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Corpulento, papudo, envuelto en sus ropajes verdes y una estrafalaria loba doctoral, tumbado en el catre, bajo el ventano enrejado, el dominico leía. Al día siguiente de llegar pidió libros, pluma y papel.

Ese mismo día, por la tarde, le trajeron varias vidas de santos, el “Tratado de las letras” de Gaspar de Tejada, un tomito de Virgilio, un tintero y dos plumas. Fray Domingo conocía los derechos del reo y los ejercitaba con normalidad.

El contenido de los libros no parecía importarle demasiado. Leía compulsivamente, con la misma concentración, un libro de caballería que a San Juan Clímaco, como si fuera una pura fascinación mecánica lo que las letras ejercían sobre él.

Conocedor de los entresijos de la Inquisición, su organización y métodos, cada tarde, al despertar de la siesta, aleccionaba a Cipriano sobre el particular, le informaba sobre sus posibilidades de futuro. Había penas y penas. No había que confundir al reo relajado, con el relapso o el reconciliado. El primero y el último solían ser entregados al brazo secular para morir en garrote antes de que sus cuerpos fueran entregados a las llamas. Los relapsos, reincidentes o pertinaces, por el contrario, eran quemados vivos en el palo.

Esta última pena había sido rara en España hasta el día, pero el fraile sospechaba que, a partir de este momento, se haría habitual.

Le hablaba de los sambenitos, de llamas y diablos para los relapsos y con las aspas de San Andrés para los reconciliados. Las penas tenían distintos grados y matices pero las sentencias solían mostrarse muy precisas. Entre ellas había que distinguir la de cárcel perpetua, la confiscación de bienes, el destierro, la privación de hábitos o de los honores de caballero, muchas de las cuales eran complementarias de otras penas más severas.

Fray Domingo le ilustraba igualmente sobre la estructura y funcionamiento del aparato inquisitorial o de los derechos de los reclusos. Se comunicaban de catre a catre, el fraile con su habitual voz henchida, elaborada en la laringe, Cipriano, con su humilde tono inquisitivo, el mismo que empleara en tiempos con el ayo don Álvaro Cabeza de Vaca con tan pobres resultados. Estas tertulias se habían hecho imprescindibles, pero, fuera de ellas, uno y otro hacían vidas separadas, se ignoraban, pues la compañía obligada podía llegar a ser insoportable, el peor de los suplicios carcelarios en opinión del fraile.

Fray Domingo de Rojas conservaba un alto concepto de sí mismo, se consideraba un hombre y un religioso importante. Seguramente de tan alta autoestima derivaban las plumas del sombrero con que se adornó durante su fuga. No tenía empacho en hablar de su persona, de su participación en la secta, pero se mostraba despiadado con algunos compañeros como Juan Sánchez, pervertidor de las monjas de Belén, decía, y de su incauta hermana María, y ambiguo con otros, como el arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza, a quien “nadie se atreve a echar el lazo”, solía decir.

Otras veces afirmaba que Carranza no era luterano, pero su lenguaje sí que lo era. Hombre inestable, hablaba a Cipriano de su vocación, de su ingreso en los dominicos, como miembro de una familia fervientemente católica. Su relación con la secta, como la de Cipriano, había sido breve, apenas se había iniciado cuatro años atrás. Ardiente proselitista, había llevado al protestantismo a un hermano y a varios sobrinos suyos. En Pamplona, al ser detenido, no lo había ocultado. Al contrario, se vanaglorió de ser un religioso moderno, abierto a las nuevas corrientes.

Pero, bien iniciara sus confidencias por un lado o por otro, siempre concluía en Bartolomé de Carranza, su bestia negra. Que el teólogo gozara de libertad mientras sus discípulos, como él decía, se pudrían en las mazmorras, le irritaba sobremanera. Pero también le llegaría su hora. Valdés le odiaba y terminaría procesándolo. De momento, el fraile se acogía a su patrocinio por si su alta jerarquía pudiera servirle de algo.

Aparte sus charlas con fray Domingo, Cipriano Salcedo, muy abrigado pese a lo caluroso del verano, permanecía solo, aislado en la penumbra, inquieto por su situación. Dedicaba parte de las mañanas a habituarse a andar con grilletes, arrastrando las cadenas, pero sus rozaduras en los tobillos le martirizaban, le deshollaban las canillas. Por eso, el catre, tumbado en él, o sentado en la banqueta, apoyando la nuca en el húmedo muro, eran sus posturas habituales.

Leía algún rato por las tardes, sin provecho, y, a menudo, evocaba a Cristo para reconciliarse con él o pedirle luz para enfrentarse con el Tribunal. No pretendía exaltar su pasado ni renegar del presente únicamente por miedo. Aspiraba a ser sincero, de acuerdo con su creencia, pues a Dios no era fácil engañarle. Con los ojos entrecerrados, en cuyos párpados comenzaba a sentir un insidioso escozor, se lo decía así a Nuestro Señor, intentando concentrarse, olvidar donde se encontraba. Ninguno de los pasos que había dado le parecía ligero o irreflexivo. Había asumido la doctrina del beneficio de Cristo de buena fe. No hubo soberbia, ni vanidad, ni codicia en su toma de postura. Creyó sencillamente que la pasión y muerte de Jesús era algo tan importante que bastaba para redimir al género humano. Encogido en su fervor, ensimismado, esperaba en vano la visita de Nuestro Señor, un gesto suyo, por pequeño que fuese, que le orientara. Muéstrame el camino, Señor, gemía, pero el Señor permanecía ajeno, en silencio. Nuestro Señor no puede tomar partido, se decía, soy yo quien debe decidir, en aras de mi libertad. Pero le faltaba determinación, claridad, la lucidez necesaria. Y en esta espera impaciente permanecía, hasta que un comentario de fray Domingo o el agudo chirrido de los cerrojos, anunciando la visita de Dato, le sacaban de su ensimismamiento.

Entonces se quedaba mirando al carcelero sin moverse, su melenilla lisa y desflecada asomando bajo su gorro rojo de lana, sus desaseados calzones cubriéndole media pierna.

El hechizo se había roto y la mente de Cipriano se incorporaba a su rutinaria vida sin resistencia.

Una tarde, Dato, antes de dirigirse a la letrina, pasó por su lado y, sin mirarle, depositó en su mano un papel doblado en mil pliegues. Cipriano se sorprendió. No hizo el menor ademán, sin embargo.

Sabía que la compañía de fray Domingo no le obligaba a compartir con él las novedades, a comunicarle la venalidad del carcelero. Por eso quedó inmóvil hasta que Dato realizó el cambio de recipientes.

Entonces desdobló el papel y, en la penumbra, forzando los ojos, leyó:

Confesión de doña Beatriz Cazalla

Ante el tribunal del Santo Oficio, doña Beatriz de Cazalla declaró ayer, 5 de agosto de 1558, en el juicio que se le sigue, que ella había engañado al propio fray Domingo de Rojas. A su vez, Cristóbal de Padilla, de Zamora, fue engañado por don Carlos de Seso, mientras su hermano, don Agustín de Cazalla, había sido víctima del mismo don Carlos de Seso y de su hermano Pedro, párroco de Pedrosa. Juan de Cazalla había pervertido a su mujer y el Doctor a su madre, doña Leonor, con lo que prácticamente toda la familia Cazalla -Constanza vendría luego- quedaba adscrita a la secta luterana. Prosiguiendo con su sincera exposición, la declarante afirmó que doña Catalina Ortega había catequizado a Juan Sánchez y, entre los dos, al joyero Juan García. Por su parte, fray Domingo de Rojas pervirtió a su hermana María, aunque él lo niegue, y a buena parte de su familia. Cristóbal de Padilla, por su lado, al pequeño grupo de Zamora y su hermano Pedro, con don Carlos de Seso, al propietario de Pedrosa don Cipriano Salcedo.