– ¿Hablaron alguna vez de religión?
– Le conocí, como le he dicho, en el camino de Toro, él iba cabalgando y nosotros a pie. Montaba un pura sangre de mucho nervio; me interesó más la montura que el caballero, ésta es la verdad.
– ¿Le gustan a vuesa merced los caballos?
– Los caballos de raza me producen verdadera fascinación.
– ¿No hizo vuesa merced un viaje a Francia en 1557 con su caballo “Pispás”?
– Así fue, señoría.
– ¿Quién le ayudó a pasar el Pirineo?
– El guía Pablo Echarren, un navarro. Era el mejor conocedor de la montaña y supongo que lo sigue siendo.
– ¿Quién se lo recomendó?
– Entre la gente que visita Francia con frecuencia, Echarren es un personaje familiar. Le diría más: es una institución.
– ¿Llegó vuesa merced hasta Alemania en ese viaje?
– Estuve en varias ciudades alemanas, señoría.
– ¿Quién le indujo a visitar Alemania?
– Soy comerciante, eminencia, el creador del “zamarro de Cipriano” del que quizás haya oído hablar. Tengo amigos y corresponsales en el extranjero con los que estoy en relación permanente.
– ¿No había motivos religiosos en ese viaje?
– Me parece que lo que vuestra paternidad desea saber es cuál es mi fe. ¿No es así? Si le digo que la doctrina del beneficio de Cristo me cautivó podemos ahorrarnos algunas palabras. Y si uno acepta esa doctrina forzosamente tiene que aceptar otras cosas que derivan de ella.
– ¿Reconoce entonces vuesa merced que en los últimos años ha vivido en el error?
– Error no es la palabra apropiada, señoría. Creo en lo que creo de buena fe.
– ¿Cree en lo que predica?
– Nunca fui proselitista, señoría. Simplemente he procurado ser fiel a mi creencia.
– ¿Es cierto que mensualmente se reunían en conventículos en casa de doña Leonor de Vivero, madre de los Cazalla?
– Conocí a esta señora y al Doctor a través de mi amigo Pedro Cazalla, hijo y hermano, respectivamente, de los citados.
De pronto se abrió una pausa y el escribano levantó los ojos por primera vez. Estaba sometido a una prueba de resistencia. Cipriano escuchaba las respuestas de su doble, con los ojos cerrados, complacidamente. Era lo que respondería él si se le diera la oportunidad de reflexionar. Su doble no acusaba, no mentía, no delataba, pero no por ello desatendía las preguntas de su eminencia, aunque a éste no parecieran agradarle sus respuestas.
Su voz se hizo aún más opaca cuando le dijo:
– Vuesa merced trata de eludir mis preguntas aunque no ignore que dispongo de sistemas eficaces para desatar las lenguas. ¿Ha oído hablar del tormento?
– Desgraciadamente, señoría.
– Y ¿del purgatorio?
– También, señoría.
– ¿Cree en él?
– Si tengo fe y admito que Cristo sufrió y murió por mí, huelga toda pena temporal. Otra cosa sería desconfiar de su sacrificio.
– Y en la Iglesia Romana, ¿cree?
– Creo firmemente en la Iglesia de los Apóstoles.
– ¿No se arrepiente de haber abrazado la nueva doctrina?
– Yo no la acepté por soberbia, codicia o vanidad, señoría. Simplemente me encontré con ella. Pero no me resistiría a apostatar si vuestra reverencia me convenciera de mi error, aunque nunca lo haría por salvar la vida.
– ¿No sintió escrúpulos al asumirla?
– Antes los tuve, eminencia, en mi juventud. En ese sentido, la nueva doctrina aquietó mi espíritu.
– ¿Tan ciego es que no ve los excesos de Lutero?
– Vuestra eminencia y un servidor buscamos a un mismo Dios por distintos caminos pero en toda interpretación humana del hecho religioso supongo que se cometen errores.
– Por última vez, señor Salcedo, antes de apelar a procedimientos más persuasivos, ¿tendría la bondad de responderme a estas dos sencillas preguntas?
Primera:
¿Quién le pervirtió?
Segunda:
¿Quién le indujo a viajar a Alemania en abril de 1557?
– Tropecé con la nueva doctrina, señoría, como se tropieza con una mujer que mañana será nuestra esposa, casualmente. En lo que atañe a su segunda pregunta, le repito que un hombre de negocios tiene el deber de viajar al extranjero de vez en cuando. Los mercaderes de Anvers son unos de mis corresponsales a quienes visité en ese viaje. Si su eminencia lo duda puede dirigirse a ellos.
En el lecho, tendido y sosegado, los brazos estirados a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados, Cipriano volvió a encontrarse consigo mismo. Ahora notaba en la cabeza el esfuerzo de la concentración, el reconcomio pasado ante el Tribunal. Fray Domingo, arrastrando los hierros, se había aproximado a él al regresar a la celda y sonrió cuando Cipriano le dijo que todo había sido tal y como él se lo había anunciado. No pormenorizó el coloquio cuando el dominico inquirió detalles. Simplemente le dijo que los juzgadores eran tres, aunque únicamente preguntaba el inquisidor, los otros dos tomaban notas.
La voz del presidente dominaba todo, pero mi reserva mental, dijo, no pareció irritarle.
Tres días después, muy de mañana, el alcaide y el carcelero le recogieron en su celda. No le prepararon, ni le explicaron, ni le dijeron más que una sola palabra:
síganos. Y él los siguió por las húmedas losas del zaguán, por el corredor permeable y bajo de techo.
Cipriano temía por sus ojos, pero esta vez el alcaide tomó el camino de los sótanos a través de una escalera de piedra de peldaños desiguales. Allí le esperaban ya el inquisidor, con su bonete de cuatro puntas y sus orejas traslúcidas, el secretario y el escribano sentado a una mesa ante un rimero de papeles blancos. Próximos a ellos, de pie, había otras dos personas y Cipriano dedujo, conforme a las explicaciones de fray Domingo, que el hombre de la loba oscura era el médico, y, el verdugo, el del pecho descubierto y los calzones cortos, de tela basta. Ante ellos, en una mazmorra amplia, tímidamente alumbrada por dos candiles, bailaban una serie de extraños artilugios, como los aparatos de un circo.
Antes de que el verdugo entrara en acción, el inquisidor volvió a preguntarle quién le pervirtió y quién le ordenó viajar a Alemania en abril de 1557. Cipriano Salcedo, que agradecía la penumbra del lugar, dijo suavemente que tres días antes, en el interrogatorio de la sala, había dicho sobre el particular lo que sabía. Entonces, el inquisidor ordenó al verdugo que dispusiera la garrucha que colgaba del techo. Cipriano temía más los preparativos del suplicio que el suplicio mismo. Ante la vida había temido siempre más al amago que a la realidad por muy cruel y exigente que ésta fuera. Pero cuando el verdugo le ató las muñecas a la polea, le izó y le dejó suspendido en el aire, tuvo el convencimiento de que, en su caso, la garrucha resultaría ineficaz. Le habían desnudado de la cintura para arriba y el inquisidor hizo un sorprendido comentario sobre la desproporcionada musculatura del reo. El objetivo de la garrucha era desarticular al torturado en virtud de su propio peso, pero el verdugo no contaba con que el cuerpo de Cipriano era liviano, y nervudas sus extremidades de modo que la suspensión, al ser capaz de flexionar fácilmente sus brazos, no produjo efecto alguno. El verdugo consultó al inquisidor con la mirada y éste señaló la gran pesa que había en el suelo y que el verdugo ató a sus pies sin demora. Tornó luego a suspenderlo en el vacío de manera que Cipriano flotó en el aire, los brazos flexionados, como un atleta en las poleas, penduleando, la pesa inútil amarrada a sus pies. El inquisidor sentía frío y torcía la boca; experimentaba una rara frustración: