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Eran apenas las cinco de la mañana pero un incierto resplandor lechoso anunciaba el día por encima de los tejados. A la cabeza de la procesión, a caballo, portado por el fiscal del reino, flameaba el estandarte de la Inquisición, con el blasón de Santo Domingo bordado, seguido por los reos reconciliados, con cirios en las manos y sambenitos con el aspa de San Andrés. Y, tras ellos, dos dominicos portando la enseña carmesí del Pontificado y la cruz enlutada de la iglesia del Salvador, precedían a los reos relajados, destinados a la hoguera, con sambenitos de demonios y llamas y corozas decoradas con los mismos motivos. Mezclados con ellos, con atuendos semejantes, atados a altas pértigas, desfilaban los muñecos de los condenados en efigie, burlescas reproducciones de sus modelos, uno de ellos representando a doña Leonor de Vivero, cuyo ataúd, con el cuerpo desenterrado y llevado a hombros en la procesión por cuatro familiares, sería también arrojado al fuego.

El resto de la comitiva, esto es, los condenados a penas menores, iban detrás, encabezados por cuatro lanceros a caballo, anunciando a las comunidades religiosas de la villa y al grupo de cantores, que avanzaba calle arriba entonando a media voz el himno “Vexilla regis”, propio de las solemnidades de Semana Santa.

Aferrado a los brazos de sus acompañantes, Cipriano Salcedo se movía casi a ciegas y, aunque paulatinamente iba insinuándose el día, únicamente veía cuando alzaba la cabeza y sus pupilas enfocaban el objetivo en línea recta. De esta guisa divisó las dos densas murallas humanas que les abrían calle, de ordinario afligidas y silenciosas, aunque nunca faltaba la voz desgarrada de algún mozalbete, que aprovechaba la impunidad de la masa para insultarlos.

Al abandonar la calle Orates, la procesión de los reos hubo de detenerse para ceder el paso al séquito real que subía por la Corredera. La guardia a caballo, con pífanos y tambores, abría marcha y tras ella el Consejo de Castilla y los altos dignatarios de la Corte con las damas ricamente ataviadas pero de riguroso luto, escoltados por dos docenas de maceros y cuatro reyes de armas con dalmáticas de terciopelo. Acto seguido, precediendo al Rey -grave, con capa y botonadura de diamantes- y a los Príncipes, acogidos con aplausos por la multitud, apareció el conde de Oropesa a caballo, con la espada desnuda en la mano. Cerraban el desfile, encabezados por el marqués de Astorga, un nutrido grupo de nobles, los arzobispos de Sevilla y Santiago y el obispo de Ciudad Rodrigo, domeñador de los conquistadores del Perú.

Cipriano, en primera fila, veía desfilar tanta grandeza buscando el ángulo de visión más apropiado, la boca sonriente, sin rencor, como un niño ante una parada militar. Al cabo, la procesión de penitentes reanudó la marcha y entró en la plaza entre dos vallas de altos maderos. La multitud impaciente, que se apretujaba en ella, prorrumpió en voces y gritos destemplados.

Los reos, caminando cansinamente, agobiados, arrastrando los pies, componían una comitiva lastimosa y estrafalaria, los sambenitos torcidos, las corozas ladeadas, siempre a punto de caer. Cipriano tendió la mirada sobre la plaza moviendo también la cabeza para no perder el eje de visión y comprobó que los informes de Dato se habían quedado cortos. La mitad de la plaza se había convertido en un enorme tablado, con graderíos y palcos, recostado en el convento de San Francisco y dando cara al Consistorio adornado con enseñas, doseles y brocados de oro y plata. La otra mitad y las bocacalles adyacentes se veían abarrotadas por un público soliviantado y chillón que coreó con silbidos el desfile de los reos ante el Rey. Frente a los palcos, en la parte baja de los graderíos, se levantaban tres púlpitos, uno para los relatores que leerían las sentencias, el segundo para los penitentes destinatarios, y un tercero para el obispo Melchor Cano que pronunciaría el sermón y cerraría el auto. En un tabladillo, a nivel algo inferior al de los púlpitos, con cuatro bancas en grada, fueron aposentándose los reos en el mismo orden que traían en la procesión, de forma que don Carlos de Seso quedó a la derecha de Cipriano, y Juan García, el joyero, a su izquierda. Transido, angustiado, tenso, Cipriano Salcedo esperaba la llegada de los reos absueltos, miraba obsesivamente las escaleras de acceso al entablado, hasta que vio aparecer a doña Ana Enríquez de la mano del duque de Gandía. Envuelta en parda saya, se movía con la misma gracia natural que en los jardines de La Confluencia. La cárcel no parecía haberla marcado, tal vez había ahilado un poco su figura, subrayado su esbeltez, pero sin mancillar la frescura y esplendor de su rostro.

Subía los peldaños con arrogancia y, al desfilar ante la primera banca de los reos, los miró uno a uno con ansiedad y sus ojos se detuvieron un momento, incrédulos, en los de Cipriano. Pareció dudar, miró al resto de los ocupantes del banco y volvió a él, inmóvil, la pequeña cabeza levantada, los ojos entrecerrados, medio ciegos. Luego siguió adelante y subió hasta la cuarta grada de la tribuna, dejando a Cipriano en la duda de si habría sido reconocido.

La luz cegadora, brutal, que se iba adueñando de la plaza, lastimaba aún más sus ojos. Tras la contemplación de Ana Enríquez, los cerró largo rato para protegerlos.

Un apagado rumor de conversaciones llegaba a sus oídos mientras el obispo de Palencia, Melchor Cano, desgranaba el sermón sobre los falsos profetas y la unidad de la Iglesia. Y, cuando Cipriano volvió a abrirlos, le sobrecogió de nuevo la gran masa que tenía ante sí, una inmensa muchedumbre, tan prieta y enardecida, que había inmovilizado contra las talanqueras dos lujosos coches ocupados por gente de alcurnia.

Durante el sermón el público había guardado silencio aunque la voz un poco rota y fatigada del orador no pareciera llegar hasta ellos, pero, poco después, cuando uno de los relatores tomó juramento al Rey, a los nobles y al pueblo y todos ellos prometieron defender al Santo Oficio y a sus representantes, aun a costa de la vida, un estruendoso vocerío coreó el “amén” final. Luego, retornó el silencio, una vez que el relator hizo comparecer al primer condenado, el doctor Cazalla, que, ayudado de cerca por los auxiliares, a duras penas pudo alcanzar el pulpitillo. Su postración, la palidez de su rostro, las mejillas sumidas, la extrema delgadez de su figura, parecieron predisponer al público en su favor. Cipriano le miraba como a un ser ajeno, desconocido, y, cuando el relator enumeró sus cargos y anunció con voz estentórea la sentencia de muerte en garrote antes de ser arrojado a las llamas, el Doctor rompió a llorar, miró hacia el palco del Rey pretendiendo hablar, pero, inmediatamente, fue rodeado de guardas y alguaciles que se lo impidieron. Ortega y Vergara, los dos relatores, empezaron entonces a leer, alternativamente, las sentencias, en tanto los condenados, por su propio pie o ayudados por los familiares, se relevaban desordenadamente en el púlpito para escucharlas. Era una ceremonia que, aunque escalofriante y atroz, iba degenerando en una tediosa rutina, apenas quebrada por los abucheos o aplausos con que el pueblo despedía a los reos condenados a muerte al reintegrarse al tabladillo:

“Beatriz Cazalla”: confiscación de bienes, muerte en garrote y dada a la hoguera.

”Juan Cazalla”: confiscación de bienes, cárcel y sambenito perpetuos, con obligación de comulgar las tres Pascuas del año.

”Constanza Cazalla”: confiscación de bienes, cárcel y sambenito perpetuos.

”Alonso Pérez”: degradación, muerte en garrote y dado a la hoguera.

”Francisco Cazalla”: degradación, muerte en garrote y dado a la hoguera.

”Juan Sánchez”: muerte en la hoguera.