Al día siguiente, Dato le trajo un informe urgente que Cipriano cambió por un ducado. La urgencia estaba justificada:
“Seso se desdice”,
rezaba el titular. Se advertía que estaba escrito apresuradamente, acuciado por las últimas novedades, aunque con letra disciplinada, de escribano, perfectamente legible.
Era evidente que el explotador del “negocio” había tenido prisas por poner el papel en circulación. Cipriano echó atrás la cabeza, buscando el eje de visibilidad entre sus párpados inflamados. La nota era sucinta pero categórica, indicativa, además, de que las sentencias de los reos empezaban a conocerse. Seso había sido condenado a la hoguera y, ante el hecho, hacía ahora una nueva profesión de fe.
Sus excusas, sus circunloquios, sus tergiversaciones, su expreso deseo de morir en el seno de la Iglesia, no le habían servido de nada. Entonces rectificaba. En la nueva nota hablaba ya sin rodeos, convencido de que la sentencia era firme, y no había apelación posible contra ella:
Al ser informado de que sus señorías me han condenado a la hoguera, cosa que nunca creí, para descargar mi conciencia y ayudar a la verdad quiero hacer esta declaración finaclass="underline" La justificación por la fe basta para salvarse. Es, pues, Cristo quien nos salva, no nuestras obras. Para los que mueren en gracia no hay purgatorio ni pena temporal alguna: el cielo es su destino. No sería justo que después de la Pasión de Nuestro Señor, los hombres tuvieran que purgar algo. Esto significa que me desdigo de lo que dije, que existía el purgatorio. Tengo fe y creo en lo mismo que creyeron los apóstoles, y en la Iglesia católica, verdadera esposa de Nuestro Señor Jesucristo, y en la palabra de ésta que son las Sagradas Escrituras.
Cipriano leyó tres veces la breve confesión de don Carlos de Seso. Recordó las razones que en su día le dio en Pedrosa para demostrar que no había purgatorio y cómo él las había aceptado sin disputa. Ahora miró a fray Domingo tendido en su camastro y le dijo con voz apagada:
– Don Carlos de Seso ha sido condenado a la hoguera.
Pero los acontecimientos se encadenaban en una noria sin fin, mientras los martillazos de la plaza atronaban en un sordo tamborileo. A la mañana siguiente, el alcaide en persona anunció una visita para Salcedo, pero Cipriano ya no podía andar, era incapaz de moverse. Sus articulaciones parecían haber criado herrumbre. Le trajeron una palangana de agua tibia con sal, le quitaron los grilletes y le hicieron lavar los pies. No obstante, alrededor de los tobillos tenía dos llagas en carne viva y las pantorrillas hinchadas. Dando tumbos siguió al alcaide, apoyado en el brazo del carcelero. Se bandeaban como dos bueyes uncidos. La luz de la escalera le deslumbró, sintió como un cuerpo extraño dentro de los ojos.
Los cerró y se dejó conducir. Los pies, sin el lastre habitual, se le escapaban, pero las piernas embotadas no aguantaban su peso. Entreabrió los ojos cuando el carcelero se detuvo y, al oír el golpe de la puerta, levantó la cabeza y miró por la estrecha rendija que dejaban sus párpados tumefactos. El tío Ignacio le miraba incrédulo, afligido, al tomarle de las dos manos.
Se le notaba con prisas de hablar, de no callar ni un segundo para evitar que Cipriano le interrogara:
– Esos ojos no han mejorado, Cipriano. ¿Por qué no avisaste al médico?
– Es por la oscuridad, tío, la humedad y el frío. Los párpados están inflamados, es como si tuviera tierra dentro.
– Hay que curarlos -insistió el tío Ignacio-. En la cárcel hay dos médicos. Están para eso.
En seguida se lanzó, se lo dijo, le dijo que el arzobispo Carranza había sido procesado y se pensaba en un juicio largo y apasionado. Seguramente más de cinco años. Cipriano le confió que tanto en la cárcel como fuera de ella había mucha presión contra él. Alzaba la cabeza para ver a su tío, sentado en el sofá monjil, bajo el ingenuo cuadro de la Asunción de la Virgen, acodado en los muslos, las manos con los dedos entrelazados, las uñas muy pulcras. Continuó hablándole de Carranza, estaba dolido con las declaraciones de Seso, Rojas y Pedro Cazalla que, según él, faltaban a la verdad. Le habló de que el Inquisidor General había llegado a Valladolid y había dicho que, de haberse tratado de otra persona, le hubiera prendido sin más miramientos. Cipriano le indicó que el caballo de batalla había sido el encuentro de Seso con Carranza después de convertir aquél a Pedro Cazalla. El tío estaba bien informado y apenas le daba tiempo para responder; resultaba evidente que no quería dejar un resquicio por donde las preguntas de su sobrino pudieran filtrarse. Carranza afirmaba que Seso les había engañado a él y al Santo Oficio, había hecho creer que su interpretación de las cosas provenía del arzobispo. Mas las precauciones del nuevo presidente de la Chancillería fueron insuficientes. Bastó una pausa mínima de su tío para que Cipriano formulara la temida pregunta:
– ¿C… conoce las sentencias, tío?
Don Ignacio Salcedo le miraba desarmado, los ojos blandos, temblándole el labio inferior. Dijo mediante un esfuerzo:
– Me las han enseñado ayer.
Por mi cargo tenían que hacerlo.
Cipriano seguía con la cabeza levantada para que su tío no escapara de su campo visual. Le vio vacilar, empalidecer. No trató por ello de quitar fuerza a su pregunta:
– ¿Cuál ha sido mi suerte?
No respondió inmediatamente Ignacio Salcedo. Se limitó a mirar profunda, compasivamente, sus ojos encarnizados, pero cuando trató de hablar se le anudó dos veces la voz en la garganta. Cipriano acudió en su auxilio:
– ¿La hoguera tal vez? -preguntó.
El tío calló, asintiendo.
– Vas con otros veinte -dijo al fin.
Sonreía Cipriano para aliviar la tirantez de la conversación, para dar a su tío la sensación de que la noticia no le había sorprendido, ni le asustaba; de que no esperaba otra cosa:
– ¿Sería indiscreto preguntarle a vuesa merced quiénes son esos veinte?
Don Ignacio sonrió:
– Ese pequeño favor puedo hacértelo -dijo-. Anota: los Cazalla, incluida su hermana Beatriz y los restos de doña Leonor, fray Domingo de Rojas, don Carlos de Seso, Juan García, tres mujeres de Pedrosa, el bachiller Herrezuelo, Juan Sánchez… ¿quién más?
– Es suficiente, tío.
– En todo caso, la lista no es definitiva. Esta noche os visitará un confesor y mañana, en el auto, aún tendréis oportunidad de cambiar vuestra suerte: la hoguera por el garrote. ¡Ah, otra cosa!, los restos de doña Leonor de Vivero serán desenterrados y el solar de su casa sembrado de sal para escarmiento de las generaciones futuras.
Don Ignacio Salcedo parecía más sosegado. Ahora cargaba el énfasis en lo anecdótico, tratando de desviar la cabeza de Cipriano de la idea fundamental. Pero Cipriano no pensaba en sí mismo. Titubeó. En su vacilación perdió de vista el rostro de su tío y hubo de acomodar de nuevo la cabeza para volver a apresarlo:
– Y… y ¿qué será de doña Ana Enríquez? -preguntó con un hilo de voz.
– Quedará libre tras una pena leve, unos días de ayuno, no recuerdo cuántos. Es una criatura demasiado bella para quemarla.
Cipriano pensó que retener más tiempo a su tío suponía prolongar su suplicio. Se puso en pie tambaleándose. Su tío tenía razón: Ana Enríquez era demasiado hermosa para quemarla. Además había sido engañada, era excesivamente joven cuando Beatriz Cazalla y fray Domingo la pervirtieron. Sonaba el martilleo de los carpinteros en la plaza, un golpeteo ininterrumpido, enloquecedor. Su tío también se había incorporado y le tomó de las manos con aprensión, como a un ciego.