– No quiero hacerle perder más tiempo, tío -dijo Cipriano-. Le agradezco todo lo que ha hecho por mí.
Don Ignacio Salcedo le atrajo hacia sí, le besó en las mejillas y le retuvo un momento entre sus brazos:
– Algún día -musitó a su oídoe- estas cosas serán consideradas como un atropello contra la libertad que Cristo nos trajo. Pide por mí, hijo mío.
Cipriano no pudo comer. Mamerto se llevó intacta su bandeja.
Por la tarde comenzaron las confesiones. Fray Luis de la Cruz, dominico como fray Domingo, recorrió las celdas y llegó a la de Cipriano cuando el sol declinaba, aunque el martilleo unísono de la plaza continuaba sonando con toda intensidad. Fray Domingo rechazó los auxilios de fray Luis de la Cruz cuando éste se acercó servicialmente a su lecho.
– Padre -dijo fray Luis de la Cruz al advertir su gesto-: solamente pido a Dios que muráis en la misma fe en que murió nuestro glorioso Santo Tomás. Estaré en pie toda la noche. Vuestra reverencia puede llamarme a cualquier hora.
Cipriano, tumbado en el camastro, acogió con afecto al confesor.
Le agradeció su presencia y le dijo que en su vida había tres pecados de los que nunca se arrepentiría bastante, y, aunque ya los tenía confesados, se los confiaba al padre en prueba de humildad: el odio hacia su padre, la seducción de su nodriza aprovechándose de su cariño maternal y el desafecto hacia su esposa, su abandono, que la llevó a morir trastornada en un hospital. Fray Luis de la Cruz asentía sonriente, le dijo que su confesión general le dignificaba, pero que en este momento, en víspera del auto de fe, esperaba unas palabras de arrepentimiento por su adscripción a la doctrina de Lutero. Cipriano que, en las medias tinieblas, apenas distinguía las facciones del fraile, le respondió que abrazó la teoría del beneficio de Cristo de corazón, con buena fe, es decir, obró en conciencia y ésta, ahora, no se lo reprochaba.
Como sin darle importancia, fray Luis de la Cruz le preguntó entonces quién le había pervertido y Cipriano contestó que no podía decírselo, que así lo había jurado, pero le constaba que tampoco su inductor obró con intención perversa. El fraile, que venía cansado, empezó a dar muestras de acrimonia, le impacientaba la obcecación de Cipriano, le dijo que no podía absolverle pero que aún estaba a tiempo. Desde media noche el padre Tablares, jesuita, seguiría a disposición de los reos. Humildemente ahora le recomendó que reflexionara y, antes de separarse de él, le tuvo cogido por las dos manos un largo rato y le llamó “hermano mío”.
Apenas había abandonado la celda, cuando se produjo en la de enfrente, en la del Doctor, un gran alboroto. Sobre las voces más serenas para acallarlo, entre las que estaban la de fray Luis de la Cruz, sonaban los gritos implorantes del Doctor pidiendo a Dios misericordia, suplicándole que le iluminase con su gracia y le ayudara a alcanzar su salvación. Eran gritos agudos, descompuestos, y, en los breves silencios, se oía la voz pausada de fray Luis de la Cruz, la del carcelero y la del alcaide que habían acudido al oír la algarabía. Pero el Doctor, en trance, no cesaba de proclamar que aceptaba la sentencia como justa y razonable, que moriría de buena gana puesto que no merecía la vida aunque se la dieran, pues estaba convicto que según había desaprovechado la pasada, la que le quedaba no sería distinta.
Había cesado el martilleo de la plaza y las palabras del Doctor, pronunciadas a voz en cuello, con la puerta de la cija abierta, llegaban nítidamente a las celdas próximas y, con ellas, los intentos apaciguadores de los responsables:
el alcaide, los carceleros, el médico. Un clima tenso se palpaba en el primer corredor, cuando el Doctor reanudó su discurso sobre el sambenito que acababan de entregarle, la ropa que vestiría con mayor gusto, decía, porque era la apropiada para confusión de su soberbia y purga de sus pecados. Luego volvió a la idea del arrepentimiento, que renegaba de cualquier perversa y errónea doctrina que hubiera creído, bien fuera contra el dogma o contra la Iglesia, y que persuadiría a todos los reos para que hiciesen lo mismo. El médico de la Inquisición debía de haber tomado alguna medida, porque del tono chillón con que el Doctor inició su peroración, pasó, en pocos segundos, a otro más coloquial y, posteriormente, a un tenue murmullo, para cesar al poco rato.
Cipriano Salcedo no durmió en su última noche carcelaria. Le agobiaba la idea del auto de fe, no su ejecución sino el procedimiento:
la luz, la multitud, el griterío, el calor. Padecía un amortecimiento creciente y un ardor de orina que le obligaba a visitar la cubeta de las heces cada pocos minutos. A la una empezaron a doblar las campanas. Toques lentos, de agonía.
Fray Domingo ya le había hablado de ello. Todos los templos y conventos de la villa, que esa noche no dormía, convocaban a las misas de alma por los condenados. Las campanas habían venido a sustituir a los martillos, voces cambiantes pero igualmente ominosas y terribles. Al cesar su tañido, empezó a oírse el rumor del gentío, los cascos de las caballerías en el empedrado, el rechinar de las ruedas de los carruajes. Todo parecía estar a punto. El “gran día”, aún sin luz, ya había comenzado.
A las cuatro de la madrugada entraron a despertarlos. Mamerto les sirvió un desayuno extraordinario: sopas de ajo, huevos con torreznos y vino de Cigales. Cipriano no probó bocado. Le ardían los ojos, sentía los bultos en las cuencas, y su amortecimiento iba en aumento. En la cárcel reinaba un desorden desacostumbrado. Gentes que entraban y salían, los guardianes repartiendo por las celdas corozas y sambenitos, en tanto los familiares de la Inquisición, con sus altos bombines marrones, esperaban en el patio, charlando en corrillos, a que se organizara la procesión. En el momento de mayor confusión, se presentó Dato en la celda, entregó un papel doblado a Cipriano Salcedo y emitió un silbido al recibir dos ducados por el servicio. El mensaje, como Cipriano presumía, era de Ana Enríquez y no podía ser más lacónico:
Valor, decía solamente y, debajo, traía su firma: Ana.
XVII
El cautiverio de los más de sesenta reclusos de la cárcel secreta de Pedro Barrueco, acusados de pertenecer al foco luterano de Valladolid, concluyó definitivamente en la madrugada del 21 de mayo de 1559, más o menos un año después de haber comenzado. Una mínima parte de los reos sería puesta en libertad tras el auto de fe, en tanto otros muchos pagarían con la muerte en garrote o en la hoguera su desviación religiosa o su pertinacia. Y como suele ocurrir en estas agrupaciones circunstanciales, sometidas a rígidas normas, el primer síntoma de que el final se acercaba fue la quiebra de la disciplina. Familiares de la Inquisición charlaban en pequeños grupos en el patio de la cárcel, cubiertos con capas y bombines de copa alta, en espera de los penitentes, en tanto los carceleros, los ayudantes de carcelero y el propio alcaide, iban y venían, prestaban a aquellos las últimas atenciones y les daban instrucciones para el buen orden de la procesión que partiría de la cárcel una hora antes del alba. Pero, fuera de los indultados, que sacaban fuerzas de flaqueza y confraternizaban festivamente con sus carceleros, el resto de los reos, aplastados por el rigor de la sentencia, tras larga y severa cautividad, se encontraban tan decaídos y exánimes que aguardaban la orden de partida derrumbados en sus camastros, rezando o meditando.
Dato, el tontiloco ayudante de carcelero, se contaba entre los vallisoletanos incapaces de reprimir su júbilo ante el gran festejo que se avecinaba. Reconocido a la generosidad de Cipriano, sentado a los pies de su catre, pasaba con él los últimos minutos de su estancia en prisión, le hablaba de los preliminares del auto con tal entusiasmo como si Salcedo, en lugar de una de las víctimas, fuese un forastero más de visita en la villa. Tanto Dato, como el resto de los carceleros, se había puesto ropa nueva y había sustituido los sucios calzones de paño por unos vistosos zaragüelles.