables.

La cárcel secreta de Pedro Barrueco, suficiente para una situación normal, para una esporádica redada de judaizantes o moriscos, se quedó pequeña para la afluencia de luteranos en la primavera de 1558. Las detenciones, el alto número de éstas, habían sorprendido al Santo Oficio con un penal de no más de veinticinco celdas disponibles y el edificio en construcción del barrio de San Pedro, apenas con los cimientos. Valdés no tuvo otro recurso que olvidarse de la incomunicación, encerrar a los reos de dos en dos, de tres en tres y, en el caso de las religiosas de Belén, hasta cinco en una misma celda. Sin embargo Valdés, siempre perspicaz, exigió que en los emparejamientos se tuvieran en cuenta el diverso rango social e intelectual de los encerrados y el grado de su relación anterior. Éstos eran los casos, por ejemplo, de don Carlos de Seso con Juan Sánchez y el de Salcedo con fray Domingo de Rojas.

Afinada su capacidad de adaptación, Salcedo no tardó en acomodarse a las condiciones del nuevo cautiverio. La celda, doble que la de Pamplona, tenía solamente dos huecos en sus muros de piedra: un ventano enrejado a tres varas del suelo, que se abría a un corral interior, y el de la puerta, una pieza maciza de roble, de un palmo de ancha, cuyos cerrojos y cerraduras chirriaban agudamente cada vez que se abrían o se cerraban. Los catres se extendían paralelos a ambos lados de la celda, el del dominico bajo el ventano y, en el ángulo opuesto, en la penumbra, el de Cipriano. Con los petates, en un suelo de frías losas de piedra, apenas había una pequeña mesa de pino con dos banquetas, el aguamanil con un jarro de agua para el aseo y dos cubetas cubiertas para los excrementos. La medida del tiempo se la facilitaba a Cipriano el ritmo de las visitas obligadas:

la del ayudante de carcelero Mamerto a horas fijas, para las comidas, y la del otro ayudante, Dato de nombre, de sucia melena albina y calzones hasta la rodilla, que, al atardecer, vaciaba los recipientes de inmundicias y baldeaba sucintamente la estancia las tardes de los sábados.

Mamerto era un muchacho desabrido, imperturbable que, tres veces cada día, depositaba sobre la mesa las escasas raciones en sendas bandejas de hierro que recogía vacías en la visita siguiente. Dada la época del año, vestía únicamente jubón, calzas abotonadas de tela ligera y calzado de cuerda. Nunca daba los buenos días ni las buenas noches pero no podía decirse que su trato fuera duro. Simplemente traía o se llevaba las bandejas sin hacer comentarios sobre el buen o mal apetito de los reclusos. Por su parte, Dato no se sometía a las normas carcelarias con la misma rigidez. Cada vez que sacaba las letrinas o las devolvía a su sitio, lo hacía tarareando una canción frívola como si, en lugar de heces, transportase ramos de flores. Su boca se abría en una boba sonrisa desdentada, inalterable, que no se borraba de su rostro ni las tardes de los sábados durante el baldeo.

Aunque la Regla prohibía cambiar impresiones con los reclusos, a Salcedo, más accesible que su compañero, le daba las buenas tardes y le llevaba noticias o informes vagos que no le servían al prisionero de gran cosa. Menos atildado que Mamerto, vestía un capotillo de dos haldas, de cordilla, del que únicamente se despojaba los sábados para baldear la celda. Quedaba, entonces, en jubón y calzones, descalzo, sin que el hecho de aligerar su abrigo se tradujera en una mayor laboriosidad.

Fray Domingo soportaba mal las confianzas de Dato, aceptaba el ir y venir lacónico de Mamerto, pero la oficiosidad del otro, su sonrisa boba y desdentada, sus greñas de pelo albino cayéndole por los hombros, le sacaban de quicio. Cipriano, en cambio, le trataba con paciencia y dilección, le sonsacaba, pues siempre esperaba conseguir alguna noticia de la estolidez del funcionario. Le preguntaba por los ocupantes de las celdas contiguas y, a pesar de las señas imprecisas que Dato facilitaba, llegó a la conclusión de que, a su izquierda, estaban instalados Pedro Cazalla y el bachiller Herrezuelo, a su derecha, Juan García, el joyero, y Cristóbal de Padilla, el causante de sus males, y, enfrente, como le habían indicado, en una cija sin compañía, el Doctor. Los muros y tabiques de la cárcel eran tan gruesos que, a través de ellos, no se filtraba el menor signo de vida de las celdas colindantes.