El doctor Gálvez, médico del Consejo General de la Inquisición, encuentra al reo, don Carlos de Seso, preso en la cárcel secreta de Valladolid, un pulso débil y desigual, con notable flaqueza. En cuanto a las rodillas, de las que se queja el reo, no se observa mudanza exterior pero, al tocarlas, sí las encuentro muy agarrotadas.
Y siendo tan antiguo su sufrimiento, y estando peor cada día por el peso de los grillos, me parece conforme a razón ponerle inmediato remedio.
›El doctor Sahagún precisa:
pulso flaco y ánimo melancólico y triste. Piernas asimismo flacas en relación con el cuerpo que lo tiene gordo. Muy envaradas las cuerdas de las rodillas por lo que estima prudente sacarlo del ruin aposento en que está encerrado.
Doctores Gálvez y Sahagún.
Por su parte el Doctor, don Agustín Cazalla, parecía derrumbarse, su pusilanimidad se imponía a su pretendida fe. Leyendo su declaración, el pesimismo sobre su futuro se acentuaba en Cipriano.
Decía así:
Ante el tormento, el doctor Cazalla prometió confesar y ello le salvó de ser torturado.
Afónico, realizó su confesión por escrito, de puño y letra.
Se declaró luterano pero no dogmatizante. No había hablado con nadie que no conociera de antes las doctrinas reformistas.
Al sugerirle que informara sobre “él y los otros”, respondió que no podía hacerlo sin levantar falsos testimonios. Y se ratificó en lo dicho una vez que se le prometió misericordia. Se comprometió a ser católico ejemplar si el tribunal respetaba su vida y en todo momento mostró inequívocas muestras de arrepentimiento.
Conforme leía informes y confesiones, Cipriano sentía aumentar su desolación. A medida que la primavera se aproximaba, crecía el número de papeles que Dato le ofrecía. Pero estaba tan débil que se sentía incapaz de arrastrar los grilletes y se pasaba los días y las noches tendido en el catre cubierto con la capa. Así iba desestimando documentos que Dato aportaba, generalmente cobardes, falaces o maledicentes. El carcelero había llegado con él a tal grado de confianza, que le permitía leer por encima los papeles que le ofrecía antes de determinar si se quedaba o no con ellos. En el fondo, Cipriano siempre había esperado respuesta de doña Ana a su carta de despedida, pero ésta no llegaba.
Habría acogido con júbilo dos letras suyas, la continuidad, aun en pequeñas dosis, de los dulces mensajes de antaño, pero él mismo, con su inflexibilidad, había dado carpetazo a aquella correspondencia cuya interrupción lamentaba ahora.
Ana Enríquez, siempre delicada con la conciencia ajena, había respetado su promesa y su deseo de no incurrir en perjurio. Aunque Cipriano pensaba en ella con frecuencia, el paso del tiempo y la flaqueza de su memoria hacían cada día más difícil la representación de su imagen: las proporciones de su perfil, la línea de la boca, un poco dura, el nacimiento del pelo, la forma de sus orejas, eran detalles físicos que se le escapaban. En él dominaba la duda de si el silencio de Ana vendría impuesto por el respeto o por el despecho y, ante cualquiera de los dos casos, sus ojos encarnizados se llenaban de lágrimas y él las dejaba fluir mansamente en un íntimo desahogo.
Postrado en el camastro, los párpados entornados, inmóvil, sus ojos buscaban el rayo de sol vespertino que se adentraba oblicuamente por el ventano, en el que flotaban infinidad de corpúsculos.
En esta tesitura llegó Dato, con su gorro rojo, como un gnomo, con la declaración de fray Domingo, tendido también en su petate, ajeno a todo. Cipriano aceptó el informe:
Temperamento inestable -decía el resumen de su declaración-.
Adhesión tardía al luteranismo y afán proselitista. Vanidoso, el declarante se presentó ante este Santo Tribunal como viejo miembro de la secta y partidario de las nuevas corrientes. Atribuyó sus ideas a su “maestro”, el arzobispo de Toledo, don Bartolomé Carranza, luterano tal vez sin saberlo, o mejor dicho, precursor del luteranismo en España. De su epístola “Ad Galathas”, dijo que respondía a un lenguaje luterano y de su “Catecismo” que era duro y recio manjar para los hombres simples, los cuales no tienen dientes para mascarlo ni estómago para digerirlo. Estas cosas, dijo, no deben ponerse en manos de iletrados, sino de licenciados y teólogos.
›Al ser llamado al orden por el inquisidor, insistió en que Bartolomé Carranza podía ser católico pero que oyéndole expresarse no lo parecía. Y, en una pirueta retórica muy de su gusto, fray Domingo afirmó que ése era el jarabe que el arzobispo utilizó para ganarlo a él para la causa. En conjunto dejó al señor arzobispo de Toledo muy mal parado.
›Delató, asimismo, a Juan Sánchez como pervertidor de las religiosas de Belén y de su propia hermana María. A la vista de sus contradicciones, se le amenazó con el tormento, pero una vez en la garrucha, rogó ser muerto antes que torturado. El Santo Tribunal accedió a su deseo a condición de que dijera la verdad. A última hora exoneró de culpa a varios acusados aunque no al arzobispo Carranza.
Cipriano doblaba de nuevo el papel con una sensación de malestar ante la coincidencia de varios declarantes en atribuir a Carranza la paternidad del foco luterano de Valladolid. Implicándole a él, parecían pensar, una autoridad en la Iglesia, ellos, en cierto modo, quedaban libres de culpa. Carranza se erigía entonces como una garantía de vida, la cabeza de turco, el supremo. Sin sus prédicas, sin sus medias palabras, el protestantismo nunca hubiera arraigado en Castilla. Pero por el momento, Carranza parecía contar con influyentes valedores.
Oyó el siseo de fray Domingo y, al volverse, el dominico le dijo si le permitía leer “ese papel”.
Salcedo se sobresaltó y le preguntó si sabía siquiera de qué se trataba. Fray Domingo se mostró expeditivo: Mi declaración, dijo.
¿Qué otra cosa puede ser? Vuesa merced ha mirado dos veces hacia mi lecho antes de empezar a leerlo.
Cipriano se incorporó, tortoléandose, dio dos pasos torpes hacia su catre y le alargó el papel con la mano izquierda:
– Tal vez a vuestra paternidad no le guste lo que dice -dijo.
– Y ¿eso qué importa? Hay que conocer no sólo lo que hacemos sino lo que nos atribuyen.
El dominico leyó el informe en silencio, sin aspavientos ni comentarios. Salcedo, que no cesaba de mirarlo, al verle plegar de nuevo el papel, le preguntó:
– ¿Está de acuerdo vuestra paternidad?
Y el dominico respondió con cierta mordacidad:
– Sí con lo que dice, pero no con lo que calla.
A mediados de abril se desató sobre la ciudad un martilleo fragoroso que se iniciaba con la primera luz del día y no cesaba hasta bien entrada la noche. Era un claveteo en diversos tonos, en cualquier caso seco y brutal, que procedía de la Plaza del Mercado y se difundía, con diferente intensidad, por todos los barrios de la villa.
Aquel golpeteo siniestro pareció activar la vitalidad del penal, acelerar su ritmo. La vida rutinaria de la cárcel secreta se convirtió de pronto en algo ajetreado y activo. Hombres aislados, o en grupo, pasaban y regresaban por el zaguán, por los corredores, ante las celdas, introduciendo o sacando cosas, dando instrucciones a los reos. En cualquier caso, parecía haberse desatado una agitación inusitada que vino a coincidir con la prisa de Dato por facilitarle noticias y mensajes. La primera noche del atronador tamborileo, el carcelero aclaró:
– Están levantando los tablados.
– ¿Para el auto?
– Así es, sí señor, en la plaza, para el auto.