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En vísperas de Navidad, cuando ya no lo esperaba, Dato le entregó unas líneas de Ana Enríquez felicitándole la Pascua. Era una misiva halagüeña en su primera parte, donde subrayaba su probidad, su inteligencia, el hecho de haber echado sobre sus hombros, sin pedir nada a cambio, la seguridad del grupo. En esa hora, decía, me di cuenta de que vuesa merced no me era indiferente. El corazón de Cipriano se aceleraba, amagaba con desbocarse. Aquello era demasiado, no era precisamente una declaración de amor, pero sí la constatación de haberlo distinguido entre los demás miembros de la secta. Mas, por si cupiera aún alguna duda, en el párrafo siguiente porfiaba: Ahora quizá comprenda mejor vuesa merced mi interés por su suerte. Cipriano Salcedo se conmovió. Por vez primera, a los cuarenta y un años, estaba viviendo una experiencia amorosa propia de la adolescencia.

Evocaba detalles de la figura de Ana, su collar de perlas, su turbante rojo, su blanca mano enjoyada levantándose como un pájaro en los conventículos, su voz cálida, como inflamada. ¿Sería posible, Señor, que aquella singular criatura hubiera puesto sus ojos en él? Le contestó escuetamente, deseándole felicidad y suerte, diciéndole que aquellas Pascuas, pese a todo, quedarían en su vida como un hito inolvidable. Su carta, decía, rezuma esperanza, vos sentís, señora, la ilusión de que algo nace.

Desgraciadamente no podía compartir su optimismo: La idea de que algo concluye prevalece en mí, decía. Mas también reconocía que nunca había sido insensible a su presencia. Admiré siempre vuestra sagacidad, vuestra discreción, vuestro aplomo y, ¡cómo no!, vuestra belleza, añadía en un impulso de sinceridad. Y en su despedida, le confirmaba su respeto y cariño.

Dato se convirtió en el correo interior entre doña Ana Enríquez y Cipriano Salcedo. Las misivas se cruzaban entre ellos cada vez con mayor frecuencia y ponían un punto de luz y esperanza en la sordidez de las mazmorras. Ana iba siempre por delante en efusividad y confianza. Catalina de Reinoso, una de las monjas de Belén, compañera de celda, aduce la diferencia de edad como un obstáculo entre nosotros, decía doña Ana Enríquez en carta de 6 de febrero. Y agregaba: Pero yo digo, ¿qué importa la edad en estos negocios de los sentimientos? ¿Tienen las almas edad?. Sus mensajes contenían, de una manera o de otra, una nota de optimismo: Algún día nos dejarán ser felices, decía. O bien: Nuestro paseo por el jardín de La Confluencia será el primer peldaño de nuestra historia en común.

Cipriano Salcedo se mostraba más cauto. A su entusiasmo inicial vino a poner sordina su promesa un tanto olvidada. La conciencia empezó a reprocharle su flaqueza, el hecho de que se dejara llevar por un fácil sentimiento animando a Ana Enríquez a construir castillos en el aire. Esta vez demoró la respuesta, guardó silencio. No tenía derecho a alentar los proyectos de la muchacha cuando él sabía cuál iba a ser el desenlace. Las cosas estaban planteadas de tal manera que ante su futuro no cabía alternativa. La Inquisición nunca aceptaría su silencio pero tampoco él estaba dispuesto a romperlo porque le favoreciese. Preparó borrador tras borrador, pero uno detrás de otro los rompía. Fray Domingo le miraba desde su cama:

– ¿Prepara vuesa merced su testamento?

Cipriano no respondió a la broma del reverendo. Al fin y al cabo lo que trataba de escribir guardaba bastante semejanza con un testamento. Por eso, tras la pregunta del dominico, resolvió hablar claro, como si fuera -¿lo era tal vez?- su última voluntad. La amaba, esto era esencial. La amaba por encima de todas las cosas. Y, sin embargo, entre ambos se levantaban dos obstáculos insalvables: el voto de castidad ofrecido espontáneamente por él a Nuestro Señor hacía más de un año y su resolución de no incurrir en perjurio delatando a quienes le habían acristianado.

Esta actitud suya nunca sería disculpada por el Santo Oficio.

Como si fuera respuesta a su mensaje, Dato le trajo esa tarde un informe de procedencia imprevisible:

El emperador Carlos V acaba de fallecer en el Monasterio de Yuste, lamentando no haber dado muerte a Lutero cuando le tuvo en sus manos en Worms. En el codicilo de su testamento exige con autoridad de padre a su hijo Felipe que castigue a los herejes con todo rigor y conforme a sus culpas, sin excepción ni respeto para persona alguna.

Por su parte, el nuevo rey Felipe II ha bendecido el “santo celo” de su padre.

A partir de este momento, y como si Dato hubiera ido almacenando la correspondencia en espera de que la crisis amorosa de Cipriano se resolviera, empezaron a llegar papeles de toda laya, declaraciones, noticias, informes, mensajes en torno a los procesos de los hermanos Cazalla, don Carlos de Seso, su vecino de celda, fray Domingo, un informe del arzobispo de Toledo y varias comunicaciones más que Cipriano ordenó cronológicamente antes de tumbarse en el petate y cubrirse con su capa segoviana. Habituado a la delación, poco podían impresionarle ya las declaraciones de sus compañeros.

Leyó descorazonado la confesión de su amigo Pedro Cazalla:

Un día, encontróme don Carlos de Seso, corregidor de Toro, en Pedrosa, a la puerta de la iglesia de donde soy párroco, pensando en el beneficio de Cristo y me dijo de pronto que no había purgatorio y que podía demostrármelo. Y tal maña se dio que me dejó convencido de ello aunque con el espíritu lleno de zozobra y ansiedad (el reo contó aquí el episodio de la visita de Seso a Carranza en el Colegio de San Gregorio, escena que no repetimos por ser sobradamente conocida de todos).

Hablé luego de ello con el bachiller Herrezuelo, no para que yo le enseñara sino que fue él quien me transmitió lo de la justificación por la fe sin necesidad de las obras e insistió en la inexistencia del purgatorio. Igualmente, Cristóbal de Padilla pasó tres veces por mi casa en Pedrosa y me habló de la misma materia y yo le encarecí que no volviera a hacerlo.

Del mismo negocio trató también conmigo un criado que yo tenía, Juan Sánchez de nombre, pero le acogí con aspereza, y él, disgustado, dejó mi servicio y yo me holgué de ello. Por último, hablé de estos asuntos con mi compañero de estudios fray Domingo de Rojas y, antes de que yo le apuntara el tema del purgatorio, me salió con ello y estaba en ello.

A Cipriano le rezumaban los ojos enfermos ante tanta mezquindad. Carlos de Seso, en cambio, aunque atribuía al recién nombrado arzobispo Carranza el origen de la secta, trataba de convencer al Tribunal de su inocencia en la cuestión del purgatorio. Disfrazaba la verdad en su provecho:

Mi intención al hablar a alguno de la no existencia del purgatorio no era la de apartarle de la Iglesia sino de aumentar su fe en la Pasión de Jesucristo. Nunca dogmaticé, ni hice juntas ni reuniones sino que si se presentaba la ocasión daba mi opinión sobre el particular. Seso acabó pidiendo misericordia por el escándalo que había dado, puntualizando sus ideas sobre el purgatorio, del que dijo que _no existe para aquellos que mueren unidos a Cristo, sirviéndole y confesando sus pecados. Informó que sus ideas luteranas nacieron en Verona durante su juventud, oyendo hablar a un conocido predicador. En las últimas frases de su declaración expresó su deseo de morir en el seno de la Iglesia .

Sorprendió a Cipriano el tono del corregidor de Toro, su humildad y acatamiento. Su confesión, parte de ella al menos, no marchaba de acuerdo con su conducta. Atribuyó el reblandecimiento de don Carlos a las duras condiciones de la prisión, a la enfermedad de la que daban cuenta los doctores de la cárcel secreta, Bartolomé Gálvez y Miguel Sahagún, en nota aparte: