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”Cristóbal de Padilla”:

confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.

”Isabel de Castilla”: sambenito y cárcel perpetuos y confiscación de bienes.

”Pedro Cazalla”: degradación, confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.

”Ana Enríquez”:

Antes de que la muchacha subiera al púlpito se produjo una vacilación en el relator y un silencio expectante en la muchedumbre. Temiendo un almadiamiento, o simplemente buscando un apoyo a su soledad, había subido la escalera de la mano del duque de Gandía, pero, en contra de lo esperado, una vez arriba se encaró al relator con resolución y mirada retadora. Impávida oyó a Juan Ortega repetir su nombre y la pena simbólica a que era condenada:

Ana Enríquez: saldrá al cadalso con sambenito y vela, ayunará tres días con tres noches, regresará con hábito a la cárcel y, una vez allí, quedará libre.

Una rechifla general subió de la plaza, bajó de los tejados y balcones, se alzó de los graderíos.

El pueblo no podía perdonar la insignificancia de la pena, los aires de superioridad de la penitente, su rango, belleza y suficiencia. Cipriano Salcedo, la cabeza levantada, los ojos encarnizados, la miraba tembloroso. Le irritaba la reacción de la masa pero no menos la solicitud del duque de Gandía, su aire protector, su proximidad. La vio descender del púlpito con fingida altivez, su mano derecha en la izquierda del de Denia, recogiéndose el halda, aparentemente ajena al abucheo del pueblo. El relator Vergara se apresuró a convocar a un nuevo condenado intentando acallar las protestas de la multitud, que, al observar ahora la mordaza de Herrezuelo, sus manos atadas a la espalda, su indefensión, tornó a un silencio expectante:

“Antonio Herrezuelo” -voceó el relator-: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.

”Juan García”: confiscación de bienes, muerte en garrote y dado a la hoguera.

”Francisca de Zúñiga”: sambenito y cárcel perpetuos.

”Cipriano Salcedo”:

La rápida sucesión de condenados en el pulpitillo se interrumpió de pronto. Cipriano, la cabeza erguida, el latido en el párpado, fue ayudado a incorporarse por un familiar de la Inquisición. A pesar de que éste le ofrecía su brazo, no acertaba a echar el paso.

Las piernas entumecidas no le pesaban pero tampoco le obedecían.

Una pausa tensa se abrió en la plaza. Ante el agarrotamiento del reo, el familiar miró al alguacil y un segundo familiar se adelantó hasta ellos. Pasivo, ligero de peso, Cipriano Salcedo se dejó alzar del suelo y, en volandas, fue trasladado al púlpito y allí quedó, con la coroza torcida, grotesco e inane, entre los dos familiares tocados con sus bombines de alta copa. Un sol despiadado hería los ojos del penitente que los cerró, apretando visiblemente los párpados. Se bamboleaba, era un hombre destruido y el rumor compasivo de la multitud iba en aumento. El relator encampanó la voz para repetir su nombre:

“Cipriano Salcedo” -dijo-:

confiscación de bienes y muerte en la hoguera.

El rumor de la muchedumbre era ahora creciente y racheado como el bramido del mar. El condenado no parecía afectado por la sentencia.

Daba la impresión de que, aun indultado, ya no sería capaz de volver a la vida. Permaneció inmóvil, los párpados cerrados, apoyado en el brazo de un familiar, desdibujado y nimio. De nuevo se incorporó el segundo familiar y, entre ambos, le izaron sobre la barandilla de la escalera y le transportaron en un vuelo a su lugar en el tablado.

Sus párpados seguían cerrados pero sus ojos cobardes estaban llenos de lágrimas. Se sentía confundido, degradado. Dame ya la muerte, Señor, suplicó. Pero su humillación activó la curiosidad morbosa del pueblo. Eran estos incidentes los que animaban la fiesta y, en realidad, no habían hecho más que empezar. Cipriano oyó llamar a fray Domingo de Rojas y envidió su fuerza, su entereza física. Dijo el relator:

“Fray Domingo de Rojas”:

degradación y muerte en la hoguera.

El público rebullía inquieto y expectante. Paso a paso el auto había entrado en la fase dramática que esperaba. Todavía llamaron los relatores a “Eufrosina Ríos”, condenada a muerte en garrote y a “Catalina de Castilla”, a sambenito y cárcel perpetuos, antes de que le llegara el turno a don Carlos de Seso. El corregidor de Toro, con su voluntad indomable, subió las escaleras del púlpito por sí mismo, laboriosamente a causa de la flaqueza de sus piernas, pero erguido y noble:

“Carlos de Seso” -dijo el relator Vergara-: confiscación de bienes y muerte en la hoguera.

Don Carlos hizo un ademán de aceptación con una reverencia deferente y simuló retirarse en compañía del familiar, pero, una vez a la altura del palco real, se detuvo, se encaró con el Rey, hizo otra pequeña venia y dijo con una punta de ironía:

– ¿Cómo permitís, señor, este atentado contra la vida de vuestro súbdito?

A lo que Su Majestad replicó pronto frunciendo el ceño:

– Si mi hijo fuera tan malo como vos, yo mismo apilaría la leña para quemarlo.

Más por sus modales que por sus palabras, que no alcanzaron los oídos de la mayoría, el pueblo, que despreciaba la dignidad, abucheó al preso, le afrentó, en tanto los inquisidores, poco amigos de apostillas y comentarios, le retiraban y reforzaban la guardia de alabarderos ante el palco real para impedir otros excesos. Los relatores continuaban desgranando nombres y penas, pero el pueblo, que ya había cogido gusto a los números fuera de programa, dejó de prestar atención, aplanado por el tedio y la ardentía.

Seguidamente, con un sol cada vez más vivo desplomándose sobre la plaza, el obispo de Palencia procedió a degradar a los clérigos condenados, lo que de nuevo despertó expectación en la masa. Ante el palco de Su Majestad, el obispo, revestido de sobrepelliz, estola y capa pluvial, y tocado de mitra blanca, se aproximó a los cinco reos arrodillados, cubiertos de casullas de terciopelo negro, con cálices y patenas en las manos como si fueran a decir misa, y, uno a uno, los fue despojando de ellos, sustituyendo sus ornamentos por sambenitos de llamas y diablos, mientras decía:

– Por la potestad que me da la Santa Iglesia, borro los signos de tu condición sacerdotal que has deshonrado con el delito de herejía.

Luego procedió a raerles la boca, los dedos y las palmas de las manos con un paño húmedo y ordenó al barbero que les afeitara la cabeza para colocar sobre ellas las corozas. De rodillas como estaba, pálido, flaco y desaseado, con el capirote por sombrero, el doctor Cazalla, sacando fuerzas de flaqueza, gritó de pronto por tres veces:

– ¡Bendito sea Dios, bendito sea Dios, bendito sea Dios! -Y como un alguacil se le acercara y le empujara hacia el tabladillo, el Doctor, llorando y moqueando, continuó gritando:

– ¡Óiganme los cielos y los hombres, alégrese Nuestro Señor y todos sean testigos de que yo, pecador arrepentido, vuelvo a Dios y prometo morir en su fe, ya que me ha hecho la merced de mostrarme el camino verdadero!

Las palabras y lágrimas del Doctor produjeron en el auditorio dos reacciones distintas: los más sensibles sollozaban con él, mientras que los más duros, de pie en las gradas, encolerizados, le insultaban llamándole leproso, y alumbrado. Cuando la reacción amainó, el obispo de Palencia se encaramó de nuevo en el púlpito desde donde había predicado y dijo que, leídas las ejecutorias, degradados los curas sectarios, daba el auto por concluido, siendo las cuatro de la tarde del día 21 de mayo de 1559. Los reos sentenciados a prisión -añadió- serán conducidos en procesión a las cárceles Real y del Santo Oficio para cumplir sus condenas, en tanto los restantes se desplazarán en borriquillos al quemadero, erigido tras la Puerta del Campo, para ser ejecutados.